Los diez desterrados reciben la instrucción de presentarse ante los sacerdotes. El texto no lo dice, pero quizás corrieron, o quizás el miedo les hizo ir despacio. Lo que sí sabemos es que en algún punto del camino los diez fueron sanados.
En Lucas 17: 11-19 vemos diez leprosos que habitaban en la frontera de Galilea y Samaria —la intersección del conflicto étnico entre dos pueblos con articulaciones distintas de Dios. Jesús, de camino a Jerusalén, lo que sería su cita con un madero. Y de repente un grito en la distancia: ‘¡Jesús, Maestro, ten misericordia de nosotros!’.
Me imagino al Nazareno diciendo para sí: “Pues seguro que deseo tener misericordia de ustedes. Para eso estoy en esta tierra”. Pero la respuesta fue mucho más intrigante: ‘Id, mostraos a los sacerdotes’.
Una frase que para el oyente de hoy en día no tendría mucho sentido, pero para los que estaban predeterminados socialmente a vivir en el destierro por causa de la lepra tendría un incalculable valor. A saber cuantas veces estos diez tuvieron que pasar por el escrutinio del sacerdote. A saber cuántas veces el sacerdote le leyó la sentencia de Levítico 13:46: “Los que sufran de una enfermedad grave de la piel deberán rasgar su ropa y dejar su cabello sin peinar. Tienen que cubrirse la boca y gritar: ‘¡Impuro! ¡Impuro!’. Permanecerán ceremonialmente impuros todo el tiempo que les dure esa enfermedad grave, y deberán vivir aislados en un lugar fuera del campamento.”
Y ante esta prognosis de exilio, ahora los diez desterrados reciben la instrucción de presentarse ante los sacerdotes. El texto no lo dice, pero quizás corrieron, o quizás el miedo los hizo ir despacio. Lo que sí sabemos es que en algún punto del camino, los diez fueron sanados.
Ahora bien, dice el pasaje que uno de estos diez, al darse cuenta que había sido sanado volvió a Jesús vociferando alabanzas a Dios. Pero el golpe interpretativo fulminante lo vemos en la primera parte del versículo dieciséis: “Y se postró rostro en tierra a sus pies, dándole gracias”.
La clave la da el término “euchariston”, lo cual no debe ser interpretado como un acto de agradecimiento usual. El término “euchariston”, en las 37 veces que se usa en el Nuevo Testamento, está reservado única y exclusivamente al agradecimiento rendido a Dios. En otras palabras, el Samaritano (uno que era mestizo racial y teológicamente hablando) ofrece un tipo de agradecimiento reservado solo a Dios. Es de esta manera que podemos comprender la intención detrás de el acto de “postrarse el rostro en tierra”.
Por lo tanto, la acción de “euchariston” de este hombre doblemente desterrado, (por causa de la lepra y por causa de su etnia) es una declaración de deidad. Para el Samaritano, Jesús no es un profeta, no es maestro moralista, no es un ángel, sino Dios encarnado. Es por esto que Jesús responde: “Levántate, vete; tu fe te ha salvado”.
Ahora bien, hay tres principios que debemos atesorar de esta impactante historia:
1- El agradecimiento bíblico y genuino nos insta a reencontrarnos cara a cara con la fuente de nuestras bendiciones
La palabra nos recalca que toda buena dádiva en nuestra vida proviene de Dios (Santiago 1:17). Pero no es suficiente reconocer esta verdad. Los otros nueve leprosos que fueron sanados, sin lugar a dudas reconocieron que fue Jesús quien los sanó. Sin embargo, la diferencia entre estos y el Samaritano fue la insistencia del último de reencontrarse cara a cara con el Maestro. Una cosa es reconocer la fuente de nuestras bendiciones y otra cosa es permitir que esas bendiciones nos lleven a un nuevo nivel de intimidad con Cristo.
2 - Agradecimiento bíblico y genuino nos lleva a reconocer la deidad de Jesucristo
Una cosa es reconocer a Cristo como el hacedor de milagros, el que nos puede sacar de apuros. Otra cosa es reconocer que Cristo es Dios encarnado, el primogénito de la creación (Colosenses 1:15). El Samaritano no volvió a Jesús simplemente porque este estaba agradecido por haber sido sanado. El proceso de sanación permitió al Samaritano entender que Jesús es Dios, y por lo tanto es el centro de nuestra adoración. De la misma manera, nuestra visión de Dios no puede ser "utilitaria" o "antropocéntrica", donde Cristo se convierte en el “Patrono” de nuestro bienestar. Desde este punto de vista, nuestro agradecimiento no es más que una veneración de Cristo.
Para evitar esta tergiversación teológica de Jesús necesitamos entender que el agradecimiento a Dios nos lleva ineludiblemente a la adoración. Por ‘adoración’ nos referimos a la transformación del entendimiento producida por el Espíritu Santo, la cual nos lleva consecuentemente al cambio en nuestra manera de vivir (Romanos 12:2).
3 - Si el agradecimiento nos lleva a la adoración, ésta ineludiblemente nos lleva al servicio al prójimo
El agradecimiento genuino nos insta a encontrarnos cara a cara con Cristo. Por lo tanto, el toque transformador de su presencia restaura la esencia inicial por la cual fuimos creados (Efesios 2:10, 2 Corintios 5:17). Por consiguiente, el que está agradecido sirve al prójimo, pues reconoce lo inmerecido de la gracia redentora que le ha sido otorgada.
¡Ayúdanos, Jesús, a ser como este Samaritano!
Samuel L. Carballo - Esp. Ética Social - Boston (EEUU)
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