Si las disparidades en condiciones de vida no nos alarman ni causan revuelo en nuestro ser, entonces estamos perpetuando la idea de que el valor humano depende de los ingresos de cada individuo.
“Porque la raíz de todos los males es el amor al dinero.”
Ciertamente, 1 Timoteo 6:7-11 nos invita a reflexionar acerca de las diversas formas en las cuales el dinero tergiversa las prioridades en la vida. Una lectura profunda de este pasaje nos da a entender que, al igual que hoy, en el tiempo antiguo habían muchos que medían el valor humano de acuerdo con las riquezas y posesiones que uno pudiese acumular.
Es por esta razón que individuos se dieron a la tarea de hacerse ricos para ganar estima y prestigio. En el intento, estos perdieron su fe y acarrearon condenación. Pablo, el padre espiritual y mentor de Timoteo, le aconseja a su pupilo a no seguir los pasos de aquellos que pensaban de dicha manera.
Sin embargo es importante mencionar que este fenómeno del “amor al dinero” no solo afecta a los que se desviven por ser ricos. Esta ideología también nos lleva medir el valor humano en “dólares y en centavos”. Me explico.
Amamos al dinero en vez de a Dios cuando acatamos sin problemas las condiciones de vida que el orden económico de nuestro contexto impone sobre las personas de escasos recursos. No importa en que país vivamos, siempre sabemos distinguir zonas influyentes de las pobres.
En lugares donde viven las personas con recursos hay buenas escuelas, hospitales de calidad, viviendas adecuadas y baja contaminación ambiental. Sin embargo en las zonas pobres abundan la contaminación, la deserción escolar, la falta de servicios médicos y las viviendas inadecuadas. Si estas disparidades en condiciones de vida no nos alarman ni causan revuelo en nuestro ser, entonces estamos perpetuando la idea de que el valor humano depende del ingreso de cada individuo.
De esta forma estamos amando al dinero, porque le hemos permitido usurpar la dignidad humana otorgada por Dios a cada ser humano indistintamente de sus ganancias o nivel socioeconómico. Por lo tanto, “amar al dinero” no es solo estar infatuado con este; basta con permitirle al dinero que implante sus valores y su racional en la manera que percibimos la vida.
Muchos llegan a la conclusión de que lo que le pasa al pobre es la consecuencia ineludible para los de “la rueda de abajo”. Otros se dan a la tarea de argumentar que el pobre es “pobre porque quiere”. Sin embargo, esto es lo que dice Cristo de los pobres: “Bienaventurados vosotros los pobres, porque vuestro es el reino de Dios” (Lc 6:20).
Es aquí donde ocurre la colisión entre los puntos de vista económicos humanos y la economía del reino divino. Nosotros, los que hemos hecho de Cristo nuestra prioridad, sabemos que el valor de todo ser humano es incalculable, indistintamente de su cuenta bancaria, localización geográfica, raza, genero o color de piel (Jn 3:16, 1 Jn. 2:2).
En la cruz, Cristo reveló con su muerte sacrificial el verdadero precio de cada una de nuestras vidas. Jesús pagó el mismo precio por todos y para todos (Heb 2:9, 1 Tim 2:3-6, 1 Tim 4:10, Tit 2:11). Es desde esta plataforma teológica que podemos entender las implicaciones del mensaje de Pablo a Timoteo: “Tú, en cambio, hombre de Dios, huye de todo eso, y esmérate en seguir la justicia, la piedad, la fe, el amor, la constancia y la humildad” (v.11).
Es importante notar que para Pablo no es suficiente “huir” de la idolatría al dinero. Para el apóstol también es necesario asumir una postura remedial en contra de las ideologías que buscan asignar una cifra monetaria a las vidas humanas. Es por esto que, a pesar de las disparidades económicas del mundo grecorromano, Pablo presenta “la justicia, la piedad, la fe, el amor, la constancia y la humildad” como antídoto a la visión corrupta del mundo hacia la vida humana.
Lamentablemente, en el mundo moderno los servicios indispensables para el desarrollo humano (educación, salud, vivienda, seguridad pública) se rigen por presupuestos gubernamentales. Esto significa que los que tiene mayores recursos pueden exigir y cabildear por mejores servicios. El llamado de Dios a través de Pablo a “esmerarnos en seguir la justicia” nos invita a retar la manera en la cual el “mundo” asigna valor a la vida humana.
Jesús respondió a la disparidad económica otorgándole el Reino de Dios a los de “la rueda de abajo”. El apóstol Pablo hizo lo propio exhortándonos a esmerarnos en la justicia. Por lo tanto, nuestro trabajo con las comunidades marginadas no debe consistir solo en “aliviar” el impacto negativo de las normas económicas de este mundo. Debemos luchar por hacer valer los valores del Reino a través de nuestra participación activa en todos los ámbitos de nuestra sociedad (Lc 6:20).
Si Cristo pagó el mismo precio por todos, nosotros estamos llamados a luchar por un futuro más equitativo para todo ser humano, especialmente para los pobres. En nuestro esfuerzo por mejores oportunidades de desarrollo para los “marginados” honramos el sacrificio ilimitado de Jesucristo por toda la humanidad.
Samuel L. Caraballo - Esp. Ética Social - Boston, Massachusetts
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