¿Tenemos seguridad en que de veras estamos andando por el camino de Jesús? A veces necesitamos volver a recordar que es lo que Dios pide realmente de nosotros.
¿Tenemos seguridad en que de veras estamos andando por el camino de Jesús? A veces necesitamos volver a recordar que es lo que Dios pide realmente de nosotros.
Al observar la historia de la humanidad resulta interesante que desde que se tienen registros, el hombre siempre ha querido buscar a Dios de una u otra forma. El hecho de que la inmensa mayoría de sociedades haya creado su propia religión tiene mucho que ver con el sello divino que todo ser humano guarda en lo profundo de su esencia. El plan de Dios siempre fue que los hombres cohabitásemos junto a él, en su creación; lamentablemente, como ya sabemos, decidimos escoger un camino lejano a su cercanía.
El mal corrompió la perfecta relación entre el hombre y su Creador. No obstante, jamás logró destruir nuestra necesidad relacional con su persona. Las consecuencias del evento de la caída son claramente notables hasta nuestro tiempo. ¡Qué drama vive el ser humano y todo cuanto le rodea desde entonces! El mal, lo peor que le ha traído al hombre ni siquiera ha sido la muerte física. Nuestra existencia, por pocos años que vivamos, ya sería la mejor de las dichas habiendo podido mantener aquella relación sublime entre Dios y el hombre.
La cantidad de religiones vacías que ha habido —y hay— en el mundo son fruto de la confusión que trajo el pecado al corazón la humanidad. Las sociedades creamos religiones y divinidades porque hemos sido diseñados para cohabitar con Dios; nos sentimos perdidos sin su presencia y tenemos que suplir de alguna manera esa necesidad. El Creador puso su imagen y semejanza en nuestros corazones; como dijera San Agustín de Hipona en una de sus confesiones, «nos hiciste para ti, e inquieto está nuestro corazón hasta que descanse en ti».
Al aproximarnos a las Escrituras encontramos muchos ejemplos en los que, por la confusión del pecado, el hombre adulteró la verdadera religión, aquella que no ha sido creada, sino transmitida por el mismo Dios.
Una buena historia, en este sentido, se halla en el libro profético de Miqueas. Su autor, con expresa autoridad divina, denunciaba a la élite religiosa del pueblo: en aquellos días gobernantes, sacerdotes y profetas. Cuando esta élite debía ser líder en amor, en compasión, en ejemplo… resultó ser líder en explotación del pueblo, líder en doble moral, líder en ambición y codicia.
¿Cómo era posible que, quienes debían ser el reflejo de Dios entre los hombres, hubieran caído en semejante muestra de hipocresía, adulterado la buena religión que les había sido entregada? ¿Cómo era posible que, esa misma élite religiosa de entre la sociedad, pretendiese engañar a Dios por medio de sacrificios y holocaustos? ¿Acaso creían que Dios los miraría con agrado mientras, por un lado, eran codiciosos y deshonestos, pero por el otro participaban enfáticamente en sus cúlticas y liturgias? Sin duda, Dios no puede ser burlado. Ante esta realidad, Miqueas levantó su grito al cielo y dijo:
«¿Cómo podré acercarme al Señor y postrarme ante el Dios Altísimo? ¿Podré presentarme con holocaustos o con becerros de un año? ¿Se complacerá el Señor con miles de carneros, o con diez mil arroyos de aceite? ¿Ofreceré a mi primogénito por mi delito, al fruto de mis entrañas por mi pecado? ¡Ya se te ha declarado lo que es bueno! Ya se te ha dicho lo que de ti espera el Señor: Practicar la justicia, amar la misericordia, y humillarte ante tu Dios.»
No seré yo quien hoy juzgue la realidad de nuestras iglesias en España. Cada uno júzguese a sí mismo; cada uno mire en su propio ojo y tome después las acciones que requiera con el mismo. Pero lo que sí podríamos plantearnos juntos —y sin caer en personalismos vanos y dañinos— es hasta qué punto no tiene algo que decirnos esta historia de Miqueas. ¿Estamos experimentando bien la verdadera religión cristiana? ¿Realmente la vida y obra de Jesús es el camino por el que decimos andar?
El contentamiento de Dios hacia nosotros —o el éxito de nuestro cristianismo— no reside en la belleza de nuestra cúltica o en la pomposidad de nuestra liturgia evangélica. Nada más lejos de la realidad. Los sacrificios y holocaustos de la élite religiosa contemporánea a Miqueas no contentaron al Señor; tampoco lo harán, por sí mismas, nuestras largas reuniones, con sus músicas, predicaciones y ofrendas.
Como dijera el Maestro: «Esto os era necesario hacer, sin dejar aquello». Nuestros cultos son buenos y está bien que los hagamos, pero la grandeza de nuestra fe debe residir en actitudes mucho más excelsas. Afortunadamente podemos mirar atrás en el tiempo y ver que a base de eventos y cultos no se ha transformado la sociedad. Tampoco las Escrituras muestran que por nuestras celebraciones conseguiremos lograr que el Reino de Dios se extienda en el mundo. De nuevo, la clave del éxito reside en otros quehaceres: «En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros». ¡Y qué amor los unos por los otros cuando somos capaces de vivir aquello que decía el profeta Miqueas… cuando rezumamos la esencia de la justicia, del amor por la misericordia y de la humildad ante nuestro Dios!
Cuando nuestra fe y vida de iglesia se ve envuelta en pleitos, amarguras, divisiones y pretensiones propias, estamos pervirtiendo la esencia de la cristiandad, manipulándola para crearnos nuestra propia religión; una más de tantas que ya han llenado el mundo, pero jamás han logrado cambiarlo. Bueno sería grabarse con permanencia que, para lograr vivir en plenitud, para vivir la verdadera religión, para dar estabilidad a nuestras familias, para hacer crecer nuestra iglesia, para poder transformar el mundo, no hay otro camino que la práctica de una vida con justicia; no hay otro camino que la práctica de un amor misericordioso —aun por quien no lo merece, por eso es misericordioso—; no hay otro camino que la práctica de la humildad.
Si este fue el camino del Maestro, jamás pretendamos tomarnos un atajo. Debemos estar seguros de que Dios desea un cambio para nuestro país; Dios desea sorprendernos con sus planes. Pero antes es necesario que los que hemos sido llamados a luz estemos dispuestos a resplandecer; que los que hemos sido llamados a ser sal estemos dispuestos a salar; que los que pretendemos vivir la fe, vivamos también la verdadera religión.
Manel Tomás Aguilera – Estudiante de Teología – Córdoba, España
1 Agustín De Hipona, Confesiones (Buenos Aires: Ediciones Colihue, 2006), I, 1, 1.
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