Solo así entendemos como esos discípulos que estaban atemorizados cobraron fuerza, vigor y esperanza, porque comprendieron que la palabra era verdadera, que su resurrección era más que necesaria: era la esperanza frente a la vida y a la muerte.
“El primer día de la semana, María Magdalena fue de mañana siendo aún oscuro, al sepulcro; y vio la piedra quitada del sepulcro. Entonces corrió y fue a Simón Pedro y al otro discípulo, aquel al que amaba Jesús, y le dijo: Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto…” (Juan 20:1-2)
Jesús es nuestra esperanza… Pero ¿qué pasa con aquel que prometió ser la vida frente a la muerte, y que inesperadamente muere? ¿Quién esperaba que Jesús iba a resucitar a la luz de este pasaje?
¡Nadie! Pese a que Jesús había anunciado muchas veces que tenía que padecer y luego resucitar, sus seguidores no le entendieron o no le creyeron.
Al momento de la muerte de Jesús todos aquellos que le seguían estaban consternados, abatidos, temerosos, decepcionados. Ahora lo que quedaba de Jesús era el sueño fallido, el proyecto inconcluso y un cuerpo inerte por enterrar, pensaron ellos.
El sentimiento que enfrentaron sus seguidores es el mismo con el que lidiamos en más de una ocasión en aquellos difíciles momentos de nuestras vidas. Por ejemplo, aquel sueño por el que tanto trabajamos de un pronto a otro se desvanece. Nos sentimos abatidos, desanimados, y lo que nos queda es ¡un cadáver por enterrar!
El pronóstico de cáncer en una fría sala de un hospital en labios de un doctor que dice secamente, sin inmutarse: “¡Para lo que usted tiene no hay remedio!”, o “Lo mejor es que se vaya despidiendo de su hijo porque no le queda mucho tiempo”.
María Magdalena es también el reflejo de la consternación, el abatimiento y la desesperanza que invadía a todos los seguidores, quienes hacía pocos días compartían con Jesús estando vivo, más hoy es solo un recuerdo.
Ese domingo en la madrugada María Magdalena se preparaba para el encuentro con un cadáver. Ella tampoco albergaba esperanza, sino que fue al sepulcro a preparar el cuerpo, así como cuando le lavó los pies, solo que esta vez iba a darle el último adiós.
¿Qué podría ofrecer Jesús en ese momento, allí en el sepulcro?
No obstante, lo que hizo María Magdalena por Jesús es digno de admirar. Ella actuó no movida por la fe, la fe vendría después: era el deber movido por el amor lo que le animó a levantarse ese domingo de madrugada para visitar el sepulcro.
María jamás pensó que estaba frente a la vida: “Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas? Ella, pensando que era el hortelano…” (Juan 20:15).
Muchas veces nos pasa como a María, estamos tan consternados llorando por nuestros problemas, sumergidos en nuestro dolor, y nos cuesta reconocer que Jesús está allí más cerca de nosotros de lo que pensamos o creemos: “El Señor está cerca de los que lo invocan, de los que lo invocan con sinceridad” (Salmo 145: 18).
La fe movida por el amor es la demanda que nos hace Dios como requisito para conocerle: “Si decimos que amamos a Dios, y al mismo tiempo nos odiamos unos a otros, somos unos mentirosos. Porque si no amamos al hermano, a quien podemos ver, mucho menos podemos amar a Dios, a quien no podemos ver” (1 Juan 4:20).
Aún la fe cristiana necesita ser cuestionada y racionalizada: “Creemos para entender, le seguimos para entender”, dice Jon Sobrino. Por ello, creer en la resurrección es más que creer en un hecho histórico, es también un camino de fe y esperanza.
Lo cierto es que desde una perspectiva cristiana, la resurrección de Jesús es pilar, lo entendamos o no, porque si Jesús no resucitó, significa que él no tiene el poder para vencer la muerte y la muerte lo venció a él. Por tanto, ¿qué esperanza tendríamos en creer que hay una esperanza más allá de esta vida o aún en esta vida si él no resucitó?
Si Jesús no resucitó, la Biblia -tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento- es inverosímil, porque ella da fe de la resurrección. Además implicaría que Dios es mentiroso, porque Jesús dijo: “Dios no es Dios de muertos sino de vivos”. Tampoco Jesús podría proclamarse el alfa y la omega. Y si Cristo no resucitó vano es nuestro mensaje, vana es también nuestra fe (1. Co. 15: 14-18).
Entonces sí tiene sentido la resurrección…
Porque no fue la tumba vacía lo que engendró la fe en Jesús, ni a María Magdalena, ni a Pedro o cualquiera otra persona que se haya asomado al sepulcro vacío. La fe se produjo cuando María se encontró cara a cara con el Jesús resucitado. Cuando cada uno se encontró con Él.
Solo así entendemos como esos discípulos que estaban atemorizados cobraron fuerza, vigor y esperanza, porque comprendieron que la palabra era verdadera, que su resurrección era más que necesaria: era la esperanza frente a la vida y a la muerte.
Alexander Cabezas Mora - Pastor y Teólogo - Costa Rica
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