Dios ha diseñado intencionalmente un mensaje de salvación extremadamente insólito, para reservarse un reconocimiento exclusivo en los resultados.
La «contextualización» se ha convertido en una palabra de moda en el mundo evangélico y en un término clave en la conversación misiológica contemporánea. En la evangelización, «contextualizar» puede definirse como adaptar la presentación del evangelio a un contexto sociológico determinado, con el fin de que el mensaje se entienda mejor, esperando que haya una mayor aceptación. La contextualización es importante, necesaria y no en vano el apóstol Pablo nos dio buen ejemplo al contextualizar su discurso en el Areópago ateniense considerando algunas particularidades locales de su audiencia: «porque pasando y mirando vuestros santuarios, hallé también un altar en el cual estaba esta inscripción: AL DIOS NO CONOCIDO» (Hch. 17:23). Pablo tomó sabiamente a sus oyentes como punto de partida para construir su argumento. Por tanto, la contextualización tiene respaldo bíblico y este artículo no argumenta en contra de su valor. No obstante, quisiera compartir tres reflexiones que nos pueden ayudar a colocar la contextualización en el contexto de algunos fundamentos bíblicos eternos, que trascienden a todas las culturas, con el fin de no cometer excesos ni terminar convirtiendo «la forma» en «el mensaje» (un desequilibrio que siempre está al acecho):
1.- La incredulidad no es un asunto fundamentalmente intelectual, sino moral
La resistencia del hombre ante Dios no es primordialmente un asunto del cerebro, sino del corazón. Aunque evidentemente el ser humano necesita entender —y los cristianos deben hacerse entendibles—, el meollo es que las personas no terminan rechazando a Dios por incomprensión, sino por rebeldía voluntaria. Jesús, un más que excelente conocedor de la cultura hebrea, fue de hecho muy bien entendido por parte de algunos judíos, algo que paradójicamente les llevó a querer matarle. El gran problema de estos hombres no fue de la mente, sino de la voluntad: «y no queréis venir a mí para que tengáis vida» (Jn. 5:40). La contextualización es buena y hasta cierto punto siempre necesaria (hablar en un idioma ya es una medida de contextualización) pero —por su propia naturaleza— es una categoría sujeta a una gran limitación: por sí misma es incapaz de romper la dureza del corazón humano. Es un recurso que facilita la comprensión, pero no es la clave decisiva de la conversión.
2.- La conciencia no entiende de culturas ni de estilos
En el fondo, no predicamos ni a españoles ni a chinos, ni a hípsters ni a octogenarias, sino a personas creadas a la imagen de Dios, que tienen la ley moral grabada en sus conciencias. Sí, debemos esforzarnos para que todos nos entiendan (un lenguaje de subcultura evangélica supondrá una barrera en una mayoría de casos) pero, si somos honestos, no todos podemos aspirar a ser comunicadores camaleónicos o expertos exegetas culturales para lograr conectar con la gran variedad de subculturas y tendencias que nos rodean. En el contexto de una reunión pública de iglesia, por ejemplo, lo que puede parecer cool a unos, puede resultar irreverente para otros, y lo que puede sonar esclarecedor para estos podría parecer irrelevante para aquellos. Ante este reto, sería recomendable priorizar el impacto sobre una característica común de todos los seres humanos —la conciencia— antes que languidecer buscando una impecable sintonía de estilo. A fin de cuentas, «la ley ha sido nuestro ayo, para llevarnos a Cristo» (Gá. 3:24), no tanto la cultura.
3.- El poder del evangelio reside precisamente en su rareza
No nos engañemos, el mensaje de la cruz seguirá sonando raro al mundo, aun cuando consiguiéramos la más perfecta de las contextualizaciones. Si una muy buena contextualización fuese el secreto definitivo del éxito, los estrategas se llevarían la gloria. No es el caso. Dios ha diseñado intencionalmente un mensaje de salvación extremadamente insólito, para reservarse un reconocimiento exclusivo en los resultados. Podemos intentar ser intelectuales ante los intelectuales, o simples ante los simples pero, inevitablemente, esa sintonía de formas se verá desafiada cuando la Palabra de la cruz salte a escena. Como dijo Albert Mohler: «El evangelio es extraño para todas las culturas»[i]. 1 Corintios 1:21 dice que «agradó a Dios salvar a los creyentes por la locura de la predicación». El evangelio, por muy contextualizado que sea —no habiéndose comprometido su contenido—, seguirá siendo tropezadero para algunos y locura para otros. Es por esto que la contextualización no debe ser desmerecida, pero tampoco entronizada. David Helm afirma: «La contextualización es una buena pareja de baile, pero nunca deberíamos permitirle llevar la iniciativa»[ii]. Es decir, la contextualización es buena sierva, pero puede ser muy mala ama. Pablo podría haber moldeado su discurso a los intereses de los judíos y los griegos —unos pedían señales y los otros sabiduría—, se lo pusieron en bandeja para ser relevante, pero el apóstol se decantó por la locura de Cristo crucificado, algo más bien inusitado pero, al fin y al cabo, lo único que es poder y sabiduría de Dios.
Una última palabra para los predicadores
¿Por qué seremos recordados? Sería triste que pasáramos a la historia de nuestra iglesia por ser los comunicadores más antipáticos, aburridos y difíciles de entender, pero también sería trágico que simplemente fuésemos recordados por nuestro carisma, nuestro depurado estilo, o nuestra ingeniosa forma de conectar con la gente. Mejor que nos recuerden como buenos exegetas de la Palabra que de las subculturas.
Conclusión
La contextualización es importante, y a cierto nivel indispensable, pero no deja de ser un medio que debe ser regulado por las verdades eternas de Dios. En nuestro afán de conectar con la gente no es difícil que la contextualización se convierta en una obsesión —llegando a comprometer el evangelio en no pocos casos, especialmente su elemento ofensivo—, por lo que necesitamos que las verdades universales e intemporales de la Biblia den equilibrio al barco de nuestra evangelización. Transmitamos de la forma más entendible posible la ley de Dios y a Cristo crucificado. Solo esto quebrantará la conciencia y la resistencia moral del hombre, cualquiera que sea su lengua, raza o nación.
Patricio Ledesma Figueroa – Pastor – Palma de Mallorca (España)
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