La situación política del mundo en que vivimos es todo menos tranquilizadora.
La situación política del mundo en que vivimos es todo menos tranquilizadora. Las elecciones en Alemania han arrojado unos resultados muy parecidos a los de España: sin mayorías absolutas y unos partidos tan diferentes unos de otros en sus ideas e intereses, que están abocando al país a nuevas elecciones.
En Francia, donde parecía haber algo de estabilidad tras la victoria de Macron, las calles se han agitado a causa de la reforma laboral que este propugna, y en los EEUU la mitad de la sociedad sigue cuestionando a Donald Trump tanto por su personalidad como por sus políticas de inmigración y proteccionistas, creándose una brecha casi desconocida desde la guerra de Vietnam. Mientras tanto, la falta de respeto por el imperio de la ley en países como Venezuela o España dificulta aún más la solución de problemas como la dictadura de Nicolás Maduro o el independentismo catalán.
Kim Jong-un, por su parte, sigue jugando con sus misiles nucleares como un niño consentido e inconsciente. La guerra en el Yemen se ha agravado y siete millones de personas corren allí el riesgo de morir de hambre. Y el Daesh, aunque derrotado en la guerra convencional, se atomiza y dispersa cada vez más por todo el mundo haciéndose, si cabe, más letal, debido a su imprevisibilidad y el uso de todo tipo de medios.
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Por otro lado, ¿qué decir de los recientes terremotos del sur de Irak, de México y otros lugares o de los huracanes del Caribe y el Sur de Estados Unidos? Pareciera que la tierra ya no aguanta más (o que Dios se haya cansado de esperar[i]).
Pero, al parecer, lo vamos a resolver todo solos ─porque Dios ya no figura en el cuadro─: por nuestros propios medios, con nuestra gran inteligencia, nuestros avances científicos y nuestra innata bondad, solo obstaculizada por una cosmovisión judeo-cristiana (bíblica) represora de la libertad. Con buena voluntad conseguiremos preservar el medio ambiente y la paz en el mundo, y alcanzaremos la concordia entre todos los seres humanos. ¡Más tarde o más temprano construiremos, unidos, una hermosa torre de Babel!
¡Ay! Si Dios no se hubiera interpuesto en sus planes entonces, qué maravilloso mundo habrían alumbrado nuestros antepasados… Pero se interpuso. No les permitió llegar al cielo[ii]. ¡El mismo aguafiestas de siempre! No dejando nunca al hombre hacer lo que quiere ni ser independiente. Siempre tratando de controlarlo todo con su megalomanía y sus leyes morales atávicas y represoras.
¡Afortunadamente ya casi nadie cree ─o piensa─ en Él! Salvo algunos grupúsculos reaccionarios con una influencia meramente testimonial, que pronto se extinguirán por completo o quedarán relegados a una pieza de museo o una rareza al estilo del “salvaje” de Huxley: totalmente desplazados y convertidos en objeto de curiosidad para una sociedad humana que ha alcanzado la madurez, el clímax del progreso, y que es dueña de su propio destino y todo lo determina mediante leyes ideadas por ella misma (al menos es lo que cree) y totalmente opuestas a lo que antes se consideraba “natural” y a esas ideas anticuadas sobre un Dios que creó el mundo y un Jesucristo que murió en una cruz para salvarnos.
¿Salvarnos de qué? ¿Acaso no hemos logrado el summum de la libertad, la igualdad, la fraternidad… o vamos camino de hacerlo? Los avances de la investigación farmacéutica, biotecnológica y médica, por otra parte, hacen que algunos “científicos” anuncien ya por televisión que dentro de veinte años habremos alcanzado la inmortalidad. ¿Puede haber mayor logro que este (o mayor grado de estupidez)?
¡Como si la vida eterna consistiera solo en alargar la vida ad infinitum! ¡Como si Dios no le hubiera vedado al hombre caído el acceso al árbol de la vida, “no sea que coma y viva para siempre”[iii] en su patético estado! ¡Como si esa vida no tuviera nada que ver con el arrepentimiento, la fe en Jesucristo o el reino de Dios!
¡Es el hombre mismo quien va a proporcionarnos la vida eterna! Y, si esto es así, ¿cómo no va a evitar también la destrucción del planeta por la guerra atómica, la contaminación o el cambio climático, y nos va a hacer vivir en paz y armonía unos con otros sin necesidad de la intervención de Dios? ¿Acaso no ha demostrado ya la ciencia que no fue Él quien creó el universo, o que, a pesar de la belleza, la armonía y la coherencia de este, no es más que el producto de la casualidad o de alguna fuerza ciega?
El hombre de hoy, olvidándose de que fue Dios quien lo hizo a su imagen y semejanza, y le concedió la inteligencia que tiene, y que le ha permitido alcanzar tan altas cotas de conocimiento y desarrollo[iv] ─aunque ciertamente no espiritual ni moral─ es como Nabucodonosor, quien al contemplar la Babilonia que había construido, dijo: “¿No es ésta la gran Babilonia que yo edifiqué para casa real con la fuerza de mi poder, y para gloria de mi majestad?”. Solo que Nabucodonosor, cuando Dios acabó con su locura mostrándole que no era nada, se arrepintió y dijo: “Ahora yo Nabucodonosor alabo, engrandezco y glorifico al Rey del cielo, porque todas sus obras son verdaderas, y sus caminos justos; y él puede humillar a los que andan con soberbia”[v]. Pero no parece que esto entre en los planes de esta generación. Así que, sin el reconocimiento de nuestros pecados y la reconciliación con Dios por medio de Jesucristo, lo único que nos queda es un mundo en descomposición que acabará mal[vi].
“Ahora, pues, oh reyes, sed prudentes; admitid amonestación, jueces de la tierra. Servid al Señor con temor y alegraos con temblor. Honrad al Hijo, para que no se enoje, y perezcáis en el camino; pues se inflama de pronto su ira. Bienaventurados todos los que en él confían (Sal. 2:10-12).
Juan Sánchez Araujo – Pastor jubilado – Sevilla (España)
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