Se detuvo, miró al cielo, aspiró con fuerza el aire fresco y se preguntó cuántas veces, aun sabiendo que tenía que mirar a Jesús para no perder el norte en su vida, había mirado a otros lados.
Como tantas otras veces, salió de la terminal y se dirigió al aparcamiento del aeropuerto a recoger su coche. Sabía que en media hora estaría en su casa. ¡Por fin!
Le gustaba conducir por la autovía el sábado por la noche. No había esos atascos que se vivían en las horas punta, o en las de ir a la playa, o en otros momentos en los que no era capaz de encontrar una razón para que hubiera que circular en caravana.
El vuelo había sido plácido, sin aquellas turbulencias que, francamente, no le gustaban nada.
Divisó luces intermitentes y, cuando se fue acercando, se dio cuenta de que estaban haciendo obras justo allí donde hubiera tenido que tomar el desvío hacia su ciudad. Nada de estar en casa en media hora. Habría que dar un buen rodeo y, encima, empezaba a lloviznar, ¡con lo poco que le gustaba!
Y en cinco minutos la llovizna pasó a ser un auténtico diluvio. Se veía muy poco y cada coche que pasaba levantaba más agua que el anterior. La luz de la gasolinera le invitó a detenerse, pero no a esperar a que aflojase el temporal, que hubiese sido lo más prudente en ese momento, sino a rebuscar en el fondo de su guantera aquel GPS que usaba tan poco y ya iba quedando un tanto trasnochado, porque su teléfono, con sus tres aplicaciones para ayudar en la movilidad, se había quedado sin batería antes de salir del aeropuerto, justo cuando avisó a su familia de que ya había aterrizado.
Con su viejo GPS ya conectado y aquella voz que tan amablemente le decía que debía girar a la izquierda en 200 metros, o que debía tomar la salida más adelante, volvió a la carretera. Seguía lloviendo a mares, pero aquel aparatito que le indicaba el camino haciendo esa especie de itinerarios mágicos que le trasladaban de una carretera a otra hasta acercarle a su casa y además le hablaba, le infundió algo de sosiego.
Al cabo de un rato, que se le hizo eterno, parecía que se alejaba del núcleo tempestuoso porque ya podía ver por donde circulaba e, incluso, podía disfrutar del acto de conducir.
Y entonces le vino a la mente una tempestad que había ocurrido hacía siglos en el mar de Galilea, cuando unos hombres bregados en mil y un temporales que estaban en una barca que era azotada por el viento, la lluvia y los golpes de mar, tuvieron miedo. Y ese miedo se acrecentó cuando les pareció ver que una figura se acercaba ¡andando sobre el agua! Y en esa madrugada en la que creyeron ver un fantasma, a ellos se les heló la sangre (el resto del cuerpo lo tenían frío y mojado hacía mucho rato). Pero la voz cálida con que les habló no era la de un fantasma sino la de un amigo, el Amigo. Y entonces Pedro, el más lanzado de aquellos hombres, le dijo: Señor, si eres tú, mándame que vaya a ti sobre las aguas. Y cuando Jesús le dijo ‘Ven’ no se lo pensó más y allá que fue. Y debió empezar a pensar: ¿Pero qué hago yo aquí? ¡Madre mía como está la mar! Y se le olvidó que lo único que tenía que hacer para mantenerse a flote era seguir mirando al Maestro, y empezó a hundirse. Y gritó: ¡Señor, sálvame! Y Jesús alargó su mano, le sujetó, y le hizo una pregunta: ¿Por qué dudaste?
Mientras recordaba la historia y seguía las instrucciones del GPS conduciendo con cuidado porque los drenajes de la carretera no daban abasto con toda el agua que había caído, llegó a su casa y aparcó. Pero antes de entrar se detuvo, miró al cielo y aspiró con fuerza el aire fresco y húmedo. Y se preguntó cuántas veces, aun sabiendo que tenía que mirar a Jesús para no perder el norte en su vida, había mirado a otros lados. Y, dando gracias por el viejo GPS tranquilizador que le guiaba por la carretera y el antiguo libro conocido como Biblia lleno de verdades actuales que le guiaba por la vida, entró en su casa.
‘Cuando ellos subieron a la barca, el viento se calmó. Entonces los que estaban en la barca le adoraron, diciendo: En verdad eres Hijo de Dios.’
Sara Jordà Sánchez – Pedagoga – Barcelona (España)
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