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Yo he rogado por ti, que tu fe no falte 
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Sucedió una noche

Muchas veces nuestra valentía no es suficiente para hacer lo correcto, muchas situaciones nos superan y la única forma de enfrentarlas es con la ayuda del Señor.

MARCELO RIQUELME MÁRQUEZ Chile 17 DE AGOSTO DE 2017 18:47 h

La noche previa a que Jesús fuera arrestado, se celebraba la pascua, fiesta que recordaba la muerte de los primogénitos, cuando el pueblo de Israel salió de Egipto. Esa noche, Jesús se reunió con sus discípulos a cenar, la que sería conocida por toda la cristiandad como la “Última Cena” o la “Santa Cena”.



Pasaron muchas cosas en esa cena. Jesús entregó sus últimas enseñanzas; anunció su muerte utilizando como símbolos el pan y el vino; lavó los pies a sus discípulos, incluido Judas, quien algunas horas más tarde traicionaría al Maestro. También advirtió a sus discípulos que serían dispersados, que la adversidad que enfrentarían sería grande, y a Pedro le anunció que sería “zarandeado”, es decir, enfrentaría una gran prueba que haría tambalear su vida, pero que Jesús mismo ya había rogado por él, para que su fe no se extinguiera. Pedro, un hombre enérgico, decidido, le responde: “Señor, dispuesto estoy a ir contigo no solo a la cárcel, sino también a la muerte”. Había sinceridad y mucha seguridad en sus palabras.



Jesús, entonces, le anuncia: “Pedro, te digo que el gallo no cantará hoy antes que tu niegues tres veces que me conoces”. Era un anticipo de lo que iba a suceder. Pedro en su seguridad humana, no estaba dispuesto a fallarle, pero él no sabía qué tipo de dificultad enfrentaría, y confiaba en sí mismo.



Unas horas después Jesús fue arrestado. Una multitud con palos y espadas sale a su encuentro, y en primera fila va uno de sus discípulos, Judas Iscariote, que con un beso le entregó. Pedro enérgicamente defendió al Señor, tomó una espada y le cortó la oreja derecha al siervo del sumo sacerdote, pero Jesús le reprendió, pues para esa hora había llegado, nadie le quitaba la vida, Él la entregaba por amor a todos los hombres. Jesús recogió la oreja de Malco y la puso en su lugar, lo sanó.



Lo que sucedió después Pedro no lo vio venir, aunque Jesús le anunció que sucedería, y nada pudo hacer para cambiar ese momento.



Pedro niega al Señor



Pedro y Juan siguieron a la turba que llevaba al Señor a la casa del sumo sacerdote y, aprovechando que Juan era conocido en ese lugar, pudieron entrar al patio de la casa donde estaban interrogando a Jesús.



La situación era muy compleja. Por un lado fueron lo suficientemente valientes como para arriesgar su vida y seguir a la turba, pero a pesar de eso, nada podían hacer para ayudar a Jesús, simplemente observaron los hechos, con impotencia fueron testigos de la violencia y la injusticia con la que trataron al Señor.



Muchas veces nuestra valentía no es suficiente para hacer lo correcto, muchas situaciones nos superan y la única forma de enfrentarlas es con la ayuda del Señor. Pedro era valiente, decidido, no dudó en seguir a la multitud. Pero cuando estaba ahí se dio cuenta que la situación era tan adversa que su vida corría peligro, y no recordó las advertencias del Señor, cuando le anunció que lo iba a negar. Y simplemente intentó acomodarse a los hechos, para salvar la vida.



La multitud que con palos y piedras acompañó a los principales sacerdotes a arrestar a Jesús se instaló en el patio de la casa del sumo sacerdote para esperar lo que sucedería, y encendieron una fogata. Pedro se sentó con ellos, con los mismos que arrestaron a Jesús, escuchó lo que hablaban y, aunque su intención era distinta, porque realmente amaba al Maestro, en ese momento fue contado con ellos, se mimetizó para pasar desapercibido mientras esperaba.



Luego de un rato, una criada que era la portera de la casa del sumo sacerdote lo reconoció, y le dijo: “¿No eres tú también de los discípulos de este hombre?” (Juan 18:17). Pedro inmediatamente lo negó y le dijo “No lo conozco” (Lucas 22:57). Fue la primera negación. Este era el mismo Pedro que cuando la gente dudaba y no se atrevían a confesarlo a pesar de los milagros, decididamente declaró: “Tu eres el Cristo” (Mateo 16:16). Ahora por acomodarse a la situación, y aunque no había dejado de amarlo, le dio vuelta la cara y lo desconoció.



Pasado un rato, la misma criada (Marcos 14:69) lo ve nuevamente cuando “estaba en pie calentándose” (Juan 18:25) e insistiendo le dice “Tú también eres de ellos” (Lucas 22:58), refiriéndose a los seguidores de Jesús. Entonces “Pedro le negó otra vez con juramento: No conozco al hombre” (Mateo 26:72).



¿Qué pasó? ¿Dónde quedó el enérgico Pedro dispuesto a acompañar hasta la misma muerte a su maestro? Una hora después lo reconocen por tercera vez. Era “uno de los siervos del sumo sacerdote, pariente de aquel a quien Pedro había cortado la oreja y le dijo: ¿No te vi yo en el huerto con Él?” (Juan 18:26). Pedro no pasaba desapercibido, su forma de hablar le descubría (Mateo 26:73), era uno de los discípulos, pero por tercera vez negó al Señor, y “comenzó a maldecir y a jurar: no conozco a ese hombre” (Mateo 26: 74). Y entonces por segunda vez, cantó el gallo.



En esta tercera oportunidad no solo lo negó, sino que además maldijo y juró que no lo conocía, no quería que lo reconocieran como un discípulo, y fue capaz de renegar de Jesús, aunque estaba allí esa noche porque quería ayudar a Jesús. Es un contrasentido, porque Pedro no era un incrédulo. Fue testigo de muchos milagros, estaba con el Maestro día y noche, escuchó sus enseñanzas, pero no tomó enserio cuando Jesús le anunció que lo negaría: pensó que no iba a suceder, que su valentía y decisión no permitirían que eso ocurriera, menospreció las circunstancias, no escuchó la advertencia. “Satanás os ha pedido para zarandearos como a trigo” (Lucas 22:31), y se paró al lado de las mismas personas que arrestaron a Jesús.



Al momento que cantó el gallo por segunda vez, Lucas dice: “Entonces, vuelto el Señor, miró a Pedro”. Cuando le negó por tercera vez, Jesús miró a Pedro desde la distancia, lo traspasó, en un segundo. Pedro recordó la advertencia y la razón por la que estaba en el patio del sumo sacerdote aquella madrugada, y saliendo lloró amargamente.



 



Entonces, nos preguntamos:




  • ¿Este era el mismo Pedro que se maravilló cuando Jesús multiplicó su pesca milagrosamente?

  • ¿Este era el mismo Pedro que dejó sus redes, y todo para seguir a Jesús?

  • ¿Este es el mismo Pedro que le dijo a Jesús: “Tu eres el Cristo” cuando la gente no entendía quién era realmente?

  • ¿Este es el mismo Pedro que vio a Jesús transfigurado y que incluso estaba dispuesto a construir una enramada para quedarse ahí?




  • ¿Este es el mismo Pedro que le dijo a Jesús que estaba dispuesto a acompañarlo no solo hasta la cárcel, sino que también a la misma muerte?



Y la respuesta es: “Sí, era el mismo Pedro”, no cabe duda, aunque lo que hizo esa madrugada no tenía ninguna relación con lo que pensaba y sentía sobre el Señor. Las circunstancias lo llevaron a la más triste negación de su Maestro. Por eso lloró amargamente su traición, y aún en ese momento recordó el resto del anuncio de Jesús: “Yo he rogado por ti, que tu fe no falte” (Lucas 22:32)



 



Sentado al orilla del fuego de los enemigos de la cruz



En nuestros días, como cristianos luchamos con las caricaturas que la sociedad hace de nosotros, muchas veces por culpa de tergiversación que nosotros mismos hacemos del evangelio, transformándolo en una mezcla confusa, dando más importancia a las formas que al fondo. Y por querer guardar distancia de esas caricaturas y evitar las burlas, intentando racionalizar la fe, caemos en el extremo de eliminar toda diferencia que existe entre el creyente y el mundo. Nos acomodamos para no parecer “raros”, y no porque no amemos al Señor, sino para que el mundo nos acepte y podamos sentarnos juntos al calor del fuego de sus ideales. Pero las circunstancias son adversas, y en nuestro afán de “racionalidad” perdemos el norte y negamos al Señor con nuestro silencio, con la risa cómplice ante sus maldades, y no nos damos cuenta.



Mi fe debe ser llevada a la realidad, más allá de los límites de la iglesia. No puedo ser cristiano solo cuando estoy en el culto y decir: “solo estando ahí me siento a mis anchas, solo entre las bancas de la iglesia me siento uno de los fieles, y quisiera que el culto nunca termine, para no tener que enfrentarme de nuevo a ese mundo hostil, que me tuerce y me presiona”. Debemos llevar nuestra fe más allá de los límites de la iglesia. Mi fe me debe acompañar al colegio, al liceo, cuando ando por la calle, aun en medio de mis amigos, en todas partes debo vivir mi fe, entendiendo que hay alguien que desea “zarandearme”. Y que hará todo lo posible para que yo retroceda, para que me deslice, y pondrá en mi camino supuestos amigos que torcerán mi vida, situaciones de presión tal para que me ahogue y niegue al Señor.



No basta con mi fuerza de voluntad, no es suficiente mi obediencia y fidelidad, necesito, frente a los ataques del enemigo, una ayuda extra que no está en mí, que viene del cielo. Necesito, cuando mi fe decae, cuando me doy cuenta que estoy siendo presionado, cuando mi fe amenaza extinguirse, necesito levantar mis manos a Dios y clamar por ayuda. Porque sin el auxilio del Señor no puedo superar la presión del enemigo.



¿Cuántas veces me he sentido como Pedro? Y lloro amargamente porque mis acciones negaron al Señor y sufro por mi infidelidad. Pero ya es tarde y tengo que enfrentar las burlas, el menosprecio, porque fallé, porque fui derrotado y ahora no puedo levantarme, y estoy aún en el rincón de mi soledad, llorando mi pecado y no puedo ir a Cristo porque me siento avergonzado y un traidor.



Entonces, en ese momento, Dios me mira, desde su santo trono, y su mirada traspasa el alma y me dice: “Yo he rogado por ti, que tu fe no falte” (Lucas 22:32)



 



Marcelo Riquelme Márquez – Pastor y profesor – Paillaco (Chile)


 

 


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COMENTARIOS

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Respondiendo a

charly
18/08/2017
01:11 h
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Para que no falte la fe lo primero que debemos pedir a nuestro Padre todos los días es precisamente eso, fe, porque si nos alejamos un poco lo que faltara será mucho de fe.
 



 
 
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