No me gustan los que separan la verdad de la caridad. No me gustan los que quieren que les acompañes en su cruzada por defender la verdad machacando sin contemplaciones al oponente. Que no cuenten conmigo para eso.
Hace algún tiempo, en una entrevista para Protestante Digital, y en el contexto del problema catalán, César Vidal advertía del peligro de confundir o mezclar las personas con sus ideas. No recuerdo la aplicación que dio a dicho principio, pero me pareció de gran relevancia en cuanto a las relaciones humanas en general, y a las cristianas en particular.
Es una gran verdad la que expresa Proverbios 23:7: «Pues como piensa dentro de sí, así es». Nuestros pensamientos e ideas no solo reflejan lo que somos, sino que también explican lo que hacemos y por qué lo hacemos, lo cual, nuevamente, expresa lo que somos. De ahí la importancia que la Biblia le da a las ideas y a los pensamientos y, especialmente, al corazón, «porque del corazón provienen malos pensamientos, homicidios, adulterios, fornicaciones, robos, falsos testimonios y calumnias» (Mt. 15:19). De ahí que Proverbios nos dé este sabio consejo: «Con toda diligencia guarda tu corazón, porque de él brotan los manantiales de la vida» (4:23). Y, en la misma línea, el gran apóstol Pablo exhorta a sus lectores: «Si hay virtud alguna, si algo digno de alabanza, en esto pensad» (Fil. 4:8).
Sin embargo, y a pesar de la enorme y decisiva importancia e influencia que las ideas tienen en las personas, sería un grave error mezclar ambas hasta el punto de no distinguir ni discriminar entre ellas. Remedando a Ortega y Gasset, podríamos decir que «yo soy yo y mis ideas», pero ni el ser humano es un conjunto de ideas, ni una serie de ideas constituyen un ser humano. Un ser depravado puede tener ideas geniales, y una buena persona puede pensar tonterías.
Esta distinción es normal hacerla en el terreno secular. Por ejemplo, hay gente que no tiene inconveniente en jalear y aplaudir a una famosa cantante corrupta o disfrutar de un concierto de «Sus Satánicas Majestades». No solemos poner reparos al consumir tecnología, arte, música, etc., producidas por personas de baja catadura moral con las que ni siquiera trataríamos en nuestra vida cotidiana.
En el terreno espiritual, sin embargo, la distinción entre las personas y sus ideas no está a veces tan clara. Muchas veces (y lo sé por experiencia) rechazamos a hermanos en la fe porque no estamos de acuerdo con las ideas que expresan. No seguimos el sabio principio anglosajón de «estar de acuerdo en estar en desacuerdo». De esto se lamentaba el apóstol Pablo hace casi dos mil años, cuando preguntaba a sus lectores: «¿Me he hecho, pues, vuestro enemigo, por deciros la verdad?» (Gá. 4:16). Cuando el desacuerdo conduce a la enemistad, es evidente que estamos confundiendo las personas con sus ideas. «Amo a Platón —decía Aristóteles—, pero amo más la verdad». Su amor hacia la verdad no le llevaba a odiar a su maestro.
Nuestro gran Maestro, el Señor Jesucristo, tenía muy clara esta distinción. Cuando cierto joven rico, confrontado con la santa ley de Dios, se fue por los cerros de Úbeda diciendo: «Todo esto lo he guardado desde mi juventud», nos dice la Escritura que «Jesús, mirándolo, lo amó» (Mr. 10:20-21). Jesús estaba en total desacuerdo con las ideas del joven acerca de la ley, pero esto no fue óbice para que amara su persona. De igual manera, Dios odia el pecado pero ama al pecador.
Lo vemos ejemplificado en el caso de Jonás. Aquel estrafalario profeta no solo permitió que sus prejuicios nacionalistas (¡ay, los nacionalismos!) le impulsaran a desobedecer el mandato divino de predicar en Nínive, ¡sino que llegó a albergar el aberrante pensamiento de que era preferible que una ciudad entera fuera destruida a que se secara una calabacera! Nosotros habríamos expulsado de nuestras iglesias al profeta y enviado un informe desfavorable a cualquier misión que hubiera pedido referencias, pero el Señor no solo le dio una segunda oportunidad, sino que, según termina la historia, ¡parece que le habría dado una tercera!
Dice Matthew Henry en su comentario a Zacarías 3:4: «Josué se presentó a sí mismo ante el Señor con sus vestiduras viles, como un objeto de su piedad; y Cristo, misericordiosamente, lo miró con compasión, y no, como justamente podía haber hecho, con indignación. Cristo detestaba la vileza de las vestiduras de Josué, pero, aun así, no lo quitó a él, sino que quitó aquellas».
Termino citando al periodista Álex Navajas (y, por favor, distingamos también aquí entre la persona y sus ideas): «No me gustan los que se cuelgan la etiqueta de cristianos pero desprecian al borracho, a la fulana de la esquina, al marica y al yonqui tirado en un soportal. “Que no se hubiera metido en drogas”, es su explicación más acertada. Y se encogen de hombros. Lo que estén sufriendo o pasando esas personas les importa un pimiento. Interesarse por ellas sería sentimentalismo.
Ya que se dicen cristianos, el Evangelio tiene una palabra para estos defensores de la moralidad más rigorista: fariseos. “Atan cargas pesadas y difíciles de llevar y las ponen sobre los hombros de los hombres; pero ellos no están dispuestos a mover un solo dedo para ayudarles” (Mt. 23:4). “No me gustan los que separan la verdad de la caridad. No me gustan los que quieren que les acompañes en su cruzada por defender la verdad machacando sin contemplaciones al oponente. Que no cuenten conmigo para eso”.
Demetrio Cánovas Moreno - Editor jubilado - San Luis de Sabinillas (Málaga)- España
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