Ser cristiano no entra en la categoría de creencias respetables, ni modos de vida saludables o beneficiosos para nadie. Confesarse cristiano parece dar permiso inmediato a todos… a atacar sin tregua.
Chica conoce chico. Chica tiene una sonrisa encantadora, es alta, esbelta, tiene una voz preciosa, una conversación inteligente y perspicaz, estudia periodismo, está al tanto de lo que pasa en el mundo y tiene grandes planes para su vida. Chico no se puede creer que alguien así exista. Chico y chica hablan y hablan hasta que en un momento chico dice:
- Oye, ¿qué tal te vendría quedar el domingo por la mañana? ¡Podríamos alquilar unas bicis y dar una vuelta por los alrededores!
- ¿El domingo por la mañana? Me encantaría pero no puedo.
- Vaya, ¿por? ¿Has quedado ya?
- No, qué va. Es que tengo que ir a la iglesia.
- ¿Eh? ¿A la iglesia? ¿A qué?
- Es que soy cristiana y los domingos voy a la iglesia.
Y ahora es cuando empieza lo bueno. La conversación de verdad. Aquella en la que nuestra chica tendrá que justificarse, explicarse y, sobre todo, demostrar que sí, tiene un cerebro y sí, lo usa. No, no se lo han lavado. Sí, cree en Dios. No, no se cree todo lo que cuentan. Sí, va a la universidad. No, no es tonta. Sí, ha leído muchos libros. No, no tiene todas las respuestas. Sí, a pesar de ello, cree en Dios…
Chico se sentirá intelectualmente superior, más evolucionado, de mente más abierta, con los pies más en la tierra. Puede que sienta lástima por esa chica tan prometedora que ahora resulta ser una fanática religiosa que sigue creyendo en cuentos hace tiempo desmontados por la ciencia, el avance, el progreso, la tecnología…
Chica volverá a sentir esa frustración y rabia que se apodera de ella cada vez que tiene que confesar que es cristiana. Porque al final siempre da la impresión de que se trata de eso. Una confesión que la sienta en el banquillo de los acusados y la obliga a dar interminables respuestas a preguntas que no tienen más objetivo que demostrar que es culpable. Que ser cristiano es de descerebrados.
También volverá a sentir cansancio. Ese cansancio que la envuelve cada vez que mira a su alrededor y ve parejas siendo infieles sin que nadie se meta en sus vidas; hombres y mujeres tan absorbidos por su trabajo que no ven a sus hijos más que diez minutos al día; jóvenes y no tan jóvenes que viajan a la India, al Perú o a Kenia, y vuelven pregonando su fe en las chacras, la energía positiva, los espíritus del bosque o el unicornio azul. Ve gente que sólo cree en sí misma, o en su cuenta bancaria, o en su dieta crudivegana, vegana, vegetariana, ovolactovegetariana o Duncan. Gente que vive por y para el número de amigos que tiene en Facebook, o el número de likes en Instagram, o en la perfección de su nariz recién operada, sus músculos de gimnasio y espejo, el número de ligues de cada noche de juerga, o de litros de alcohol en vena.
Gente que defiende su derecho a ser lo que son sin que nadie los ponga en entredicho. Y nadie lo hace. Nadie censura sus decisiones, su individualidad, su derecho a ser felices, a ser ellos mismos, a elegir su camino en la vida.
Excepto si eres cristiano. Ser cristiano no entra en la categoría de creencias respetables, ni modos de vida saludables o beneficiosos para nadie. Confesarse cristiano parece dar permiso inmediato a todos los pro-individualismo, pro-mente abierta y pro-amor universal a atacar sin tregua, a dar palos contra argumentos que muchas veces ni siquiera se han parado a escuchar; a invalidar experiencias vitales que automáticamente son descalificadas como invenciones de un cerebro influenciable.
Chica está harta. Y decide actuar[i]. A partir de ahora, se acabaron las explicaciones sin fin, se dice. Me declaro Cristiana Y Punto. Sin justificaciones. Sin discusiones vacías e interminables. Quien quiera saber más, piensa, ya sabe dónde encontrarme. O encontrarle.
Isabel Marín - Dra. en Filología Hebrea - Ámsterdam (Países Bajos)
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