Nunca debemos renunciar a los principios cristianos, pero aplicar dichos principios sin sensibilidad pastoral es como la irrupción de un elefante en una cacharrería
«Por tanto, lo que Dios juntó, no lo separe el hombre» (Mr. 10:9).
En el momento de escribir estas líneas, se ha publicado el último caso de violencia doméstica: un hombre de setenta y dos años ha matado de un hachazo a su mujer de sesenta y ocho en un pueblo de la provincia de Granada.
Según las noticias, no había denuncias previas ni nada que hiciera presagiar tan trágico desenlace. Un caso que, desgraciadamente, viene a sumarse a las docenas de hechos similares que ocurren en nuestro país cada año.
Hipotéticamente al menos, algunas de estas tragedias podrían haberse evitado mediante una oportuna separación o divorcio que hubiera puesto fin a una situación terriblemente complicada.
Porque, evidentemente, estos hechos no ocurren «de la noche a la mañana», sino que constituyen generalmente la culminación de un proceso prolongado de odio, amargura, celos, despecho, etc.
¿Por qué entonces no se remedian a tiempo estas situaciones?
El espacio de un breve artículo no permite un análisis en profundidad de la situación, pero las causas pueden ser muy diversas: cobardía, necesidades económicas, servilismo, presión social, condicionamientos religiosos, etc.
Pero lo que más nos incumbe como cristianos es el enfoque que damos a la problemática matrimonial.
Tradicionalmente, la Iglesia de Roma con su doctrina de indisolubilidad o nulidad (para ricos y poderosos) ha condenado a miles de parejas a vivir en situaciones insoportables de odio y violencia física o verbal, con la «solución» de ofrecer los sufrimientos a Dios para una mayor santificación y méritos para el Cielo.
Entre los protestantes siempre ha habido un espíritu más abierto y tolerante, admitiéndose incluso el divorcio en determinadas circunstancias. Pero aparte de esas pocas excepciones, hay una actitud generalizada de rechazo y censura hacia aquellos que no cumplen la condición sine quanon de «salvo por causa de fornicación».
Ciertamente, Dios ha dictado unas normas en su Palabra, y todo lo que no se ajuste a esas normas es pecado. Hasta ahí, todos de acuerdo.
El problema surge, sin embargo, cuando arbitrariamente establecemos una distinción entre pecados perdonables e imperdonables; algo así como los pecados veniales y mortales de la Iglesia romana.
Es como si entendiéramos la Biblia de la siguiente manera: «Todos los pecados serán perdonados a los hijos de los hombres, y las blasfemias cualesquiera que sean; pero cualquiera que se separe o se divorcie, no tiene jamás perdón, sino que es reo de juicio eterno» (Mr. 3:28-29).
Supongo que ningún cristiano lo expresaría así, pero esa es la impresión que se da muchas veces en la práctica.
Y esa actitud por parte de consejeros matrimoniales y otras autoridades eclesiásticas, con la subsiguiente presión que producen, conduce a veces a situaciones matrimoniales que no son sino una farsa y una parodia de la institución divina, cuando no culminan (excepcionalmente) en desenlaces trágicos.
En ningún caso, por supuesto, debemos renunciar a los principios e ideales cristianos, pero la aplicación de dichos principios sin la correspondiente actitud de sensibilidad pastoral produce los mismos resultados que la irrupción de un elefante en una cacharrería, solo que con más graves consecuencias. «No lo separe el hombre» es uno de los muchos mandamiento que incumplimos constantemente, pero que, por alguna razón, tratamos de una forma totalmente diferente a los demás, olvidando las palabras de Santiago: «Porque cualquiera que guardare toda la ley, pero ofendiere en un punto, se hace culpable de todos (Stg. 2:10).
Todos los cristianos deberíamos tener claro que no hay «barra libre» para el divorcio «por cualquier causa» (Mt. 19:3), al estilo Hollywood o de la prensa del corazón.
Pero en un mundo caído y depravado como el nuestro, necesitamos aplicar el concepto (incuestionablemente bíblico) del «mal menor», como cuando, por ejemplo, en un parto hay que elegir entre matar al niño o a la madre. Es algo así como la diferencia entre que un matrimonio se separe ante un juez o que lo haga mediante un hachazo.
Todo pecado es pecado, incluyendo el fracaso matrimonial y la subsiguiente separación o divorcio, pero nunca olvidemos esto: «Todos los pecados serán perdonados a los hijos de los hombres, y las blasfemias cualesquiera que sean».
Y «todos» significa «todos», con la única excepción de la blasfemia contra el Espíritu Santo, que, según algunos comentaristas, es prácticamente imposible cometer.
Demetrio Cánovas
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