Lo que yo sentía en realidad era hastío. Tanto sufrimiento, ¿para qué? Mi cerebro no dejaba de preguntarse: ¿por qué oras?
Cuando comenzó la locura del ISIS en Irak, que coincidió además con la locura de la guerra en Israel, uniéndose ambas a la locura de la guerra civil en Siria, empezamos a organizar un grupo de oración en Ámsterdam que se reúne una vez al mes para orar por Oriente Medio.
La verdad es que lo que yo sentía en realidad era hastío. Tanto sufrimiento ¿para qué? A pesar de organizar con entusiasmo el evento, de quedar a orar en plan intensivo aquí y allá y otras espiritualidades por el estilo, mi cerebro no dejaba de preguntarse: ¿Para qué? ¿Por qué oras?
Lo gracioso es que esa semana, además, vino a visitarme mi amiga del alma desde Alemania, básicamente para que oráramos juntas, cosa que nos encanta y las dos echamos mucho de menos. Y resulta que ahí nos veías a las dos, orando por la mañana, mientras por las tardes analizábamos la situación y discutíamos si de verdad esto tiene sentido, si de verdad existe un plan de Dios, si el hágase-tu-voluntad no sirve más que para engañarnos a nosotras mismas… Ya sabéis, las dudas fundamentales otra vez. Pero seguíamos orando.
Y entonces descubrí una cosa…
Descubrí que orar no tiene solamente que ver con Dios y su poder, o con “hágase tu voluntad”, o “tus planes para mi vida”, “propósito” y todo eso. Que sí, que también. Pero una gran parte de la oración tiene que ver con nosotros: nuestra identidad, nuestros sentimientos y nuestra esperanza.
Una y otra vez lo vemos en el Antiguo Testamento: lo primero que el pueblo de Israel hace es dejar de "clamar a Dios" o "buscar a Dios". Dejan de orar, en definitiva, yéndose tras otros dioses (you name it). Y entonces, una y otra vez, algo ocurre[i]:
Así que sí, tengo dudas, a veces no veo el propósito o dudo que lo haya, el poder de Dios queda emborronado por explicaciones racionales, o su efecto se desdibuja en el tiempo, pero sigo orando. Aunque a veces sólo sea para recordar quién soy, quién es mi Padre y por qué estoy aquí; sentirme conectada a tanta gente en el mundo, hoy, ayer y siempre, que claman al mismo Dios, formando parte del mismo pueblo al que yo pertenezco, y proclamar, a pesar de las dudas, que hay esperanza, que no importa lo que ocurra en mi vida, o en el mundo a mi alrededor, porque sé que el poder de Dios es capaz de transformar hasta lo más horrible en algo bueno.
Orar sin cesar, aunque a veces sea difícil de creer, difícil de ver. Mi propia identidad está en juego.
Isabel Marín Martínez - Doctora en Fil. Hebrea - Ámsterdam, Países Bajos
[i] Aparece en cualquier pasaje del AT, pero por nombrar uno, Jueces 3, 7-9.
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