Pertenezco a una minoría. Dentro de esa minoría, suelo estar en minoría. A decir verdad, si echo la vista atrás, creo que siempre he estado del lado de la minoría. Todo esto para decir, de entrada, que entiendo perfectamente lo que significa ser minoría y lo que se siente al serlo. Nadie tiene que darme lecciones al respecto.
Las minorías, ya se sabe, no están bien vistas. En muchas ocasiones son la voz discordante, el Pepito Grillo de la sociedad, la conciencia moral del grupo, el desparejado que uno no sabe dónde colocar en la mesa, el verso suelto. Por eso en las sociedades totalitarias se persigue a las minorías y se busca su desaparición. Nosotros, en Occidente, corremos mejor suerte. La situación varía según el país, pero en general el espectro va desde la absoluta tolerancia, en el mejor de los casos, hasta la no discriminación legal (que no siempre de facto), mucho más frecuente. Desde luego es un gran avance, hasta tal punto que el trato que se dispensa a las minorías, a los que son distintos, da una idea cabal del grado de madurez que ha alcanzado una sociedad.
En las últimas décadas se ha hecho hincapié en el trato no discriminatorio hacia las minorías, en la visibilización del que no sigue las normas comúnmente establecidas, en la necesidad de respetar las diferencias y de aprender unos de otros. Sin embargo, con el aumento de sociedades cada vez más abiertas, relativistas y posmodernas,
algunas minorías se han convertido en auténticos y poderosos grupos de presión (feministas, gays, animalistas, ecologistas, nacionalistas, etc.) cuyo objetivo irrenunciable no es ya alcanzar una justa y necesaria igualdad de trato (la no discriminación), sino imponer sus tesis al resto de la población. Y por ahí, no paso.
Yo, que soy protestante, sé perfectamente que habrá católicos (algunos, no todos) que me considerarán un hereje, un hermano separado o vete a saber qué otras cosas. Pues bien, están en su derecho a pensar así. Es más, tienen todo el derecho del mundo a expresarlo por los medios (lícitos) que estimen más convenientes. Y yo, que creo en la libertad de conciencia y en la libertad de expresión, haré todo lo que esté en mi mano para que puedan creerlo y enseñarlo libremente, aunque en este caso el “perjudicado” pueda ser yo. Mientras no se traspase la línea roja de las leyes que nos hemos dado como sociedad—y que, se quiera o no, manan de la Ley en mayúsculas en mayor o menor medida—, pueden pensar y decir lo que les plazca. Ahora bien, a mí, que soy minoría, ni se me ocurriría imponer mis creencias y convicciones a los demás, sean católicos, agnósticos, ateos o mediopensionistas.
Trataré de influir con mi testimonio, de convencer con mis argumentos, y desde luego de exigir mis legítimos derechos, pero jamás de amordazar el pensamiento y las conciencias de los demás.
Me repulsa sobremanera que se veje o atente de cualquier forma contra quien está en minoría. Pero he de decir, con la misma contundencia, que rechazo cualquier intento por parte de las mayorías y de las minorías de coartar a los demás, de imponer mordazas, de ejercer la dictadura de la corrección política o cualquier otro método repudiable que nos haría poner el grito en el cielo si se aplicara contra nosotros. En el fondo subyace la dificultad que tiene mucha gente para distinguir entre combatir las ideas, valores y opiniones y atacar a las personas. Así, por ejemplo, jamás se puede permitir que se incite a odiar a alguien por lo que es. Sin embargo, sí se debe poder objetar a las ideas, valores o estilos de vida contrarios a nuestras convicciones más profundas. Esta es la esencia de la libertad de conciencia.
Muchos de aquellos a los que se les llena la boca hablando de democracia y libertad son los primeros que se convierten en tiranos en cuanto tienen la oportunidad. Ser minoría no es ningún mérito en sí mismo, como no lo es tampoco ser mayoría, o vegetariano, o mujer, o mulato, o pobre o vivir en Cuenca.
Hay que respetar a todos, por convicción, porque no son peores (ni tampoco mejores), pero sin dictaduras ni fundamentalismos, ni de las mayorías ni de las minorías. Es intrínsecamente perverso que alguien pretenda imponer su uniformidad, su verdad, a los demás. Flaco servicio le hacen a sus respectivas causas aquellos que quieren imponerlas por la fuerza. Será que, después de todo, no están tan convencidos de la solidez de sus posturas.
Opinar que los homosexuales están equivocados en sus planteamientos y que su estilo de vida es incompatible con la enseñanza de la Biblia, así como predicar y enseñar sobre el concepto bíblico de matrimonio monógamo entre un hombre y una mujer, no tiene nada de homófobo y sí mucho de ejercicio de libertad. Del mismo modo, denunciar el carácter totalitario del Islam no es islamofobia, sino una opción totalmente válida para cualquier conciencia libre. Lo que pasa es que vivimos el mundo al revés. El buenismo, el buen rollismo y el
flower power nos han sorbido los sesos. Algunas minorías tienen la piel muy fina y cualquier cosa les ofende. Sin embargo, practican las más absoluta intolerancia contra todos aquellos que no comulgan con ellas, hasta el punto de pretender “aniquilar” toda disidencia. Es el yihadismo ideológico de nuestra época. Si los demás no piensan como yo son
no-sé-qué-fóbicos y hay que adoctrinarlos en la religión del relativismo salvaje. Es la ingeniería social, el Gran Hermano. Todo vale; todo menos ser uno de esos cristianos que pretende basar su vida en el mensaje de la Biblia y tomarse en serio su fe, claro. ¡Cuánta hipocresía! ¡Cuánto liberticida disfrazado de paladín de los derechos de las personas!
Pues que sepan todos, mayorías y minorías, incluyendo la minoría a la que pertenezco, que no se puede ni se debe mediatizar las conciencias. Que el secuestro de libros, la amenaza de querellas, las campañas de publicidad, el acoso sistemático o la aprobación de leyes injustas no cambian ni un ápice de la libertad que Dios nos ha dado.
La Verdad no depende de las mayorías ni de las minorías, y la mentira, por muchas veces que se repita o por mucho que se disfrace, nunca dejará de ser mentira. Elprofeta decía:
“¡Ay de los que a lo malo dicen bueno, y a lo bueno malo; que hacen de la luz tinieblas, y de las tinieblas luz; que ponen lo amargo por dulce, y lo dulce por amargo!” (Isaías 5:20, RV60), y su mensaje sigue igual de vigente veintitantos siglos después. Así que yo, por la cuenta que me trae, seguiré opinando, escribiendo y predicando bajo los dictados de la conciencia regenerada e iluminada por la Palabra de Dios y el Espíritu Santo, sin plegarme a presiones de ningún tipo.
Rubén Gómez - Pastor, autor y traductor – España
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