Uno de los cuentos de Hans Christian Andersen versa sobre un emperador muy presumido al que le encantaba exhibirse ante los demás con sus mejores galas. Unos embaucadores le hablaron en cierta ocasión de un traje espléndido que tenía la particularidad de que solamente resultaba visible a ojos de los sabios. El monarca, ilusionado, les encargó que elaboraran esa supuesta prenda para él. En pleno proceso de fabricación mandó a dos personas de su confianza para que supervisaran la tarea. Estos, no queriendo parecer estúpidos, hablaron maravillas de la ropa, cuando en realidad no habían visto absolutamente nada. El propio rey se probó el inexistente traje nuevo y alabó su belleza para, seguidamente, pasear con orgullo entre sus súbditos, quienes también expresaban su admiración al paso de su señor, no fuera a ser que los demás pensaran que eran unos estúpidos. Pero todo ese disimulo cómplice e hipócrita se vino abajo cuando un muchacho exclamó: “¡Pero si el Emperador va desnudo!”. Fue entonces cuando uno tras otro fueron reconociendo la realidad que hasta ese momento todos se habían negado a reconocer por motivos espurios, por el qué dirán. Efectivamente, todo aquello no había sido sino un inmenso engaño.
A nadie escapa una de las posibles moralejas de esta conocida historia:
la ignorancia colectiva sigue siendo ignorancia, y la verdad es la verdad, la diga Agamenón o su porquero. Sin embargo, en muchas ocasiones incurrimos en ese mismo error: preferimos caer en el engaño colectivo, e incluso en el autoengaño, antes que vernos abocados a reconocer nuestras limitaciones, debilidad o ignorancia.
Nos resulta más cómodo participar de la mentira que denunciarla y exponerla a la luz.
El mundo “cristiano” tiene su propio cupo de charlatanes que afirman sin pudor las cosas más estrafalarias y las ideas más peregrinas. Son, eso sí, enseñanzas que sólo los “espirituales”, la “élite”, los “iluminados”, pueden apreciar.Los otros, los “carnales”, los “estúpidos”, son incapaces de verlo o entenderlo, así que mejor no decir nada, por si acaso. A base de repetir una y otra vez los mismos mantras, estos embaucadores pretenden dar una apariencia de verdad a lo que no son más que burdos engaños.
Es triste reconocer que en nuestros propios círculos existe un temor reverencial a decir ciertas obviedades, a pinchar el globo que durante mucho tiempo se ha ido inflando. Nosotros también necesitamos que un inocente niño, alguien con un corazón y unos ojos puros, grite a pleno pulmón: “El Emperador va desnudo”.
Ya está bien de que nos quieran hacer comulgar con piedras de molino.
Ya está bien de tantos autoproclamados “apóstoles” y “profetas” de nuevo cuño que han ido consiguiendo la adhesión de pobres incautos que no cesan de alabar lo que en el fondo de sus corazones ni ellos mismos creen.
Ya está bien de “milagreros” que ofrecen lo que no está en su mano hacer, de “predicadores y evangelistas famosos”, de verbo fácil y florido, que adulan los oídos de quienes los escuchan, de “expertos” en autoayuda que hacen todavía más daño.
Ya está bien de vendernos la moto del “crecimiento” y el “avivamiento” que tienen mucho de mercadotecnia y autosugestión y poco de vidas auténticamente cambiadas.
Ya está bien de “testimonios” sesgados y manipuladores que dan gloria a los hombres y se olvidan de Dios, de “lluvias de polvo de oro y diamantes”, de “muelas de oro”, de manifestaciones fraudulentas de dones espirituales.
Ya está bien de un Evangelio sin cruz, de una victoria sin lucha, de un camino fácil y una existencia sin reveses, sin dudas y dolor. ¿A quién pretendemos engañar con todo esto? ¿No es mejor reconocer que estamos desnudos y que lo del traje tan bonito es una farsa? ¿No es preferible desmarcarnos claramente de tantos abusos para que no nos metan a todos en el mismo saco?
Es curioso que en tantas ocasiones pretendamos aplicar a los incrédulos las palabras que las Escrituras claramente dirigen a los que dicen ser creyentes. Sólo tenemos que leer el mensaje a la iglesia en Laodicea:
“Porque tú dices: Yo soy rico, y me he enriquecido, y de ninguna cosa tengo necesidad; y no sabes que tú eres un desventurado, miserable, pobre, ciego y desnudo. Por tanto, yo te aconsejo que de mí compres oro refinado en fuego, para que seas rico, y vestiduras blancas para vestirte, y que no se descubra la vergüenza de tu desnudez; y unge tus ojos con colirio, para que veas”. (Ap 3:17-18, RVR60)
Todos podemos llegar a ser culpables de seguirle el juego a las falsas apariencias, a las mentiras disfrazadas de verdad. Basta con que no tengamos la valentía de ser la voz discordante en medio de la masa, de que queramos evitar pasar por “tontos” o ahorrarnos un “disgusto”, de que pretendamos mantener a toda costa un amor, una unidad, una paz y una armonía malentendidos. Ahora bien, recordemos que si no decimos nada, nos estamos convirtiendo en copartícipes de lo que sucede.
Señor, abre nuestros ojos, perdona nuestra tibieza y concédenos la gracia de ver nuestras vidas transformadas, de que Cristo viva y obre en nosotros, y todas las demás cosas, si han de venir, vendrán por añadidura. Y si no viene nada más, que nos baste contigo. Amén.
Como bien decían los reformadores,
sola Scriptura, sola fide, sola gratia, solus Christus, soli Deo gloria.
Rubén Gómez - Pastor, autor y traductor – España
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