Antes que nada quiero decir que la adoración no tiene que ver con la música. Adorar es una acción o actitud que nos impulsa a glorificar a Dios y reconocer su soberanía y potestad. Uno puede, por tanto, adorar con música o sin ella, pues la música es simplemente un instrumento que nos puede ayudar a alcanzar ese propósito.
También cabe aclarar que definir como “música de alabanza” aquellas canciones con ritmos rápidos y “música de adoración” las que tienen ritmos lentos, es un error; pues una canción puede llevarnos a
agradecer, pedir, proclamar, alabar o adorar -que dicho sea de paso, no son términos sinónimos[i]-, según sea la letra que la acompañe; pues es la letra –el mensaje- lo que define la canción, y no al revés. Uno puede, por tanto, adorar con ritmos rápidos o lentos.
Dicho esto, me doy cuenta de cuán fácilmente podemos confundir una genuina adoración con lo que sienten nuestras emociones. Tristemente tendemos a confundir “un buen servicio de adoración” con el grado de bienestar que hemos sentido durante ese tiempo. Y resulta que a veces encontramos en la Biblia personajes que adoraron a Dios en medio de un gran dolor o sufrimiento
[ii], lo cual nos habla de
que la adoración es más un acto de voluntad que de felicidad.
La primera vez que pensé en este tema fue cuando un amigo me explicaba que tener la carne de gallina, llorar y sentir cómo se erizan los pelos de la piel, no es algo exclusivo de los conciertos cristianos, sino que eso también lo experimentaba durante los conciertos de música heavy que frecuentaba cuando era un alocado joven alejado de las promesas de Dios.
Y es que
la música está hecha para emocionar. Tiene un lenguaje especial, universal, que mueve las entrañas aún cuando no exista letra que la acompañe o ésta esté en un lenguaje desconocido para el oyente. Transmite emociones que pueden influir en nuestro estado de ánimo. ¿Quién no se ha emocionado escuchando un solo de guitarra de Paco de Lucía o escuchando el violín de la banda sonora de “
La lista de Schindler”? (Posiblemente más de uno, pero el ejemplo me sirve…)
En nuestros cantos congregacionales de hoy día, muchas canciones siguen ese patrón diseñado para emocionar: los graves subidos al máximo, un momento instrumental, el eco del público retumbando en las paredes de la iglesia, la percusión al ritmo del corazón… Todo eso resulta emocionante. Y no es difícil ver en esos momentos a gente profundamente emocionada, llorando; lo cual me parece realmente maravilloso, siempre y cuando no confundamos los términos. Porque como alguien dijo en una ocasión,
“nunca mentimos tanto como cuando cantamos”.
Por un lado, no podemos llevar una doble vida, de cristianos emocionados el domingo y descomprometidos el lunes. Creo que eso está bastante claro en la mente de casi todos: que debemos obedecer y buscar al Señor –en adoración- todos los días, bajo el riesgo de convertirnos, de lo contrario, en unos hipócritas.
Pero por otro lado está el peligro de que ese sentimiento que estamos poniendo al canto no esté centrado en Dios, sino en nosotros mismos. La razón está clara: que muchos cantan sin siquiera pararse a pensar en lo que dicen, repitiendo los coritos que ya se saben de memoria como quien recita emocionado una linda poesía que aprendió en el colegio. ¿No les ha pasado que de niños cantaban canciones que solo de mayores se han dado cuenta de lo que decían? Pues a veces nos sucede que creemos estar adorando a Dios cuando en realidad le estamos recitando una serie de peticiones que se centran más en lo que nosotros podemos recibir que en lo que le podemos dar a Él
[iii].
“Cantad con inteligencia”,nos dice el
Salmo 47:7. ¡Esa es la solución que se nos propone para evitar caer en la trampa! ¡Para no sobrepasar esa línea que separa nuestro enfoque de Dios de nuestro enfoque en nuestra propia alma! Pensar en lo que estamos cantando; y no solamente eso, sino ser conscientes mientras cantamos de que el Dios a quien enfocamos nuestro canto y adoración está ahí presente, escuchando cada palabra, y no nos estamos cantando a nosotros mismos.
Entonces, ¿es malo emocionarse? En absoluto; más bien lo contrario. Que se lo pregunten a David cuando danzó delante del arca de Dios; o a la mujer que derramó su perfume con lágrimas en los pies del Señor. La Biblia ordena que “
amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas.” (Marcos 12:30). Eso incluye, pues, las emociones.
En lo que a mí respecta, insto a todos aquellos que no suelen dejarse llevar por las emociones, que se involucren deliberadamente en este acto de adoración; que permitan que salgan a flote, pues si bien no hay que dejarse dominar por ellas, tampoco significa eso que haya que suprimirlas.
Las emociones, bien educadas, nos ayudan a ofrecer una genuina adoración a Dios que surge desde lo más profundo del corazón. Solamente que las acompañemos de la inteligencia necesaria para evitar ofrecer la devoción a quien no la merece, es decir, a nosotros mismos. Porque más bienaventurado es dar que recibir.
Juan Sauce Marín – Dibujante - España
[i]Alabar es glorificar a Dios por lo que ha hecho: la creación, la obra redentora en la cruz, los milagros y bendiciones que podemos recibir de Él… Adorar es glorificarle por Quién es Él: Él es Dios, único, soberano, rey, todopoderoso, digno, majestuoso… [ii]Por poner sólo un ejemplo, mencionaré a David, que adoró a Dios en el mismo momento en que murió su hijo (2 Sam.12:19,20). [iii]Cabe decir que podemos pedir a Dios con una actitud de adoración cuando reconocemos su soberanía y potestad, cuando lo hacemos con el entendimiento de que Él es el rey glorioso y poderoso que, en su gracia, nos bendice. Lo que me alarma es el creciente número de canciones que fomentan el individualismo y el egocentrismo con sus palabras enfocadas hacia uno mismo.
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