La fe ilustrada y su latinismo correspondiente, fides quarens intellectum
, ha sido la bandera y el clamor de innumerables teólogos desde los orígenes del pensamiento cristiano: una fe que busca entender, una fe que se codea con la flor y nata de los intelectuales: que los entiende a cabalidad y les responde con astucia, que aprende de ellos lo mismo que de la Escritura.
Harvie Conn, en un libro sobre teología contemporánea, explica que un abismo separa los dos polos de la reflexión teológica en el siglo XX, y ese abismo es
la confiabilidad en la Biblia. Para él, toda la línea que va desde Karl Barth hasta Jürgen Moltmann está marcada por la no aceptación de la
doctrina de la inerrancia de la Escritura.
El análisis de Conn se queda a finales de los años 60, pero bien podemos expandir este sendero hasta teólogos como Hans Küng y la polémica Marcella Althauss Reid. Curiosamente, son los libros de estos dos y de muchos otros los que engalanan la fe ilustrada, los que no tienen ningún problema ni ninguna limitante en discutir con Herbert Marcuse, Michel Foucault, Jacques Derridá, Judith Butler o Sigmund Freud. Los instrumentos de esta veta de teólogos, mal llamados “liberales” por sus opositores “neofundamentalistas” en su mayoría norteamericanos, van desde la utilización absoluta de la
escuela crítica hasta la
incorporación de nuevos métodos hermenéuticos.
Claro está que cuando alguno de ellos llega a poner en tela de juicio afirmaciones “básicas” de la doctrina cristiana, como la existencia del infierno, más de uno brincamos del asiento. Por eso, hombres como John MacArthur se retuercen, y condenan esta teología cismática y confundida apegándose de nuevo a la inerrancia de la Palabra, llegando al límite de mandar al patíbulo a todas las humanidades y ciencias sociales, mas no a las ciencias exactas.
Varios puntos medios han surgido entre estos dos polos. En Norteamérica también, pastores como John Piper en su libro
Piensa convocan a
una fe más reflexiva y crítica sin llegar a los extremos de sospecha que caracterizan gran parte de la teología europea. Otros puntos medios incluyen a aquellos apologetas creacionistas que hablan de una evolución progresiva o teísta, o a aquellos astrónomos que utilizan los hallazgos de su disciplina para justificar la existencia de Dios.
Pero, evitando temas tan polémicos como la existencia del infierno, quisiera centrarme en algo menos obtuso para ejemplificar los opuestos:
la historia de Jonás. Abrego de Lacy, en
Los libros proféticos, sumándose a la mayoría, señala que hoy ya nadie defiende la lectura literal del libro de Jonás; y otros autores se refieren a Jonás como una obra maestra de la literatura hagádica, donde uno aprende mucho más si interpreta los hechos simbólicamente. En la otra esquina están los que, utilizando hechos comprobables como el descubrimiento de neumáticos y demás objetos intactos en el estómago de las ballenas, admiten que es posible que Jonás haya sobrevivido la acidez de los jugos gástricos del animal. Y están los que prefieren una lectura tipológica y reconocen que Jonás murió, pero añaden que Dios lo resucitó al igual que resucitó al hijo de la viuda de Sarepta.
Ambas posturas defienden un tipo de fe distinto, pero ninguna de ellas, me parece, responde a la fe que demanda Dios de nosotros; ambas carecen de humildad. La una porque cierra la puerta al milagro; la otra porque requiere de pruebas que embonen en su construcción epistemológica de la verdad.
¿Cuál es la fe que Dios nos pide, la que aparece en el texto bíblico? La de los niños.
Dos ejemplos. Un sobrino de seis años le preguntó a su tía abuela cuántos años tenía. “Cien”, respondió ella. No importa aquí si lo hizo a fin de evadir una respuesta verdadera o en tono de broma; lo que importa es que mi sobrino creyó que efectivamente mi tía tenía cien años. Y para creerlo no necesitó saber que ciertamente hay hombres y mujeres que llegan a los cien años, ni requirió encontrar correspondencias lógicas entre la apariencia física de mi tía y la edad que presumía tener. Solamente lo creyó. Segundo ejemplo: Santa Claus. A pesar de que hoy día estas ficciones infantiles gozan de cada vez menos aceptación, la mayoría de las niñas y los niños, durante sus primeros años, comparten la creencia en personajes como éste u otro semejante: el hada de los dientes, el ratón Miguel, los Reyes Magos. No necesitan reflexionar sobre la posibilidad real de que un hombre obeso entre por el quicio de la puerta o por una ventana en el décimo piso cargando un costal donde van los juguetes de todos los niños de todo el mundo; no necesitan pruebas como la existencia de una villa en el Polo Norte, la fotografía que obtuvo otro niño o argumentos como el hecho de que haya contorsionistas que realmente se deslicen por espacios pequeñísimos. Ellos creen, así, sin argumentos lógicos o coherentes; sin mayores cuestionamientos. Están abiertos a la imaginación y al asombro. El hecho los precede, no su concepción del mundo. Son humildes.
Admiro, en este sentido, el esfuerzo que teólogos como Reyes Archila y Harold Segura están haciendo en América Latina para generar una
teología “infantil”, creo que es una veta prometedora para la reflexión que no debe abandonarse.
Vuelvo al principio. La fe ilustrada no salva, es una opción para que el cristiano pueda ser relevante en su contexto; pero hay también otras opciones como la participación política, la acción social, el deporte, las artes, etcétera. Sin embargo,
si la fe ilustrada quiere seguir siendo bíblica debe conservarse humilde, no cerrarse al milagro ni a la intervención sobrenatural del Señor de la creación, no perder su capacidad de asombro. Y los apologetas no deben someterse a pruebas científicas, argumentos neoaristotélicos de la existencia de un primer motor, o a descalificaciones fútiles de sus oponentes; deben recuperar la fe práctica, desde la no-lógica que es la locura, desde la apertura de la imaginación.
Samuel Lagunas – Escritor, Comunidad Teológica – México
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