Durante un reciente ejercicio de zapeo, al que, dicho sea de paso, soy cada vez menos aficionado, me topé con el canal religioso de turno. Estaban emitiendo el típico programa pseudoevangélico que causa vergüenza ajena y, durante los breves minutos que pude resistirme a la tentación de cambiar de canal, escuché en repetidas ocasiones la tan manida fórmula cuasi mágica de “
recibe tu milagro…”. Se trata de una especie de mantra que repiten una y otra vez los modernos milagreros que dicen hablar en nombre de Dios, que tuercen las Escrituras, que mezclan pequeñas dosis de verdad con un mensaje plagado de errores, y que juegan con la necesidad y los sentimientos de las personas.
Como cristiano que soy creo en Dios, en su Hijo Jesucristo y en el Espíritu Santo. Creo en lo sobrenatural. Creo en los milagros. Ahora bien, no creo en el “
dios tragaperras”, dispensador de milagros a la carta a quien se puede manipular pronunciando las palabras adecuadas y en virtud de una supuesta autoridad autoarrogada.
Es tal el grado de confusión que pueden llegar a crear muchas de las falsas enseñanzas que se difunden hoy en día, particularmente en el campo de la sanidad y la prosperidad, que se hace necesario afirmar lo obvio: Dios no nos debe nada. Dios no está a nuestro servicio. No se trata de recibir, sino de dar. No se trata de mí; se trata de Él.
El utilitarismo que nos invade nos impide vivir una vida de fe sencilla y desinteresada. Si no hay milagro, no hay fe. Si no hay pan, no hay discípulos. Ya lo dijo Jesús: “
De cierto, de cierto os digo que me buscáis, no porque habéis visto las señales, sino porque comisteis el pan y os saciasteis” (Juan 6:26).
A veces buscamos tanto los “milagros” que perdemos de vista el hecho de que el mayor milagro de todos es que Dios vaya cincelando en nosotros la imagen de su Hijo. Y ese milagro se produce, precisamente, cuando pasamos por las pruebas; no cuando nuestra vida está exenta de problemas y dificultades.
Si estás leyendo estas líneas y eres de los que no ha sanado o no ha prosperado, si has empeñado tu fe en interceder por otros y parece que todo ha sido en vano, si has desgastado tu vida esperando ver algo que finalmente no se ha producido, si te despiertas cada mañana creyendo que vas a ser libre del dolor y las limitaciones que te afectan –para descubrir que el día de hoy es como el de ayer y el de anteayer–, déjame decirte que estás en buena compañía: Jesús no recibió su milagro. Pablo no recibió su milagro. Cierto que al final fueron vindicados por Dios, pero no sin antes padecer. ¿Acaso hubiera sido más milagro que Jesús hubiera sido librado de morir en la cruz mediante la intervención de huestes de ángeles, o que Pablo hubiera pasado absolutamente indemne por todos los peligros y contratiempos a los que tuvo que hacer frente? ¡No! Es más, ¿de qué serviría un Salvador que hubiese pasado por este mundo sin experimentar lo mismo que experimentamos nosotros habitualmente
(Hebreos 4:15), o unos apóstoles superespirituales que hubieran vivido saboreando constantemente las mieles del triunfo y el éxito
(2 Corintios 4:8-12; 11:23-28)?
Hay algo hermoso, glorioso y sobrenatural en creer contra toda esperanza
(Romanos 4:18), en afrontar la tempestad sabiéndonos frágiles, en volver a levantarnos cuando caemos, en la resiliencia. Como dice el apóstol Pedro:
“Bendito el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que según su grande misericordia nos hizo renacer para una esperanza viva, por la resurrección de Jesucristo de los muertos, para una herencia incorruptible, incontaminada e inmarcesible, reservada en los cielos para vosotros, que sois guardados por el poder de Dios mediante la fe, para alcanzar la salvación que está preparada para ser manifestada en el tiempo postrero. En lo cual vosotros os alegráis, aunque ahora por un poco de tiempo, si es necesario, tengáis que ser afligidos en diversas pruebas, para que sometida a prueba vuestra fe, mucho más preciosa que el oro, el cual aunque perecedero se prueba con fuego, sea hallada en alabanza, gloria y honra cuando sea manifestado Jesucristo, a quien amáis sin haberle visto, en quien creyendo, aunque ahora no lo veáis, os alegráis con gozo inefable y glorioso; obteniendo el fin de vuestra fe, que es la salvación de vuestras almas (1 Pedro 1:3-9).
¡Claro que Dios sigue obrando milagros, de acuerdo con su divina y perfecta voluntad! Pero lo habitual en este mundo caído en que vivimos es que estemos familiarizados con la enfermedad, con el sufrimiento, con el fracaso y, en última instancia, con la muerte. Si el Señor tiene a bien actuar sobrenatural y soberanamente en nuestra vida con un milagro, ¡bendito sea su nombre! Si, por el contrario, ese milagro tan anhelado no llega a producirse, ¡bendito sea su nombre!
(Job 1:21). Como hijos suyos ya hemos recibido “nuestro” milagro:
“Cristo morando en nosotros, la esperanza de gloria” (Colosenses 1:27b).
Y concluyo con un poema que expresa magníficamente lo que, a mi modo de ver y entender la Biblia, debe caracterizar nuestra relación con el Señor. Este es el cristianismo bíblico e histórico. Lo otro son cuentos de Disneylandia que solamente sirven para traficar con las esperanzas e ilusiones de miles de personas que acaban en las cunetas de la vida, sin darse cuenta de que el Evangelio es Cristo y solamente Cristo.
No me mueve, mi Dios, para quererte
el cielo que me tienes prometido,
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.
Tú me mueves, Señor, muéveme el verte
clavado en una cruz y escarnecido,
muéveme ver tu cuerpo tan herido,
muévenme tus afrentas y tu muerte.
Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera,
que aunque no hubiera cielo, yo te amara,
y aunque no hubiera infierno, te temiera.
No me tienes que dar porque te quiera,
pues aunque lo que espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera.
(Soneto anónimo)
Rubén Gómez - Pastor, autor y traductor - España
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