Juan el Bautista, un tipo raro, que vestía raro y comía cosas raras era, entre otras cosas, un buen predicador. Muy a pesar de que su barba y pelo habían visto mejores épocas, a las multitudes no les importaba y decidían, a pesar de un sol que licuaba hasta las piedras, ir a escucharle al desierto. Así que, Juan es lo que se llama un predicador exitoso predicando en un lugar de una increíble pobreza fotogénica, logrando resultados espectaculares hasta en los corazones más endurecidos, y estremeciendo a toda una nación con su mensaje sobre las víboras
[i].
Juan no olvidaba en su prédica decir cosas buenas de Jesús. Por supuesto que tocaba muchos temas; pero, y siempre que hablaba de ambos, de él y de Jesús, resaltaba a Cristo por encima de sí.
-Él es superior a mí- solía decir.
–Él es primero que yo- recalcaba.
– No merezco ni desatar su calzado… Así Juan nos dejó una marca de un buen predicador: éste es alguien que siempre tiene algo bueno que decir de Jesucristo.
Entiendo que los tiempos han cambiado y que como predicadores somos tentados a hablar de nosotros o de los logros ministeriales y de cómo Dios nos usa o de nuestras posesiones o flamantes esposas, etc. Y lo peor es cuando la gente aplaude nuestro carnaval verbal, porque nos inflamos. Pero Juan, todo un exitoso hombre de Dios y que tuvo, a las claras, la oportunidad de ponerse primero en los corazones de la gente, prefirió seguir siendo su servidor y poner a Cristo delante. Hagamos lo mismo.
Juan, como buen predicador, se había ganado el derecho a ser escuchado, pero había renunciado al derecho a ser seguido. Él tenía su particular grupo de discípulos que le habían oído siempre pero, llegado el momento, éstos decidieron seguir a Jesús
(Jn. 1:37-40). Para Juan fue como natural. Él sabía que podía ser escuchado, pero Jesús debía ser seguido. Esto es vital para los predicadores de todos los tiempos. Debemos reconocer nuestros límites sobre la gente. No estamos aquí para que nos sigan, ya que la gente no nos pertenece. La idea es más bien animarles a seguir siempre al Hijo de Dios. Esa moda de aglutinar seguidores bajo la bandera ministerial de alguien, poseyendo hasta sus voluntades, no es de predicadores serios. Si Juan el bautista, el más grande de los profetas, hombre de multitudes y de un mensaje arrollador, se conformó con ser escuchado y no seguido, ¿quiénes somos nosotros para pretender más?
Y lo mejor de un buen día en la vida de cualquier predicador es que sus oyentes se encuentren con Cristo
(Jn 1:38). Jesús tiene oídos para sus seguidores y no les deja buscarle sin hallarle, es más, les sale al encuentro.
¿Qué buscan?, pregunta el Señor. Porque si hay alguien que quiere estar seguro de las verdaderas intenciones de quienes dicen seguirle a Él es precisamente Jesús. Sorprende que aun en el cristianismo todo parezca tener una segunda intención, así que la pregunta vale, y vale porque Jesús siempre ha tenido en sus filas a gentes con toda clase de apetencias, desde los que tienen hambre o pretenden tener fama, prestigio, poder, posición, economía valiéndose de la relación; hasta los que quieren conocerle más íntimamente para someterse a su voluntad. Así que la pregunta nos llega todavía desde la espalda y nos confronta:
¿Qué buscas?
-Señor, ¿dónde moras?Qué buena pregunta, porque lo que un seguidor de Jesús necesita saber de Él no lo sabrá mientras va de carrera o pueda ser interrumpido. Es cierto que el Señor está en todas partes, pero habita con los quebrantados y humildes de espíritu y a ellos se revela en su gracia
(Is. 57:15). Así, que Juan puede darse por satisfecho. Hizo un buen trabajo como predicador. En Juan 1:39 vemos que los discípulos pasaron un resto de día increíble con Jesús, y el bautista fue parte de aquello.
Quiera Dios que al terminar cada predicación o enseñanza la gente no quede con deseos de quedarse con nosotros, atada a nuestra personalidad, sino que anhele llegar a su casa y terminar conversando con Jesús y seguirle.
Iván Castro Rodelo – Pastor – (Barranquilla) Colombia
[i]Artículo basado en Juan 1:35-42
Si quieres comentar o