Una de las marcas del cristianismo actual es la tendencia generalizada a diluir cualquier rasgo diferenciador que pudiera existir en el seno del mismo.Se trata, dicen, de que todos utilicemos un único nombre. Es suficiente con identificarse como “cristiano”. Lo demás, las denominaciones, los “apellidos”, no hacen más que separar. Son vestigios de una época pasada, ya superada. Sobran, ya que no contribuyen a unir sino a enfrentarnos y dividirnos. Algún autor ha llegado a decir “perdónanos nuestras denominaciones”.
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Históricamente es evidente que hubo una época en la que el término “cristiano” era una auténtica seña de identidad en sí mismo. También conviene reconocer que durante la eclosión de las diversas denominaciones protestantes, a menudo se puso un énfasis desmedido en lo peculiar, llegándose a perder de vista las raíces y el tronco comunes.
Hoy, en pleno siglo XXI, parece razonable pensar que deberíamos haber aprendido algo de errores pasados. Ni podemos pensar ingenuamente que un solo nombre (lamentablemente desgastado y desvirtuado por el mal uso y el abuso) es suficiente carta de presentación ante los demás, ni tampoco aspirar a que matices y cuestiones de detalle logren imponerse como descripciones alternativas.
Indudablemente hay que esforzarse al máximo por presentar un frente común, pero eso no significa en modo alguno que para ello sea preciso ocultar o renunciar a ciertos principios y convicciones que forman parte del acervo común del cristianismo. Cuando en aras de una pretendida unidad a cualquier precio nos disolvemos en una especie de nebulosa denominacional (o “no denominacional”, mejor dicho), le hacemos un flaco servicio a la riqueza y pluralidad que siempre han formado parte del “ethos” de la iglesia cristiana.
Curiosamente, cuando la sociedad parece haber comprendido y aceptado la existencia de distintas tendencias, corrientes o sensibilidades dentro de grupos sociales de diversa índole, a los cristianos evangélicos nos ha entrado una auténtica pulsión por desdibujar cualquier arista, por unificar voces y criterios (algo ciertamente deseable y provechoso en muchos sentidos), por trivializar cualquier posible desviación que se aparte de un mínimo común denominador previamente consensuado (aunque no se sepa muy bien por quién).
No seré yo quien cuestione los beneficios de la unidad de acción y testimonio en multitud de áreas. Sin embargo, me preocupa que se carguen las tintas contra las peculiaridades de las diferentes denominaciones evangélicas, al punto que, en determinados círculos, hablar de “bautistas”, “hermanos”, “reformados”, “pentecostales”, etc., se haya convertido poco menos que en tabú. A la pregunta “¿De qué iglesia es usted, hermano?” conviene responder con un políticamente correcto “la de tal ciudad, que se reúne en tal y cual lugar…”. De lo contrario, las respuestas claras y explícitas (por ejemplo, y sin ir más lejos, “la iglesia bautista de Sevilla”) pueden dar lugar a más de una mueca de desaprobación.
Desde luego no deja de ser paradójico que quienes más se afanan en pasar por alto cualquier posible diferencia sean los primeros a la hora de criticar a todos aquellos que no coinciden con “su” forma de entender el cristianismo. Paradójico sí, pero en absoluto sorprendente. Quien no sabe de verdad lo que es, difícilmente podrá comprender y respetar a los demás.
Cuando alguien se preocupa por saber quién soy y qué soy (cosa que, debo confesar, ocurre con bastante poca frecuencia), mi contestación suele ser: soy cristiano por nacimiento, evangélico por vocación y bautista por convicción.
El nacimiento espiritual me ha convertido en cristiano, en hijo de Dios y discípulo del Señor Jesucristo. Por vocación vivo la fe cristiana según los principios del cristianismo primitivo que tanto se esforzaron por recuperar los pre-reformadores y la Reforma del siglo XVI, lo que me convierte en miembro de la iglesia evangélica y del protestantismo histórico. Por fin, fruto de mis convicciones y de mi anhelo por mantenerme fiel a las enseñanzas del Nuevo Testamento, he decidido libremente formar parte de una congregación bautista, como heredera que la considero del primitivo movimiento apostólico y radical que ha pervivido a lo largo de la Historia.
No podría dejar de ser cristiano, pero sí podría haber sido cristiano y no evangélico, o cristiano evangélico y no bautista. Lo cierto es que, con todas mis limitaciones, y pese a mis errores, soy cristiano evangélico bautista. En ese preciso orden, y no en otro. Por nacimiento, por vocación y por convicción.
¿Acaso eso me hace ser más cerrado, intolerante o fanático que quienes tan sólo admiten ser “cristianos”, o que aquellos que optan por pertenecer a otra denominación evangélica? ¡De ningún modo! Antes al contrario, el hecho de saber de dónde vengo, qué creo y por qué lo creo me permite entender mejor a quienes me rodean. Las convicciones, por profundas que sean, no están reñidas con el amor y el respeto.
Sinceramente, no creo que la solución al desafío que supone identificarnos ante el mundo actual consista en crear iglesias “no denominacionales” o “independientes” (lo cual no deja de ser una denominación más), ni siquiera “interdenominacionales”, sino en
fomentar el conocimiento de los principios y tradiciones propios y el respeto por los de los demás. Una meta que, a mi juicio, es urgente, necesaria y alcanzable.
Rubén Gómez - Pastor y Traductor - España
[i]Así reza el título de uno de los libros escritos por John Noble, destacado líder británico de uno de los movimientos de renovación carismática.
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