“La civilización del espectáculo”, de Mario Vargas Llosa, es uno de esos libros que marcan las épocas. Vargas define su libro como un ensayo, y lo lleva con sencillez, pero con un toque de genial incandescencia sobre temas de permanente actualidad como la religión, el arte, la cultura y la comunicación –en su sentido más social y mediático–, entre otros.
Desembarazado de aspectos filosóficos muy intrincados, él va al asunto tal como lo percibe desde su criterio de analista, de narrador diestro que mira y cuenta con agudo realismo y, al mismo tiempo, con elegancia y enjundia, lo que ve, lo que percibe y siente: una cultura que se banalizada arrastrada por lo superficial y lo irrelevante hasta caer en una vacua y espantosa frivolidad.
La cultura es el perfil más inmediato y a la vez más penetrante para definir al ser humano. Ella incluye sus creencias, sus valores, sus hábitos, formas y estilos. Hoy tenemos una cultura masificada que nace por el predominio de la imagen y el sonido sobre la palabra. Nuestra cultura privilegia el entretenimiento por sobre todas las cosas y deviene en un pasatiempo popular.
La civilización del espectáculo es un libro que describe la degradación de la cultura, reducida hoy a pasatiempos, frivolidades y chismes. La cultura ha perdido sus grandes temas y sus más conspicuos representantes, o por lo menos casi se ha perdido todo el interés en ellos. La cultura hoy es información rápida, banal, irrelevante y desconectada de la dimensión reflexiva que busca develar los misterios que envuelve la existencia. Todo lo que hace y emprende la cultura actual apunta a lo disolvente y fugaz, a lo que se esfuma y desparece en el instante.
Vargas Llosa no defiende las trabas y los prejuicios que pretendían crear control colectivo a base del miedo a la verdad y al conocimiento cabal de la vida, él –todo lo contrario–, lo que deplora es un libertinaje que propicia la evasión y el escamoteo de la realidad, un desenfrenado delirio por el entretenimiento y el placer que pone a flotar la conciencia colectiva en burbujas multicolores que se deshacen con la brisa.
Para Vargas Llosa existe una diferencia entre la producción cultural del pasado y la de hoy. Se trataba de una producción artística y literaria que buscaba permanecer en el tiempo, vencer la muerte y perpetuarse; la de hoy busca lo efímero, lo instantáneo y fugaz. De paso compara una novela de Thomas Mann, Joyce o William Faulkner con un concierto de Shakira, que no pretende durar más que el tiempo de la presentación.
Pensé, como creyente evangélico, cuando me desplazaba por estas líneas, en nuestros viejos himnarios, en esas composiciones del pasado que tienen la marca de lo eterno, pero que ya no se cantan en nuestras iglesias. Pensé en nuestros predicadores clásicos: Spurgeon, Moody, Edwards y otros, que han sucumbido ante una cultura donde prevalece la producción industrial masiva y el éxito comercial.
La civilización del espectáculo, explica Vargas Llosa, es la de un mundo donde el primer lugar en la tabla de valores vigente lo ocupa el entretenimiento, y donde divertirse y escapar del aburrimiento es la pasión universal, un ideal de vida que él considera perfectamente legítimo, pero que no se puede constituir en el valor supremo de la vida.
“En la civilización de nuestros días es normal que la cocina y la moda ocupen buena parte de las secciones dedicadas a la cultura, y que los chefs y los modistos tengan ahora el protagonismo que antes tenían los científicos, los compositores y los filósofos”, dice el Premio Nobel 2010, con resignado pesar.
Vargas Llosa deplora que en la civilización del espectáculo el cómico haya reemplazado y eclipsado al intelectual del debate político, porque este sólo interesa si sigue el juego de moda y se vuelve bufón.
Sobre la religión
Entre los asuntos de interés particular para nosotros los creyentes es el enfoque que hace Vargas Llosa del auge de la religión frente al ruido que se hace desde posiciones seculares, ya que él entiende que la cultura superficial no es suficiente para la suplir las certidumbres, mitos, misterios y rituales que provee la religión que ha sobrevivido a la prueba de los siglos.
Este libro considera aspectos que nos provocan a reflexionar sobre la iglesia de hoy, muchos de los cuales sólo responden a lo espectacular y extravagante, sin hacer mayores reparos en el rico y profundo contenido que se ha dejado atrás, bajo el vano pretexto de: “Eso ya no vende”.
Vargas Llosa consigna que los hombres se empeñan en creer en Dios porque no confían en sí mismos. “Y la historia nos demuestra que no les falta razón, pues hasta ahora no hemos demostrado ser confiables”, y acentúa la vigencia actual de la religión sobre la base de que le permite al creyente practicante explicarse “quién es y qué hace en el mundo, le proporciona un orden, una moral para organizar la vida y su conducta, una esperanza de perennidad luego de su muerte, un consuelo para el infortunio, y el alivio y la seguridad que se derivan de sentirse parte de la comunidad que comparte creencias, ritos y formas de vida”.
Se trata de un libro para pensarlo desde la fe, pues en el espacio que dedica a las creencias religiosas afirma que el hombre no se concibe ni es capaz de abandonar la religión. Es como si dijera que a esta generación, que ha banalizado el arte y la literatura como forma de explicar la vida, sólo la salva la religión, esa creencia –tal como él la define– en un ser supremo, creador de todo lo existente y que al final de los siglos habrá de juzgar y compensar con justicia a todos los que actuaron en el escenario de la historia, que en esta parte concluyente parece precipitarse de manera inevitable a la destrucción y al vacío.
Tomás Gómez Bueno – Pastor – República Dominicana
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