El desarrollo de una sana autonomía conlleva un proceso. Como padres, podemos acertar o equivocarnos a la hora de educar.
Desde el momento en que nacemos, necesitamos la ayuda de otras personas para salir adelante; sin embargo, según vamos creciendo nos damos cuenta de que no nos gusta depender de terceros. ¿Es lo mismo ser individualista que ser autónomo?
El individualismo (según DRAE) considera los valores o intereses de cada persona por encima de los de la colectividad. Esto, que hoy en día no suena mal, pero se convierte en un gran problema cuando la persona solo quiere que todo gire siempre alrededor de sí misma en función de sus propios intereses. Su lema es “hago lo que me da la gana, sin importarme los demás”.
La autonomía, por el contrario, es la capacidad que tiene una persona para establecer reglas de conducta para sí misma y en sus relaciones con los demás dentro de unos límites (familiares, legales, laborales, etc.). La autonomía nos ayuda a aprender, a colaborar con el resto de las personas y también a resolver los problemas que nos vamos encontrando por el camino. Esto no surge de la noche a la mañana, conlleva un proceso.
Por ejemplo, de igual manera que nuestra capacidad de alimentación varía según la edad, y también lo que comemos, nuestra capacidad de autonomía puede variar positiva o negativamente. Hay sabores que de niños nos parecen muy fuertes, no así cuando somos adultos. Maduramos y aprendemos a comer de manera sana según vamos creciendo. Igual pasa con la autonomía, los bebés y los menores dependen mucho de sus padres, pero según van creciendo aprenden a colaborar con los demás y a resolver situaciones difíciles por sí mismos.
Esto es fácil de decir, pero difícil de hacer porque a los padres nos toca “soltar amarras” y dejar que se equivoquen. Con la boca grande decimos que de los errores se aprende, pero con nuestros hechos manifestamos lo contrario, “que ya habrá tiempo” porque lo que no soportamos es ver que las personas a las que tanto queremos se hacen daño cuando se caen. “No es nada, no es nada”, les decimos mientras limpiamos la tierra de sus pequeñas rodillas magulladas. “¡Piedra mala, piedra tonta!” -dice señalándola el “renacuajo”. Y nosotros le reafirmamos: “sí, piedra mala”. Así pasan los días, los meses y los años… los padres, los profes y los cónyuges. La culpa la tiene siempre un tercero. Autonomía no es lo mismo que individualismo.
El desarrollo de una sana autonomía conlleva un proceso. Como padres, podemos acertar o equivocarnos a la hora de educar.
Algunos de los errores más frecuentes son:
1. Exigir más (o menos) de lo que corresponde a una determinada edad.
Dice El Principito que “todas las personas grandes han sido niños antes. Pero pocas lo recuerdan”. Todos hemos necesitado y seguimos necesitando aprender (continuamente). Queremos que nuestros hijos sean superhéroes de carne y hueso aunque sepamos que en realidad éstos no existen. No por exigir más, un menor será más autónomo. La cantidad no siempre es sinónimo de calidad.
2. Restar importancia a la relación entre padres e hijos.
Si la teoría es necesaria, la práctica más. La teoría nos ayuda a asimilar el conocimiento, la relación nos abre las puertas para ponerlo en práctica. No hay información, ni plataforma o aplicación online tan sofisticada que pueda sustituir la sensación de seguridad que transmiten los progenitores a sus hijos a través de la escucha o el acompañamiento. Los buenos padres están al día y se informan, los padres excelentes ponen en práctica lo que aprenden y enseñan con el ejemplo. Facilitan al menor un entorno de aprendizaje en el que existe la posibilidad de equivocarse, pero también la oportunidad para empezar de nuevo.
3. Conceder (todo) sin poner límites.
“Cuanto más, mejor” es una afirmación peligrosa si queremos ser equilibrados. ”Uso” o “cantidad”, ¿qué es más importante? La cantidad es externa, el uso interno. Determinemos principios que nos ayuden a usar o gestionar correctamente el conocimiento, el tiempo, las relaciones o el dinero. Hay personas que siempre se ven desbordadas por una gran cantidad de trabajo y siguen sin darse cuenta de que el problema no es la cantidad sino el uso o la gestión que se hace del mismo. Como adultos debemos aprender a poner límites en las relaciones personales y en las laborales si queremos dar ejemplo a nuestros hijos sobre lo que es desarrollar una autonomía sana. Si lo único que oyen y ven en nosotros es que nuestro trabajo nos impide relacionarnos con ellos, creerán que la autonomía no es útil y no puede dar respuesta a un abuso externo.
Así que, ¿podemos hacer algo? ¿Cómo podemos potenciar una sana autonomía?
1. Expresémonos aprecio unos a otros:
Decía el filósofo alemán William James que “en toda persona, desde la cuna hasta la tumba, hay una profunda ansiedad de recibir aprecio”. Se supone que el hogar es el lugar donde esperamos “recargar las pilas” después de una dura jornada laboral o escolar. Desgraciadamente, esto no es así en muchos casos.
La familia es muy importante. La mayoría de nuestros problemas como adultos proceden de circunstancias o situaciones mal gestionadas en nuestra infancia. Conquistemos primero el corazón de nuestros hijos, para ganar después su cabeza. Creamos en ellos aún antes de que hayan conseguido logros significativos.
Transmitámosles esperanza. Me llamó la atención la siguiente anécdota que cuenta J. C. Maxwell en su obra Relaciones 101: “un experimento con ratas de laboratorio midió su motivación para vivir bajo diferentes circunstancias. Los científicos echaron una rata en una jarra de agua colocada en un lugar completamente oscuro, y midieron el tiempo que el animal insistía en nadar antes de darse por vencida y ahogarse. Hallaron que la rata luchaba por poco más de tres minutos. Luego echaron otra rata en el mismo frasco, pero en lugar de colocarla en total oscuridad, permitieron que un rayo de luz la iluminara. En esas circunstancias la rata siguió nadando por treinta y seis horas. Eso es más de setecientas veces más tiempo que la rata en la oscuridad. Debido a que la rata podía ver, siguió manteniendo la esperanza”.
Me pregunto si, en medio de las dificultades, ¿transmitimos luz a nuestros hijos, o luchan por sobrevivir en un entorno familiar completamente oscuro?
2. Tratemos a nuestros hijos como agentes morales activos:
Esto de “agente moral activo” puede sonar pedante o raro. En realidad, lo que quiere decir es que les hagamos conscientes de que constantemente, para bien o para mal, están tomando decisiones sobre lo que hacen o no hacen. Desde esta perspectiva, como padres, debemos hablarles también con el lenguaje del deber y de las responsabilidades, y qué mejor manera que hacerlo con el ejemplo. Hagámosles saber que ellos son nuestra primera responsabilidad. ¿Se lo demostraremos con hechos? Rompamos el círculo vicioso de todas esas necesidades inmediatas que atentan contra el tiempo que es de ellos. En el sistema social y laboral actual, si no planificamos estratégicamente nuestra vida para pasar tiempo con nuestra familia, no lo haremos. Echaremos la culpa al trabajo o los compromisos sociales. Los creyentes, además, a los “servicios” religiosos. En el fondo, lo que les estamos enseñando es: no tengo el control de lo que vivo, soy preso de las circunstancias, lo único que puedo hacer es permanecer pasivo y esperar a que suceda lo que deseo, pero no puedo decidir por mí mismo.
El mayor problema que puede sufrir una familia no es perder la casa, el trabajo o la posición social... Ni siquiera la muerte de un ser querido. El mayor problema que sufre una familia es la ruptura (en vida) de la unidad familiar. Hagamos de esta nuestra prioridad.
3. Compartamos los mismos valores:
¿Qué principios estamos transmitiendo? No pensemos que el gobierno, la universidad o las escuelas de padres son quienes tienen la responsabilidad de hacerlo. Desechemos el concepto superficial y mecanicista de “fábrica de individuos” en el que parece que todos debemos ser cortados por el mismo patrón para obtener el mismo resultado. Podemos escribir, escuchar y leer sobre las 10 claves para esto y lo otro, pero sin perder de vista que cada persona es la principal clave en su propia vida. ¿Cómo afecta la esencia de lo que soy al colectivo en el que me muevo? ¿Cuál es mi contribución? ¿Confío en mí y en otros?
4. Invirtamos en el matrimonio:
Cuando los cónyuges se respetan y se aman, los hijos aprenden mucho sobre la importancia del compromiso en medio de las diferencias y de la adversidad en la vida.
En conclusión, la autonomía es buena, pero no surge de la noche a la mañana por “ciencia infusa”. En ocasiones, educar para la misma nos exigirá a los padres no solo aprender a “soltar amarras” sino también acompañar y escuchar a nuestros hijos dedicándoles el tiempo que se merecen. Me viene a la mente la imagen de un niño que aprende a montar en bici. Conlleva un esfuerzo progresivo acompañado por medidas de seguridad que van desapareciendo según se adquiere la destreza. Al principio, se comienza con un triciclo, después se pasa a una bici pequeña con dos ruedas traseras pequeñas que ayudan a mantener el equilibrio. Finalmente, quitamos esas ruedas traseras pequeñas y corremos al lado reconociendo simplemente lo bien que lo hace. Así, llega el día en el que cada uno con autonomía dirige su propia bici y es consciente mientras avanza de todo aquello que le rodea.
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