La psicóloga Lidia Martín advierte sobre los efectos a largo plazo en una sociedad que expone, asume, consume y normaliza actos violentos.
El pasado lunes 20 de abril la sociedad española se vio conmocionada por el asesinato de un profesor a manos de un niño de trece años, en el instituto Joan Fuster de Barcelona. El joven entró en el aula armado con una ballesta y un machete, y llevaba materiales para fabricar una bomba casera en su mochila. Según el testimonio de los alumnos, decía que los “quería matar a todos”.
Era la primera vez en España que se producía la muerte de un profesor a manos de un alumno. A pesar de la excepcionalidad del hecho, la sociedad, y sobre todo la comunidad educativa, advierte de la necesidad de una reflexión sobre la violencia, y cómo está llegando a los niños y jóvenes.
La psicóloga Lidia Martín cuenta con una amplia experiencia en el trato con adolescentes desde su labor profesional. Es además la directora de Prevvia, una entidad que organiza seminarios y talleres para diferentes sectores de la población en los que se intenta dar herramientas para prevenir situaciones complejas relacionadas con la educación en el hogar, el uso de redes sociales o la resolución de conflictos.
Pregunta. ¿Crees que en general, los niños y adolescentes están más expuestos a la violencia ahora que en otras épocas recientes?
Respuesta. Creo que todos, en general, estamos mucho más expuestos a la violencia. Nuestros entornos, a pesar de estar aparentemente más protegidos (por ejemplo, por regímenes políticos y sociales más democráticos que los que nos han regido en el pasado y también en teoría menos violentos) están mucho más expuestos a otros tipos de violencia que, quizá, por el hecho de haber estado siendo tolerada durante un tiempo más que prudente, empieza a pasarnos factura sin contemplaciones.
Nuestro acceso a los medios y el acceso que esos medios tienen a nosotros, incluso cuando ni siquiera buscamos la información, hace la violencia mucho más accesible a nosotros, como lo hacen las nuevas tecnologías, el contenido del cine y la televisión que vemos, la literatura que leemos, o los videojuegos a los que juegan nuestros hijos. Todas estas cosas que, durante años y desde esa recién estrenada libertad en la que tanto hemos querido movernos (ya no tan recién estrenada) no nos han generado ninguna inquietud, porque parecía que “no pasaba nada”, ahora vienen con toda la fuerza de una sociedad y una generación insensibilizada que sólo parece espantarse cuando pasan cosas como lo ocurrido en Barcelona, pero que no tiene problema en seguir convirtiendo fenómenos como Cincuenta sombras de Grey, claramente basados en la violencia (aunque a algunos y, lo que es peor, a algunas, les resulte inofensiva) en top ventas y top consumo porque “todos controlamos”. Pues es evidente que todos no controlamos y no precisamente porque haya patología mental de por medio, que es lo primero en lo que piensa todo el mundo ante el problema del mal y de la violencia.
Algunas cosas nos parecen inofensivas o nos parece que no pasa nada debido a que, simplemente, no les ha dado tiempo a calar lo suficientemente hondo en las mentes y emociones de las personas como para generar efectos visibles y contundentes. Probablemente nos sucederá en los próximos años con otras “moderneces” que hemos ido asumiendo y cuyos efectos aún no son visibles. Pero lo serán, y muchas veces nos damos cuenta de ello cuando el tamaño del iceberg en que se convierten es prácticamente inabordable.
P. ¿Tiene esto algún efecto en la forma en la que afrontamos los problemas?
R. Sí influye en la forma en que los chicos y no tan chicos resuelven sus problemas, sin duda. Nada más hay que ver las secciones de sucesos cada día en los informativos o los periódicos para darse cuenta de que la gente está alterada en general, a la defensiva, casi paranoica en algunos asuntos. No pensamos bien unos de otros, pensamos directamente lo peor, por si acaso, porque “con las cosas que se escuchan...”. Hoy en día discutir conduciendo tiene posibilidades de acabar en tragedia, o llamar la atención a un transeúnte por dejar que su perro orine en cualquier lado, o regañar al niño de otra persona por estar haciendo lo que no debe, por poner sólo algunos ejemplos.
Hemos admitido la violencia como forma de gestión de problemas y de conflictos. Hemos asumido que “todo el mundo lo hace”, como si eso fuera verdad. Nos creemos que “para que la gente te haga caso hay que ponerse firme”, que no suele significar ser firme sino ser borde, desagradable, o incluso violento. Y seguimos promocionando este tipo de comportamiento como algo que es normal. Y así nos va.
P. ¿Deberíamos como sociedad hacer una reflexión sobre la educación de niños y adolescentes, para ver cómo fomentar valores como la convivencia, la resolución pacífica de conflictos?
R. Sin duda. Mientras sigamos quitándole hierro a estos temas y pensando que estas reacciones son cosa de unos pocos “zumbados”, pero que los demás controlamos, seguirán pasando estas cosas. En el fondo, nos creemos buenos. Seguimos sin entender que las personas normales, ante situaciones de presión, de acoso, de odio... tenemos reacciones no tan normales que no se explican necesariamente por patología mental. Pero nos seguimos resistiendo a creer que esto nos toca a nosotros muy de cerca.
Yo trabajo en prevención con menores a diferentes niveles, y si hay alguna actividad que cuesta promocionar y atraer público es la que tiene que ver con dotar a los chicos y chicas, niños y niñas de estrategias de habilidad social, de inteligencia emocional, de autocontrol, de estrategias de toma de decisión y solución de problemas... Para muchos eso les suena a manido y creen que lo tenemos superado. Pero no lo tenemos superado ni los jóvenes ni los mayores. Sólo hay que ir a un partido de fútbol infantil los sábados o domingos para ver hasta que punto todos podemos ser absolutamente disfuncionales si el tema nos toca lo suficientemente de cerca.
Mientras no aceptemos que esto no es cosa de unos pocos y nos responsabilicemos cada cual de la parte que nos toca, no habrá ningún avance en estos temas y seguiremos, desgraciadamente, contemplando como pasan de vez en cuando cosas como estas y también otras que, sin ser tan llamativas, pasan a nuestro alrededor todo el tiempo y con todos en general. ¿Quién de nosotros, pensándolo detenidamente, no ha recibido en algún momento o ha emitido hacia otros una reacción aunque sea moderadamente violenta?
P. Desde una perspectiva psicológica, ¿qué explicación puede tener un acto tan extremo como el que ha ocurrido en el colegio en Barcelona?
R. Hace un rato hacía mención a que lo primero en lo que se suele pensar es en patología mental, algo que no suscribo. Desconozco si es el caso aquí o no, aunque rápidamente se ha hablado de brote psicótico, pero no tengo los datos, con lo que no puedo ni debo emitir una opinión diagnóstica. Pero nos sigue costando creer que las personas puedan hacer estas cosas si no están mal de la cabeza, cosa que no es cierta.
Hay personas que acumulan suficiente cantidad de odio en su mente y su corazón como para poder ejecutar las acciones más atroces. Yo el pasado lunes estaba entrando en un instituto de Secundaria de Madrid para trabajar justo cuando escuchaba la noticia en la radio. Reconozco que me irritó que dieran por hecho la patología mental. Me irritó por unos y por otros, por los que la tienen y los que no, porque no es justo de partida. Pero sobre todo porque seguimos sin asumir nuestra propia naturaleza, que tiene bastante de podrida en muchas ocasiones.
El ambiente que se respira en muchos institutos, las relaciones entre muchos alumnos y sus profesores es, en muchas ocasiones y para mi propio asombro, de mucho odio acumulado. El sistema educativo actual no puede controlar a sus alumnos o a cierto tipo de ellos y funciona en muchas ocasiones a golpe de parte o expulsión. Esto genera odios y agresividad, porque a la vez surge como respuesta contundente al odio y agresividad que muchas veces los maestros también perciben de sus alumnos, la falta de respeto permanente que desde las propias familias hemos fomentado convirtiendo a nuestros hijos en tiranos y a los profesores en el enemigo. Podríamos seguir tirando del hilo, pero no es ni el momento ni el lugar probablemente.
Así las cosas, no hace falta que alguien esté loco o trastornado mentalmente en un sentido patológico para que haga cosas como las que pasaron desgraciadamente en Barcelona. Recordaba estos días una película tristemente similar titulada “Tenemos que hablar de Kevin” y protagonizada por Tilda Swinton en la que se nos pone frente a la realidad del odio también en los niños, las influencias a las que les sometemos, las dificultades que tenemos para abordar estos problemas y hasta qué punto la patología mental no tiene tanto que ver en estas cosas como a menudo sospechamos. Tendremos que ver, en cualquier caso, cómo evolucionan los acontecimientos respecto a la realidad mental de este chico, aunque me temo que podamos llevarnos algunas sorpresas en la línea de otros menores que han cometido crímenes gravísimos y cuya patología mental es más que discutible, aunque en su momento se sopesó como posible causa.
Por el momento sólo podemos alinearnos con el dolor de las víctimas y sus familias, con el impacto brutal que han recibido los compañeros y demás profesores del centro y asumir el análisis que inevitablemente nos toca hacer como sociedad porque, si realmente lo somos, lo que haga uno debería dolernos a todos.
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