Así,
en el primer capítulo (La poesía finisecular y el modernismo), hace un ajuste de cuentas con la obra de los poetas más representativos de la corriente que llegó a identificarse en México como la máxima expresión de la lírica: el modernismo, sobre todo gracias a autores como Amado Nervo, Manuel Gutiérrez Nájera, Manuel José Othón y Salvador Díaz Mirón.
Para él, el modernismo recogió “la gran herencia de los siglos de oro, el genio de Sor Juana Inés de la Cruz y el rechazo de lo ‘académico’ (imitaciones, dudas, solemnidades, retóricas vanas y gestos patrióticos) y lo ‘romántico’ (improvisación, sinceridad a raudales)”.(1)
Esa corrientes es el gran referente de la primera mitad del siglo XX, pues desemboca en los intentos vanguardistas de los poetas mexicanos. La ruptura literaria tuvo que ver con la sociopolítica, pues la Revolución se atravesó en medio del trabajo de varios poetas y los marcó para siempre, como en el caso de Ramón López Velarde, pues la lucha el atavismo rural decimonónico se transformó en obras que no cabían ya en los esquemas convencionales. Así sucedió con Francisco González León y Alfredo R. Placencia (autor de “Ciego Dios”), cuya religiosidad de naturaleza clerical los hizo abrir brecha para la nueva expresión poética. “Se trasciende lo típico (la alianza entre la cursilería y la nostalgia), se deposita el sentido del presente en la evocación y se igualan la identificación con el pasado y la solidaridad con los vencidos” (pp. 19-20).
Monsiváis destaca la peculiaridad de algunos autores: el erotismo de Efrén Rebolledo,
La Suave Patria, de López Velarde (“suma del costumbrismo y el nacionalismo intimista, catálogo entrañable”, p. 39), la obra de ruptura programática de Enrique González Martínez, el profesionalismo de Alfonso Reyes, la experimentación de José Juan Tablada…
El segundo capítulo (1920-1930: revolución en la poesía) aterriza muchas observaciones del anterior y ejemplifica la manera en que la lírica mexicana se fue encaminando hasta producir voces como las del estridentista Manuel Maples Arce, “en la línea de los futuristas italianos, ansioso de la desintegración del pasado” (p. 52) o la de Renato Leduc, periodista y poeta atípico, ligado a formas de coloquialidad inéditas, famoso por su soneto dedicado al tiempo (“Sabia virtud de conocer el tiempo…”), muy cercano a la propia estética de Monsiváis en su aprecio por lo popular y lo satírico: “Leduc deposita su estilo en las combinaciones del virtuosismo y del relajo, que reduce al absurdo pompas y prestigios, y erosiona la dictadura de los Temas Prestigiosos” (p. 58).
Al escribir sobre el grupo ligado a la revista Contemporáneos en el siguiente capítulo, calificándolos de “soledades en compañía”, Monsiváis se detiene en el movimiento más representativo de la poesía mexicana de la primera mitad del siglo XX para definirlos como “la versión más estructurada de la modernidad literaria” (p. 59). Como ya lo había hecho desde 1976, ahora los ubica en el contexto de los avances estéticos de la época y subraya algunas particularidades: en Bernardo Ortiz de Montellano, animador y fundador de la citada revista, encuentra la exaltación freudiana del sueño (“Himno a Hipnos”); en Gorostiza, autor del gran poema
Muerte sin fin (“Lleno de mí, sitiado en mi epidermis/ por un dios inasible que me ahoga,/ mentido acaso/ por su radiante atmósfera de luces/ que oculta mi conciencia derramada…” (2), un asedio a lo sagrado, descrito como sigue:
¿Es el asedio a lo sagrado (a Él), el diálogo con lo inasible (la forma), la materia que se interroga a sí misma, la metafísica fundada en la extinción de la materia y la resurrección del lenguaje, la teología donde la inteligencia es una vislumbre de la humanidad? Ahora vemos, como por espejo, en la oscuridad, pero entonces… Lo innegable del poema es su deslumbrante sistema metafórico, su perfección prosódica, su ritmo, su complejidad. Al término de las exégesis, el poema prosigue (p. 66).
Xavier Villaurrutia, famoso por su libro Nostalgia de la muerte es, para el también autor de
Los rituales del caos, un gran transformador de los sentidos y los símbolos literarios. Gilberto Owen es un cultivador de lo críptico, mientras que Salvador Novo es un autor que “se beneficia de la modernidad y los temas de lo cotidiano” (p. 75), amén de su mirada crítica y completamente heterodoxa desde el ámbito vital.
Monsiváis le dedica un capítulo completo a Carlos Pellicer, como si hubiera querido pagar una deuda de largo plazo. “Con los poetas modernistas Pellicer comparte la celebración de la belleza, el mayor bien de la Patria y del individuo; la fuente del vigor: la mezcla del vocabulario lírico clásico con los vocablos inesperados” (p. 79). Con un aliento retórico similar al de Neruda, Pellicer viajó por toda América al lado de José Vasconcelos, experiencia que lo marcó para siempre: “La obra de Pellicer responde a la ampliación de horizontes y la gran idea de la utopía: transformar la realidad a través de las variaciones de la épica. Eso también es poesía” (p. 86).
Católico y obsesionado por los paisajes (“Las grandes aguas del Señor iluminan la sombra de las almas”, en
Piedra de sacrificios (Poema iberoamericano), 1924), Pellicer practica algo así como la “espiritualización de la naturaleza”. Sobre la veta religiosa de esta poesía, escribe Monsiváis:
En los sonetos de Práctica de vuelo (edición de 600 ejemplares) el cristianismo de Pellicer se transparenta al máximo. Es la piedad religiosa como galería de equivalencias de la pintura, es la estética de la fe, es la metáfora como fundamento de la mística. En el horizonte de vírgenes y arcángeles, la figura de Cristo es el amor aliento de lo sublime. En Práctica de vuelo, el cristianismo es la creencia que va de la creencia a la hermosura, no sin pasar por la encendida “blasfemia”: “Haz que tenga piedad de ti, Dios mío,/ huérfano de mi amor, callas y esperas,/ en cuántas y andrajosas primaveras/ me viste arder buscando un atavío” (p. 107).
En el último capítulo (Poesía y cultura popular), Monsiváis explicita con ejemplos exactos lo que tantas veces recordó en sus presentaciones personales: por un lado, el apego a la poesía memorizada y los vasos comunicantes entre poesía y el gusto popular por los versos. Su repaso de autores favorecidos por este gusto, heredero y continuador del modelo clásico de la literatura española antigua y el muestrario de razones de tal popularidad, es impecable: Gustavo Adolfo Bécquer (“¿Qué es poesía?”•), Manuel Acuña (“Nocturno a Rosario”), Antonio Plaza, José Zorrilla, Juan de Dios Peza (“Reír llorando”), Rubén Darío (y la legión de seguidores como José Santos Chocano), Gutiérrez Nájera, Nervo, Díaz Mirón (“Paquito”), Luis G. Urbina, “Marciano”, “El Cristo de mi cabecera”, Julio Sesto (“Las abandonadas”), “Por qué me quité del vicio”, La Suave Patria y, en el clímax de la devoción edípica, “El brindis del bohemio”, de Manuel Aguirre y Fierro. Es el reino de los declamadores, como la argentina Berta Singerman o el mexicano Manuel Bernal…
A este estirpe perteneció también Jaime Sabines, con su clásico inmediato, “Los amorosos”, sólo antecedido por Neruda y García Lorca. Al relacionar este fervor con las canciones establecidas en la memoria (Agustín Lara, Álvaro Carrillo, Armando Manzanero…), las palabras con que concluye Monsiváis son lapidarias “La memoria colectiva nunca descansa” (p. 150).
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(1) C. Monsiváis, Las tradiciones de la imagen: notas sobre poesía mexicana. México, Taurus-ITESM, 2001, p. 13.
(1) El texto completo puede leerse aquí. Como epígrafe, Gorostiza colocó los versículos 14, 30 y 36 de Proverbios capítulo 8.
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