- ¿A dónde?- Preguntó como desde la ultratumba.
- Al quinto, soy la nueva institutriz del señorito.
- Aproveche que aún hay ascensor, a las once habrá corte de luz.
- Entiendo.- Respondió ella.
El sistema eléctrico del ascensor legendario rompió el silencio mientras descendía. Abrió la institutriz, primero, la puerta de rejilla metálica y, después, las dos portezuelas de madera y vidrio que la separaban del interior.
La suntuosidad de aquella caja que se despegaba del suelo, la dejó pasmada. Terciopelo rojo de otro siglo, botones dorados, espejo de marco labrado. Por fin la puerta de roble del quinto D, el timbre y el crujir de las bisagras.
- Usted debe ser la señorita Elisabeth.- El mayordomo la repasó con una mirada inquisitiva.
- Así es.
- Adelante, por favor. Espere en la sala, iré a avisar a la señora.
En la sala, dos grandes ventanales recibían la luz a raudales. Tres cuadros con escenas alegóricas cubrían la pared frontal, enmarcados en pan de oro y acompañados con sendos jarrones florales en sus esquinas. Elisabeth se sentó en el borde de una de las butacas, para no parecer demasiado atrevida, y respiró hondo.
- ¡Bienvenida!- Una señora oronda, exquisitamente vestida, abrió una de las puertas laterales.
Elisabeth se puso de pie, como impulsada por un resorte, y sonrió.
- ¡Pero si eres una niña! ¿Cuántos años tienes?
- Veinticinco, señora.
- No sabes las buenas referencias que hemos recibido de ti, bueno… y de Petra, que en paz descanse.
Un segundo de silencio. Por la mente de Elisabeth pasó, en un destello, la imagen de su amiga difunta. Tan joven había sido Petra como ella; pero más alegre, como impulsada por una impertérrita ilusión. Y, en aquel momento, la joven se descubrió tratando de suplir a una persona que era en realidad insustituible.
- Bueno, como la vida sigue…- La señora la tomó del brazo.- Te presentaré a Ricardito.
Avanzaron por un pasillo largo, sembrado de retratos en blanco y negro de hombres de la familia. La última habitación, una sala de estar pequeña con una mesa camilla. Allí, un adolescente en silla de ruedas leía de espaldas a la puerta.
- ¡Ya estamos aquí!- Exclamó la madre tratando de contagiar su ilusión.
Elisabeth caminó hacia él y se topó con sus ojos azules y su piel palidísima.
- Bienvenida.- saludó el muchacho tendiendo una mano temblorosa.
- Bueno, os dejo solos para que os pongáis al día. La verdad es que con Petra, Ricardito avanzó muchísimo.
- Madre ¿En qué habíamos quedado?- El muchacho agravó su rostro.
- Perdona, hijo. No le gusta que le llame Ricardito, dice que ya no es un niño.- Rió la madre dirigiéndose a Elisabeth.
La luz se colaba tenue por los visillos. Elísabeth siguió su protocolo habitual de trabajo y formuló varias preguntas al muchacho, anotando después metódicamente las respuestas y el nivel académico con el que coincidían.
- Te felicito, Ricardo.- Concluyó al fin.
Accedió el mayordomo con una bandeja de té tintineante, la dejó sobre la mesa y se fue sin decir palabra.
- ¿Uno o dos terrones de azúcar? – preguntó él.
*******
Cada día Elisabeth entraba en aquella habitación con una extraña sensación de sordidez. Su alumno era introvertido, de mirada profunda y maneras sobrias. A menudo, permanecía como abstraído hasta que la institutriz rozaba su mano. Sólo entonces, parecía regresar al mundo de los vivos.
- ¿Qué hacen los muchachos de mi edad allá abajo?- Preguntó un día.
- No sé, lo que hace la mayoría, supongo.- Elisabeth intuía el dolor en su interrogante.- Pasear por El Retiro, comer barquillos e ir al cine o al baile los domingos.
- ¿Y ríen?
- Sí, sobre todo las muchachas.
- Las muchachas…- Miró a la ventana con nostalgia.
- Pero tú podrías ir al cine.- Animó ella.- O a ver los escaparates, bajando en el ascensor y…
- ¡¿Para qué?!- El golpe en la mesa interrumpió la sugerencia.- ¿Para que se burlen de mí?
- Ricardo, por Dios ¿Quién se va a reír?
- ¡Todos! Tú no me entiendes, nadie me entiende. Me duele la cabeza, hoy no quiero estudiar más.
Elisabeth apuró su eterna taza de té y abandonó el domicilio, con un sabor agridulce en la boca del estómago.
*******
Aquella mañana de verano en la que la institutriz se atrevió a dejar entrever sus rodillas con un vestido floreado, Ricardo estaba más disperso que nunca. Cuando Elisabeth se inclinó a servir el azúcar, él creyó vislumbrar la puntilla de su camisón en la abertura del escote y no soportó el calor.
- Elisabeth ¿Tu tienes novio?- La pregunta se escapó de sus labios resecos.
- No es el momento ni el lugar de hacer esas preguntas.- Ella se sonrojó sin querer.
- Es que para mí no hay otro lugar.
- Pues entonces, yo no soy la persona a la que preguntárselo. Soy tu institutriz.
Él no volvió a hablar, ni siquiera accedió a responder las preguntas sobre Historia de España. El chocar de la cucharita de plata contra la porcelana absorbía el silencio. Elisabeth se fue antes, incomodada.
Ricardito comenzó entonces a dormir mal por las noches, a agitarse y despertarse abruptamente, sobrepasado por sus experiencias oníricas. Su madre, angustiada, velaba sus sueños durante horas, conociendo como conocía a su hijo.
- No te puedes obsesionar con ella.- Le dijo una mañana de septiembre.- No es para ti.
- ¿Y quién es para mí, madre? ¿Crees que serás eterna? ¿Cómo quedaré cuando padre y tú ya no estéis aquí? – Preguntó lleno de rabia.
- No pienses en eso ahora, aún falta mucho.
- Pero yo... la amo.- Su confesión flotó en el aire.
- ¿Cómo amabas a Petra? Son sentimientos pasajeros, mira, la pobrecita hasta iba a casarse. Cada uno tiene su vida.
Los ojos azules de Ricardo se tornaron grises y opacos y comenzó a gritar, arrojando todo lo que alcanzaban sus manos frías. Eran gemidos ininteligibles lo que salía de su boca. Su madre, se arrepintió enseguida de haber nombrado el compromiso de la difunta. Trató de contenerle, recibió el impacto de un portarretratos. Finalmente, el mayordomo atajó la crisis como siempre hacía. Nadie volvió a comentar lo ocurrido.
*******
Mientras los pisos pasaban ante sus ojos, subida en el ascensor, Elisabeth reflexionaba sobre lo inoportuno de las miradas de su alumno. Acostumbrada como estaba a trabajar con niños, aquella irrupción hormonal descuadraba por completo sus métodos. Quizás debía renunciar y buscar otro pupilo, en otra casa, seguramente con un sueldo bastante peor, pero en una situación más propicia.
Tocó el timbre dorado, los pasos y la cara inexpresiva del mayordomo. Dicen que los pensamientos profundos del corazón pueden llegar a percibirse cuando se comparte demasiado tiempo con alguien. Y, desde luego, durante toda aquella clase, Ricardo no pudo dejar de pensar en que ella, tal vez, se iría lejos. Tal vez le abandonaría sin remedio. Tal vez se había cansado de él, un tullido incapaz al que ni siquiera le permitía preguntar por su soltería. Era como si pudiese oler sus intenciones.
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- Señorito Ricardo.- La empleada doméstica tocó su hombro.- Llamó la señorita Elisabeth, hoy no podrá venir.
- ¿Dijo el porqué?
- Está delicada de salud.
La madre, que pasaba por el pasillo, irrumpió en la salita de estar como un vendaval.
- ¿Qué sucede, Paquita?
- La institutriz, señora, está enferma.
- ¿Molestias gástricas?
- Sí, señora ¿Cómo lo supo usted?
- Simple casualidad.- Respondió la madre mirando de soslayo a su hijo.
- Me retiro. Permiso.
Quedaron la madre y el hijo solos. La impotencia entre ambos. Se miraban intuyendo en la mirada del otro lo que creían saber y no se atrevían a transformar en palabras.
- No tendrás nada que ver ¿Verdad?
El muchacho abrió su libro y comenzó a leer, ignorando a su madre y a su insinuación. Ella acabó por desistir y el chocar de sus tacones se perdió por el pasillo.
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Elisabeth tampoco acudió al día siguiente. Las molestias iniciales se habían convertido en un dolor agudo que parecía perforarle el alma. Junto a sus vómitos, la sangre roja la espantaba. Fue llevada inmediatamente al médico. En dos días ya había perdido la conciencia. Falleció un 9 de Octubre, entre espasmos y sudores.
Solo pudieron concluir los facultativos que algo que ingirió fue el causante de su muerte. En pequeñas cantidades y de forma sistemática, por lo que nadie se explicaba cómo es que la joven no pudo advertir la presencia del veneno. Y es que, lo que ignoraban, era que un simple terrón de azúcar no intimida a nadie y que, su intenso sabor, cubre hasta la acidez del más potente matarratas. Como lo había ignorado, en su día, Petra; aniquilada por el mismo método, también borrada de la faz de la tierra paulatina e implacablemente.
Ricardito lloró, solo un día, sin saber si era por la culpa o por la pena. Si ella le hubiese dado una oportunidad, nada de aquello habría pasado. Pero quería marcharse, como quiso irse Petra con su prometido y, a él, no le abandonaba nadie. Sus manos se volvieron algo más pálidas, las manos de la muerte y el deseo insatisfecho, que se consumían como sarmientos al sol.
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El portal sombrío, de mármol añejo con volutas en el inicio de la escalinata. La pequeña portería entreabierta, a la izquierda del rellano de entrada. El portero, enjuto, levantó la vista del periódico y observó a la intrusa asomándose a la abertura de la puerta.
- ¿A dónde?- Preguntó como desde la ultratumba.
- Al quinto, soy la nueva institutriz del señorito.
- Aproveche que aún hay ascensor, a las once habrá corte de luz.
- Entiendo.- Respondió ella.
Rosalía, recomendada por la misma maestra que envió a Elisabeth, presionó el botón algo nerviosa.
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