Aunque nadie me lo ha pedido, he decidido usar en este artículo algunas partes de
la entrevista que se le hizo al tuareg de quien escribimos la semana pasada.
Para no aparecer como plagiarios, dejamos constancia de que la entrevista la hizo un señor de nombre Víctor M. Amela a un joven llamado Moussa Ag Assarid.
Moussa comienza diciendo:
«No sé mi edad. Nací en el desierto de Sahara, sin papeles. Nací en un campamento nómada tuareg entre Tombuctú y Gao, al norte de Mali. He sido pastor de los camellos, cabras, corderos y vacas de mi padre. Hoy estudio Gestión en la Universidad Montpellier. Estoy soltero. Defiendo a los pastores tuareg. Soy musulmán, sin fanatismo».
Algo que para nosotros tiene mucha importancia, para ellos no la tiene: la edad. ¿Qué edad tiene un jilguero que cada mañana canta su canción junto a nuestra ventana, la mariposa que revolotea arrítmicamente en medio de las flores del jardín de la abuela o la abeja que busca su materia prima para fabricar la miel? ¿O la montaña que se alza majestuosa e imponente ante nuestros ojos asombrados o el árbol frondoso que nos ofrece su sombra en tiempos de calor y que con el aleteo de sus hojas crea una brisa que nos refresca y reconforta? ¿Qué importancia tiene saber la edad si la vida la vivimos día a día? ¿Cuántos años tiene el sol que nos alumbra, da calor y permite que nuestro planeta y todo lo que en él existe siga viviendo, o la super nova que, en la inmensidad del universo sin fin cumple tranquila y sin apuros la función que le determinó el Creador? Un día de estos, escuché un dato que me hizo sonreír: «Dentro de unos 55 millones de años, al sol se le agotará el combustible y entonces se transformará en una gran estrella roja». ¡Vaya perspectiva que nos espera!
La edad entre nosotros los civilizados es importante, más que por valores metafísicos y esenciales por intereses comerciales y mercantilistas. Paralelamente con los cumpleaños, que siempre significan una mejora en las ventas, se han inventado días para todo y para todos. ¿Qué hay detrás de todos estos «días»? La necesidad de vender. El ritmo de las ventas no puede detenerse, así es que a inventar formas a cual más sutil para que compremos lo que no necesitamos y ahorremos un 35% en vanidades que no nos sirven para nada.
¿Qué es la vida? Un frenesí, una ilusión; una flor que hoy luce hermosa pero que mañana ya no existe y nadie recuerda donde vivió su corta vida.
Papeles: En la libertad del anchuroso desierto no hacen falta papeles. Se es y eso basta. En el mundo occidental moderno, donde se ha creado un tsunami migratorio con miles y quizás millones de pobres que van por el mundo buscando un trabajo que les permita sobrevivir, los papeles son indispensables. Lo curioso es que los mismos que crean a los trashumantes los persiguen, los acosan y hasta los matan. Las redadas no cesan. Cualquier medio de transporte es bueno para devolver a sus países de origen a los que, desplazados por la desocupación y el desempleo, tratan de labrarse un futuro, las más de las veces miserable, en otro lugar, el que sea, pero donde haya trabajo. En el desierto del tuareg, aun sin las comodidades que nos proporciona la modernidad, se vive sin papeles en una relación casi paradisíaca con lo creado. «Pastoreamos rebaños de camellos, cabras, corderos, vacas y asnos en un reino de infinito y de silencio», dice Moussa.
Un musulmán sin fanatismo. En el mundo religioso como en el político, la ausencia de fanatismo es casi un pecado. Para ser un buen cristiano hay que ser un fanático. Lo mismo que para ser un buen político. Criticamos a los miembros de otras religiones de fanatismo olvidándonos de lo que la historia reciente y pasada registra sobre nosotros los cristianos. (Recomiendo aquí leer, de Justo González, su «Historia Ilustrada del Cristianismo» publicada originalmente en 10 tomos por la antigua Editorial Caribe y posteriormente en dos tomos por Editorial Unilit.) Desde mi posición de cristiano, donde nuestro fanatismo puede orientarse por las más diversas vías muchas de las cuales no parecen tan afines con el tipo de fanatismo que recomienda el Maestro en su Sermón de la Montaña (que es, sin duda, el único fanatismo que interpreta en forma correcta su pensamiento), me pregunto cómo será un musulmán no fanático. Y aunque la respuesta tenemos que casi adivinarla, me alegra oír de un musulmán que no es fanático como me alegra saber de un cristiano que ha logrado subyugar su fanatismo religioso malsano a la palabra de aquel que nos enseñó a amar y a bendecir incluso a nuestros enemigos. (Rom. 12-14-21). Sin tener que hilar muy fino, podemos entender que así como hay cristianos que no tienen nada que ver con los abusos que en el nombre de Dios se infligen a pueblos alejados que lo único que quieren es vivir tranquilos, así puede haber muchos musulmanes compasivos, amorosos y que aman al Señor con tanta o mayor intensidad que nosotros, los non plus ultra. Lamentablemente, a aquéllos les aqueja el terrible pecado de poseer bajo la superficie grandes reservas de petróleo,
El amigo Victor Amela alaba el turbante de Moussa. «¡Qué turbante tan hermoso! ¡Es un azul bellísimo!», le dice. «Es una fina tela de algodón», le explica Moussa «que te permite taparte la cara en el desierto cuando se levantan [las tempestades de] arena y a la vez seguir viviendo y respirando».
Ante la reiterada observación de Amela sobre la belleza del turbante, el joven explica: «A los tuareg nos llamaban los hombres azules por esto. La tela destiñe algo y nuestra piel toma tintes azulados».
En Occidente queremos que los hijos del desierto sigan nuestras costumbres y vistan como nosotros como si el estilo nuestro fuera el único válido. «Vi carteles de chicas desnudas», dice Moussa.
«¿Por qué esa falta de respeto hacia la mujer?»
Lejos de avergonzarnos de los estilos públicos que marcan la forma de vida occidental, procuramos que personas de otras culturas cuyas costumbres y vestimentas responden a las suyas hagan como nosotros. En algunos países hasta se les quiere obligar a vestir en un estilo ajeno al suyo. Sería mejor que cuidemos la manipulación que hacemos del cuerpo femenino como medio para vender. Vender lo que sea: tractores, polainas, escopetas, maní tostado o comida para perros. A un promotor de boxeo que ha conseguido que una determinada marca de cerveza financie con sus millones sus veladas boxísticas, se le ocurrió hacer subir al cuadrilátero, cada vez que hay peleas, a cuatro jovencitas apenas vestida con paños reducidísimos. Su trabajo, además de mostrar las partes más sugerentes de sus cuerpos, es sujetar ante las cámaras de televisión y con una sonrisa que da pena, un letrerito con la marca de la cerveza que espera, de esta forma, recuperar su inversión. ¡Qué forma más denigrante de manipular a la mujer! Y aun así, queremos que la mujer musulmana se vista como las nuestras.
Desde su «exilio» en Francia, donde estudia, añora Moussa su leche de camella. Y el fuego de leña. Y caminar descalzo sobre la arena cálida. Y las estrellas. «Allí», dice, «las miramos cada noche y cada estrella es distinta de otra, como es distinta una cabra de otra cabra. Ustedes, en cambio, miran la tele. Tenéis de todo, pero no os basta. Os quejáis. ¡En Francia se pasan la vida quejándose! Os encadenáis de por vida a un banco y hay ansias de poseer, frenesí, prisa. En el desierto no hay atascos. ¿Y sabes por qué? ¡Porque allí nadie quiere adelantar a nadie!
Aquí tenéis reloj… allí tenemos tiempo!»
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