El rechazo de la autoridad romana por algunos fue fruto de las influencias ejercidas por los “luteranos” en su contacto académico o comercial.
En la composición de ese arquetipo se partía de una especie de genética propia de los españoles que les impediría repudiar a Roma, salvo por una acción infecciosa externa. En su natural, ningún español podría ser antipapista y cristiano fiel a la vez. Ese modelo que con tanta pericia publicó Menéndez y Pelayo ha tenido sus repetidores acríticos, no pocos en el propio campo evangélico, y ni Marcel Bataillon escapó a su influencia (al contrario, ayudó a consolidarlo con una nueva textura).
En la segunda mitad del XIX Luis de Usoz descubrió lo tramposo del arquetipo y procuró remediarlo. No tuvo éxito inmediato. En la segunda mitad del XX, cuando más se quería reafirmar el modelo recubriéndolo de capas de yeso con investigaciones eruditas, algunos (entre ellos especialmente el Dr. José C. Nieto) empiezan a ser testigos de las grietas que lo aquejan. Todo era un simple armazón para ocultar la verdad. Ahora ya no se puede seguir, salvo que uno no quiera acercarse para mirar al edificio, cubriendo de yeso las ruinas (¡qué lecciones encontramos en Antonio del Corro contra esos
yesaires!).
Una investigación con nuevas perspectivas y, sobre todo, la lectura de los textos rescatados de esos nuestros reformadores, establece la reforma religiosa española en el XVI como un hecho incontestable. Una reforma peculiar, propia, sin copias o encajes en otros modos europeos, pero una reforma muy importante. Desde luego con aspectos más enriquecedores que los asentados en otras latitudes protestantes.
La lectura de la Biblia en España produjo un conocimiento de Dios y del hombre como estaba aconteciendo en otros lugares por el mismo canal. La Palabra que trajo al Cristo Redentor liberó también a los españoles. En España hubo reforma religiosa; hubo una Iglesia española reformada, evangélica. Cierto que la acción de Roma con su Inquisición la arrasó hasta los cimientos y la sembró de sal (como hizo con los edificios donde se reunían); cierto que lo que quedó de ella en el exilio no tuvo mejor final por la acción de los “inquisidores” protestantes; pero cierto que sus semillas siguen vivas, y a su tiempo han fructificado.
Los datos de la propia época son elocuentes. Cuando se descubre a la iglesia de
Valladolid se sabe que la Inquisición contó con información de ramales en
Salamanca, Zamora, Toro, Palencia, etc., y que tenía conexiones con la zona de
Sevilla y del
reino de Aragón. (No es lugar de proponer citas bibliográficas, pero al menos para esta cuestión es valiosa la lectura de W. Thomas:
La represión del protestantismo en España, 1517-1648. 2001. Especialmente el capítulo “La invasión protestante”).
En la zona de
Navarra con su frontera de la Baja Navarra, la presencia protestante es constante. En
Sevilla se contaba con una extensión de influencia, al menos, de toda la población del Cabildo Catedralicio (unos cien kilómetros a la redonda: Carmona, Jerez, Niebla, Reina, etc.).
Al quedar descubiertas las iglesias en Valladolid y Sevilla, las órdenes del Emperador y del rey Felipe representan una descripción de la situación que para nada se compadece con que la reforma española se limitaba a un par de insignificantes puntos en el mapa, que se podían confundir con el inoportuno paso de una mosca sobre el papel. Los prelados tenían que detectar a los grupos protestantes en sus obispados; los monasterios tenían que reactivar la vigilancia para “limpiar” la presencia de influencias protestantes; los Grandes de España debían descubrir en sus territorios a los protestantes y entregarlos a la Inquisición, etc., etc. Los informes de los responsables de la Inquisición al papa abundan en esta percepción: estaban ante un peligro cierto y fuerte.
Cipriano de Valera, en sus Dos Tratados, cita al historiador papista Illescas: “Eran todos los presos de Valladolid, Sevilla y Toledo, personas harto calificadas, etc. Iten. Eran tantos y tales que se tuvo creído que si dos o tres meses más se tardaran en remediar este daño, se abrasara toda España; y viniéramos a la más áspera desventura que jamás en ella se ha visto”. Luego añade de sí propio que “Dios ha revelado su Evangelio en España a gente docta, y a gente de lustre, ilustre y noble: cuando le placerá, hará la misma misericordia al vulgo y gente común (…) Y no hay, casi, casa noble en España que no haya habido en ella alguno, o algunos, de la religión reformada. Su Majestad, por su Cristo nuestro Redentor, aumente el número para su gloria, y confusión del Anticristo”.
Los datos confirman que realmente había una gran extensión de la presencia “protestante” en España, que eran españoles los que componían esos grupos, que tenían un sistema doctrinal idéntico en las columnas principales a los de la Europa Protestante, que muchos pertenecían al clero y a las clases privilegiadas de la sociedad, que eran ejemplo de comportamiento ético (¡curiosamente señalado este aspecto como lo más peligroso para Roma!); y que faltó efectivamente que esa reforma religiosa llegara al “vulgo y gente común”.
(En el próximo encuentro, d. v., pensaremos cómo y quién destruyó a esa nuestra iglesia.)
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