En esta sociedad capitalista menos y menos se está viendo el
cash. En el caso que comento, registran tu paso con unas camaritas muy monas y tremendamente avispadas que con un simple clic te sacan de tu cuenta de cheques el valor establecido para cada sitio, más o menos como cuando en los tiempos de Lutero pasaban las almas del purgatorio al cielo, según Juan Tetzel, al solo toque de las monedas en el fondo del cofre de las indulgencias.
En el camino que por años he venido haciendo todos los días, y en menos de diez kilómetros, hay ya tres de estos controles que se traducen en seis clics: tres de ida y tres de regreso. Pagamos impuestos para que se mantenga y mejore el sistema vial y cuando lo mantienen o lo mejoran tenemos que volver a pagar. Me lo decía Kenny un día de estos: Antes, cuando veíamos construyendo nuevas carreteras o mejorando las ya existentes nos alegrábamos; eso significaba progreso y mejores condiciones para el transporte. Ahora, cuando vemos lo mismo nos aterramos pensando en cuánto se gravarán nuestros presupuestos. Y nos dan ganas de gritar: «¡Por favor, no más modernidad! ¡Dejen eso como está!»
Como el animal salvaje que cuando se siente atrapado por el lazo del cazador busca desesperado una forma de escapar y seguir siendo libre, nosotros hacemos lo mismo; tratamos de evadir el pago de peaje olvidándonos de la carretera de alta velocidad e intentando viajar a través de las calles de la ciudad plagadas no de cámaras sino de semáforos que algún astuto ha coordinado mañosamente para hacerte parar en cada esquina con el consiguiente aumento en el consumo de combustible.
En estos días, a partir del sábado 17 de julio del año dos mil diez de nuestro Señor, me he dedicado –como cientos y quizás miles de otros miamenses– a buscar una vía alternativa para recorrer los poco más de treinta kilómetros entre mi casa y el trabajo. Aunque hasta ahora he comprobado que la distancia casi sigue siendo la misma y que el tiempo de viaje depende de la «suerte» que has tenido con los «verdes» y la cantidad de vehículos que vayan o vengan (a veces el famoso
expressway con sus cinco carriles de ida y cinco de venida se pone tan pesado que tranquilamente podemos echar una siesta tras el volante a la espera que la columna de autos se mueva… pero bueno), sospecho que este ejercicio no durará mucho porque terminaré volviendo a la carretera, rindiéndome así, como lo harán los demás, a la obligatoriedad de pagar. Nosotros, como el animal salvaje que siente que ha perdido para siempre su libertad y acepta la realidad de que de ahí en adelante su vida será otra, optamos por rendirnos y dejar que la ciudad siga metiéndonos la mano en el bolsillo, bolsillo que más y más es menos y menos privado. La moda en la época en que vivimos es autorizar a negocios, servicios, bancos, compañías de seguros y de hipotecas para que retiren directamente de tu cuenta de banco la suma que tienes que pagarles mes a mes, con lo cual el dinero va y viene (o más bien va y va) sin que nadie lo vea.
Entre los que arman esta telaraña para cazar a los miles de conductores que se movilizan por la ciudad en idas y venidas que suman millones debe haber maestros consumados de la psicología que saben muy bien que al principio nos resistiremos pero que poco a poco iremos entregando mansamente la oreja. Por mi lado, ya sé que tendré que agregar a mi presupuesto mensual unos treinta dólares que antes me los podía gastar en confites (Pepe Figueres.*).
Hay una frase con la que procuramos consolarnos: «Es el precio que hay que pagar por la modernidad». Esta modernidad, sin embargo, puede terminar agobiándote al punto que desearías huir y convertirte en un tuareg para disfrutar de la bendita soledad del desierto. Para platicar con las cabras, dejarte llevar por los camellos, hacerles verónicas de experto a los toros imaginarios que atacan con cada golpe de brisa que levanta nubes de arena de las dunas ardientes. Y dormir bajo el manto de las estrellas abrigado por el calor de los animales que cuidas, que son tus amigos.
Cuando voy y vengo en mi auto por la ciudad de Miami acostumbro escuchar Radio Enciclopedia, una radioemisora que transmite desde La Habana. Tiene buena música, un excelente equipo de redactores, locutoras de primer nivel y programas enriquecedores del espíritu. Me pregunto cómo harán para vivir los cubanos de la Isla sin publicidad comercial. ¡Pobrecitos ellos! Sin que los estén bombardeando de día y de noche con anuncios que, en la mayoría de los casos encierran exageraciones, engaños o simplemente mentiras. ¡No los entiendo! Más bien los compadezco. Sus notas culturales y comentarios sobre avances de la ciencia jamás podrían ponerse a la altura de las fajas que te venden para bajar diez kilos en cinco días o del programa para aprender inglés hablando español u ¡oh maravilla! la invitación a que mandes todas tus joyas de oro a una dirección al otro lado del país con la promesa cierta (?) de que a vuelta de correo te llegará un chorro de dólares. O de aquel que te asegura que si la crema para quitar las arrugas que compraste por la que pagaste 40 dólares no te funciona, te van a devolver el dinero.
¡Qué felices somos con la publicidad en prensa escrita, radio, televisión!
Recibí un día de estos uno de esos correos que circulan por la red y a varios de los cuales he hecho referencia, en el que se describe una entrevista a un joven tuareg. Leyendo las respuestas que ofrece el joven, he podido entender un poco mejor lo que significa vivir en una cultura no tan desarrollada como la nuestra. Y cómo, los dichosos que hemos nacido y vivido en esta sociedad capitalista occidental hemos cambalacheado casi sin darnos cuenta la paz y la tranquilidad por los apresuramientos y las incertidumbres; el baño diario por la posibilidad de sentarnos a la vera del camino por el tiempo que queramos sin que nadie o nada nos obligue a ponernos de pie y seguir caminando incluso bajo la lluvia sin la protección ni de un impermeable ni de un paraguas; la luz eléctrica y el aire acondicionado, por la luz natural que emana de las estrellas y que prodigan incansablemente el sol y la luna. La televisión indigestante por la contemplación de un cielo lleno de imágenes que cambian a su capricho en formas y colores. El canto de uno de estos esperpentos que las disqueras han transformado en famosos por las melodías inocentes y espontáneas de un sinsonte apasionado. Un estado de salud fuerte y pujante a los 80 por una retahíla de enfermedades a los 40.
No sé si estaré deseando bien o mal pero me gustaría que en mi próxima reencarnación reaparezca aunque sea convertido en un escorpión sin veneno en las arenas del desierto de Sahara o, si eso fuere demasiado pedir, por lo menos convertido en una humilde garrapata cabalgando en los lomos de un porcino por los campos del sur de Chile.
Lo digo y repito: la modernidad me tiene cansado. Y lo declaro así, sin ambages aunque alguien por ahí me recuerde aquello de que nadie aprecia lo que tiene hasta que lo pierde.
(*) Don José Figueres Ferrer fue un distinguido político costarricense que ejerció la Presidencia del país en tres ocasiones. En una de ellas, la última precisamente (1970-1974), dio un gran impulso a la música clásica, creando la Orquesta Sinfónica Juvenil. Don Pepe, que así lo llamaba todo el mundo, era un político de una agudeza e inteligencia poco comunes. Mordaz para las respuestas, intolerante ante la estupidez, seguro de su integridad y honorabilidad especialmente en el manejo de los dineros públicos. En cierta ocasión fue interrogado por un periodista sobre qué había hecho con los 57 mil dólares (o algo parecido, no recuerdo exactamente la cantidad), que le habían donado para la Orquesta. Su respuesta fue: «Me los comí en confites».
Si quieres comentar o