El egoísmo es la más devastadora pandemia que asola a la humanidad, desde épocas lejanas.
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Quien sigue a Cristo debe dejar que por sus venas fluya la savia de la inconformidad. Por ello debe hacer reforma tras reforma, con el fin de quitar la costra de anquilosadas tradiciones que no transparentan lo que Él dijo e hizo al principio.
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La falsa humildad abunda entre los que acostumbran a fingir.
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Cuando escribí el libro
Cristo del Alma quise dejar evidente testimonio poético de mi entrega al Amado Galileo. Y aunque esperaba la consabida “crucifixión” de los poetas remilgosos a darse cuenta de lo sagrada que es la Poesía, para mí era una necesidad insoslayable, estando dispuesto a pagar el precio del ostracismo literario. Pero el Señor quiso que este libro me deparara múltiples satisfacciones. La última es que acaban de enviarme las primeras pruebas de su traducción al portugués brasileño. El libro saldrá en Río de Janeiro, traducido por el inmenso escritor que es el nordestino Cláudio Aguiar, Premio Nacional de Literatura de su país. Sin falsa humildad, no oculto mis gratitudes a Jesús y a Cláudio.
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Olvida cuanto amilane tu entrega al prójimo.
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Entre la muchedumbre resaltas tú, amada. No necesito verte: me basta olfatear tu aroma de orquídea de Bolpebra.
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Me conformo con lo sencillo, pues nunca me sedujo la ostentación o las valiosas pertenencias. No era cristiano, y lo practicaba. Más ahora, más ahora cuando hay tanto que dar. Eso de la gracia barata no va conmigo.
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Salvo el hacer público escarnio, nada más persiguen los resentidos.
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¡Qué bendición sería el que la verdad pudiese ser cultivada!
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La justicia social es un derecho universal que está reiteradamente anotado en el Libro de los Libros. Pero más cerca, es decir en 1511, alguien como Fray Antón Montesino, indígena español, se preguntaba con respecto a los indígenas americanos: “¿Acaso no tienen categoría humana como nosotros? ¿Acaso no entienden? ¿Acaso no sienten? ¿No tienen derecho a los deberes de la justicia?”. Este fragmento de su sermón lo recoge nada menos que Fray Bartolomé de las Casas.
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¡Arrecia la madrugada de los encantamientos, mientras yo espero tu próxima contracción!
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Por los convencionalismos de un supuesto progreso, o por la riqueza que se contempla como sinónimo de felicidad, el hombre todo lo falsea, y se vuelve fanático, desleal, indiferente ante el dolor ajeno, ambicioso de fama o de poder.
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Necesitamos del silencio como medicina para el alma. Sólo así obtendremos la calma sagrada, retirándonos (de tanto en tanto) del bullicio y de la vana palabrería. Este apartamiento puede no ser bien visto, pero hay que tener firme coraje para enmudecer. Luego, tras mucho pulimento interior, la Palabra se vuelve otra vez efusión eterna, sudor del alma, sangre de revelación.
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De la gloria no te ocupes, ni antes ni después. Y aprende a no traicionarte, a no caer en esas competiciones que no cesan de irrumpir en un mundo que ha perdido su remo.
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Tomo cuenta del turno de las estaciones. En el verano los patos salvajes están por mi isla del Tormes.
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Sin lamentos propios te llegará el sosiego: éste reclama abnegación y energía mental, leves o duras tareas, despreocupación ante éxitos o fracasos.
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Dependo de lo que siembro. Unas veces poemas míos; otras, traducciones placenteras; otras, libros de encargo. Pero siempre cosecho. Luego, al mediodía del invierno nunca me faltan unas cucharadas de arroz.
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La eternidad que muchos sueñan yo la obtuve bebiendo de tu fuente. También pude devolverte agua clara. No más sed para ambos, así pasen centurias.
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