Con todo y que al responder la pregunta sobre “Los cinco libros que más me impactaron” respondió: “El primer libro es, por supuesto, la Biblia: —No creo en lo que dice —advierte—, pero la fuerza del lenguaje, la poesía, por ejemplo, en los Salmos, me resulta todavía extraordinaria”, como cita Fabrizio Mejía Madrid.(2) Él mismo habló de sus primeras predilecciones poéticas al recibir el Premio de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara en 2006:
Reitero mi admiración —es decir, mi recordación frecuente— a los poetas que leí primero, los del modernismo latinoamericano. Rubén Darío, José Martí, Manuel Gutiérrez Nájera, Salvador Díaz Mirón, José Santos Chocano, Julián del Casal, José Asunción Silva, Leopoldo Lugones, los que me permitieron el acceso ya más transparente a la poesía de los Siglos de Oro. A ellos les debo esos instantes en que, sin proponérsel, la memoria nos acerca de repente a la belleza radiante que un solo vereso contiene. Salid sin duelo, lágrimas, corriendo.(3)
En las “Notas agregadas” del mismo volumen (que en su primera parte contiene una formidable crítica acerca de la lectura de la Biblia y de las creencias en América Latina) subraya su visión de la poesía como una constante posibilidad de acercamiento entre lo culto y lo popular, aspecto que tanto desarrolló en su trabajo crítico:
... de mediados del siglo XIX a mediados del siglo XX, la poesía es el género popular que, junto con la música e incluso con más énfasis, se responsabiliza de la sensibilidad colectiva, que incorpora a los analfabetos que la memorizan devocionalmente. Por la poesía, se descubren las potencias del idioma (el ritmo y las melodías diversas y complementarias) y, también, las iluminaciones que una sola imagen desata.(4)
Allí mismo destaca, también, la “vertiente espiritual” de la poesía y su impacto cultural, sin ningún rastro de solemnidad:
La espiritualidad en la vida secular mucho le debe a los poetas modernistas en el tránsito del siglo XIX al XX (en especial a Rubén Darío), y luego, en la adaptación a la modernidad, los sentimientos espirituales se nutren de la poesía de (entre muchos otros) Neruda, César Vallejo, Borges, Octavio Paz. Los poetas representan el idioma nacional y el idioma a secas, y vitalizan el idioma de sus lectores y de muchos otros.(5)
José Emilio Pacheco, en la presentación de dicho discurso, señaló la forma en que el autor de Días de guardar avanzó en su conocimiento de la poesía de alguien como Amado Nervo, a quien no le había prestado suficiente atención o analizó la obra de Octavio Paz: “Un crítico se prueba también por su capacidad de contradecirse y rectificarse. Me parece ejemplar que Monsiváis, en principio desdeñoso de Amado Nervo, haya sido capaz de dedicarle un libro entero [Yo te bendigo vida. Yo te bendigo, vida. Amado Nervo: Crónica de vida y obra, 2002]. Otro volumen requeriría el examen de su relación con Octavio Paz, a quien consagra Adonde yo soy tú somos nosotros [2000]”.(6)
Y es que la voracidad de Monsiváis para la poesía tampoco tuvo límites, pues lo mismo editó una de las mejores antologías de poesía mexicana de que se tiene memoria en 1966 (el mismo año en que publicó su autobiografía) que seleccionó los poemas de Robert Lowell o Luis Cernuda para una colección de la UNAM. Unos días después de su muerte, Carlos Fuentes se refirió a la visita que ambos hicieron a Neruda en París:
Neruda estaba en cama, empijamado, fatigado tras asistir al entierro de Elsa Triolet, la mujer de Louis Aragon. La conversación Neruda-Monsiváis fue muy singular.
―¿Cómo se encuentra? ―le preguntó Neruda a Monsiváis.
―Sucede que me canso de ser hombre ―contestó Carlos.
Al principio, Neruda no registró la cita.
―¿Y qué hace en París? ―continuó Pablo.
―Juego todos los días con la mar del universo. ―Citó Monsiváis, y Neruda, cayendo en el juego, se rió y decidió continuarlo, hasta la pregunta a Carlos:
―¿Y que escribe ahora?
―Los versos más tristes.
―¿Cuándo?
―Esta noche.
Ingenio rápido, cultura profunda, mirada penetrante, referencia oportuna, melancolía escondida, regocijo siempre.(7)
Monsiváis no abordó nunca la poesía de una manera técnica (o tecnocrática), pues era un lector apasionado, como bien ha escrito Julio Trujillo:
Creo que su devoción por la poesía, traducida en varios ensayos penetrantes, no ha sido del todo reconocida. Si no fue un lector precisamente técnico, adentrado en los mecanismos de la retórica, sí entendió con lucidez, merced a su ojo panorámico, las causas y efectos de la poesía en su contexto histórico y social (aspecto que suelen olvidar los lectores técnicos). El Modernismo, el Estridentismo, los Contemporáneos, sus contemporáneos y el cosmos de la poesía popular, que no desdeñaba a José Alfredo Jiménez o a Agustín Lara, fueron leídos por Monsiváis como un derrotero, una ruta inteligible. Pero además le gustaba paladear, memorizándolos, sus poemas predilectos. No por nada una de sus aportaciones más valiosas, ese espacio semanal en que la clase política se autorretrataba y suicidaba con unas comillas, se llamaba “Por mi madre, bohemios”, del popular poema descrito por Monsiváis como “la apoteosis del 10 de mayo”. Fue, también, un apasionado de la poesía estadounidense, y rindió un culto casi fervoroso a dos poetas que hoy se leen muy poco: Langston Hughes y Hart Crane, a quienes también citaba de memoria en no mal inglés (si bien algo derrapante).(8)
La intensidad con que citaba poemas en relación con su atmósfera social era apabullante; prueba de ello es la extraordinaria serie de conferencias sobre poesía mexicana que recogió en Las tradiciones de la imagen (México, ITESM-Ariel, 2001).
A la importancia de su análisis de la poesía mexicana nos referiremos en la siguiente entrega.
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