Llevo meses peleándome con una idea. Todo comenzó porque cerraron la librería que había debajo de mi casa y eso me deprimió bastante. Hacía tiempo que me había parecido notar que el librero andaba bastante alicaído, pero ante estas cosas uno nunca sabe si hacer más caso a la intuición o a la probabilidad de alucinación. Era una tienda especializada en literatura popular, y aunque era un sitio pequeño, estaba muy bien surtido de cómics, novelas gráficas y artículos para
frikis. Tenía las estanterías divididas por géneros: policiaca, terror, histórica, ciencia-ficción, manga, cómic e incluso literatura romántica. Cada semana ponía una caja en la entrada con libros baratísimos de segunda mano. Me debí llevar todos los interesantes (a dos euros, cuéntenme quién se resiste), porque siempre me miraban fijamente cuando pasaba camino de mi portal. Incluso alguna vez les escuché llamarme.
Estos días está terminando de desmontar las estanterías y desde fuera miramos el local medio vacío como aquel que mira el fin de una era, o la lápida de un conocido. Recordamos aquello que fue y nos apenamos por lo que podría haber sido, y por las nefastas circunstancias.
Como tengo esta idea rondando por la cabeza, siempre que vuelvo a ella vuelvo a la librería y a la última vez que entré. Hablé con el hombre y todo fue tan normal que, cuando a los pocos días me enteré de que cerraba, sólo se me ocurrió decir: «Tenía que haberme dado cuenta». Lo cierto, como señaló un amigo, es que la paradoja de este asunto es que ha tenido que cerrar una librería especializada en literatura popular, exactamente el tipo de literatura que
lee la gente. No intento encontrarle una explicación, no me voy a molestar. Solo señalo lo irónico.
En aquella última conversación surgió precisamente esa idea que vengo amenazando desde el principio:
¿por qué tenía tanto sentido que el librero tuviera su tienda dividida entre la literatura «popular» y la literatura «normal»? Y lo de
normal siempre te lo recalcaba con sorna. Tenía las últimas novedades en un rincón al fondo. A veces uno siente la tentación de pensar: «¿Habrá sido precisamente por eso que…?», pero no, hay que ser fuertes y evitar la pregunta. A veces suceden desgracias y no debemos huir al vano esfuerzo de buscar culpables.
Ahí fue donde empezó todo. ¿Qué diferencia la literatura popular de la «normal»? Encontré pistas escuchando una conferencia de Enrique Vila-Matas.
Aviso: Vila-Matas, por quien no lo conozca, es un magnífico escritor, sin lugar a dudas, pero no deberían dejar que diera conferencias. No se le da bien. Se nota que no es un buen lector en voz alta, y eso hace que yo me identifique aún más con él.
Pongo la prueba del delito, para quien tenga un rato. Igualmente, recomiendo que busquen los archivos de la Fundación March y les echen un vistazo (por su web o por los
podcast de iTunes también).
Hay joyas increíbles, creo que incluso hay alguna conferencia de nuestro añorado Ángel González antes de morir. Vila-Matas, en esta conferencia, habla de aquellos escritores que han sucumbido a la «la tentación anti-intelectual de la cultura de masas». Bueno, lo hace a la manera de Vila-Matas, que es citando una cita que alguien dijo de Piglia, otro escritor, rayando siempre en los límites de lo inventado. Pero a partir de ahí se dedica a criticar el gusto del público, no de todo el público, sino de ese sector de lectores incultos que se creen muy cultos, por ignorancia o por arrogancia. Esos lectores insulsos que no son capaces de ir un poco más allá de lo que leen, que se tragan las «verdades» absolutas que les venden sin masticarlas, y que no soportan que nadie les diga que no tienen razón.
Bueno, Vila-Matas no se mete tan abiertamente con ellos (eso lo hace más bien en mi cabeza), en realidad se mete con aquellos que, en pos de la fama y el dinero, escriben para ellos. Vila-Matas critica a los que critican a los intelectuales, porque, en el fondo, se dejan llevar por un incógnito sentimiento de inferioridad. Según Vila-Matas, en algunos sectores la intelectualidad está mal vista; no me meteré con Vila-Matas ahora, pero me gustaría comentar con él algún día por qué entonces, si está tan mal visto, existe esa clase de escritorzuelos que visten sus patochadas de cabezas huecas de aparente intelectualidad.
Qué complicado es el mundo editorial. Y en este submundo literario de matices, ¿qué define a una obra intelectual? ¿Qué la diferencia de una popular? ¿Y por qué una debería ser mejor que otra? Buscando respuestas, busqué dos ejemplos: Ulises, de James Joyce, infumable aunque preciosa, obra idolatrada por el mismo Vila-Matas; y 1984, de George Orwell, paradigma de la ciencia-ficción.
Honestamente, ¿debería haber una diferencia entre ambas? ¿Son tan diferentes los lectores de una y de otra? Hubiera sido más fácil hacerlo con obras más acordes con los tiempos: novelitas históricas de acción trepidante y misterios trascendentales, de esas que se leen en un rato y después, al cabo de un tiempo, uno encuentra en su estantería y no recuerda haber leído. O podríamos haber escogido una obra pedante, de esas que insultan a sus lectores según se acercan a ella (se me vienen un par de nombres a la cabeza, ustedes pueden rellenar el hueco a su antojo). Pero estas dos son sobradamente buenas, cada una en su campo, a mi gusto. Demasiado representativas y, la verdad, es preferible tener una obra con suficiente carne sobre la que morder, y no una de esas tan modernas que apenas se sostienen por los huesos y el pellejo. Al
Ulises me he enfrentado poco, aunque ahí está. Tal vez por el respeto que le tengo y la devoción con la que escudriño sus páginas haya sido como una buena bestia que ha dejado que me acerque sin amenazas de arrancarme una mano. Sin embargo, esta debe ser la tercera o cuarta vez que releo
1984.
La verdad es que nunca me lo había planteado; no soy una lectora muy intelectual; más bien, a la hora de elegir, muchas veces me dejo llevar por la emoción de la lectura absorbente. Así acabo siempre en brazos de los libros de aventuras, o de la novela negra (más que a menudo). La gente suele acudir a este tipo de obras más que a esas llamadas «intelectuales», tal vez atraídos, igual que yo, por la fuerza de una historia bien contada. Y ahí fue donde caí en la cuenta.
Lo más básico, lo más elemental y necesario de una obra literaria es que esté bien escrita y cuente una historia apasionante; es decir: el estilo y la trama. Pero debido al influjo creativo del siglo xx, todas las artes han visto sus esencias estiradas, retorcidas y manipuladas, en el esfuerzo de buscarle los tres pies al gato, o la esencia, o la innovación, o la originalidad más hueca, como quiera verse. La lucha entre lo popular y lo intelectual es la lucha entre el estilo y la trama.
Ulises es el paradigma de obra cuya piedra de apoyo es un esmero desorbitado en el estilo: apenas sin trama, son mil páginas de texto que narran 24 horas en la vida de unas personas. (Con lo fácil que es resumir un día en una obra literaria: «Aquel día no pasó nada interesante»). Sin embargo,
1984 es el paradigma de una trama.
Ulises se mantiene aunque no haya nada interesante que contar.
1984 sólo se mantiene porque tiene algo interesante que contar, sin historia no existiría novela.
Tal vez sea así de sencillo.
Más adelante, en la misma conferencia, Vila-Matas vuelve a dar otro de sus saltos mortales sobre una cita y se acuerda de cuando Vonnegut critica las tramas diciendo que en toda la historia de la humanidad sólo han existido un puñado de ellas, y que todo el arte se basa en su reescritura:- Alguien se mete en un lío y luego se sale de él.
- Alguien pierde algo y lo recupera.
- Alguien es víctima de una injusticia y se venga.
- El caso conmovedor de Cenicienta.
- Alguien empieza a ir cuesta abajo y así continua.
- Dos se enamoran y mucha otra gente se entromete.
- Una persona virtuosa es acusada falsamente de haber pecado o de haber cometido un crimen.
- Una persona se enfrenta a un desafío con valentía y tiene éxito o fracasa.
- Alguien inicia una investigación para conocer la verdad de un asunto.
- Alguien da una conferencia a un público y cita a Vonnegut.
- Etc.
No le falta razón, pero, ¿esa es razón suficiente para desechar una trama? ¿Decir que alguien la ha escrito ya antes? Esa es otra de las falacias de la originalidad.
Así pues,
pensemos en todas las obras «populares» que hemos leído a lo largo de todos estos años: obras fantásticas (
El Señor de los Anillos), obras policíacas
(Roseanne), obras de ciencia-ficción
(1984);
y pensemos en aquello que las une: todas tenían una historia que contar.
Quizá podríamos encontrar fácilmente su argumento en la lista de Vonnegut, pero eso no va a quitarle mérito a los ratos de placer y emoción que nos han regalado. En su forma de contárnoslo es donde entroncamos con la narratividad del cine que nos ha invadido el último siglo.
Pero de eso precisamente hablaremos otro día.
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