Dentro de las primeras entran aquellas disposiciones que tienden a favorecer las familias numerosas, mediante asignaciones familiares, subsidios, pensiones o desgravaciones fiscales. Asimismo se procura proteger la maternidad con largos períodos de vacaciones para que la madre o el padre puedan ocuparse adecuadamente de sus bebés.
Se les conserva el puesto laboral y se les facilita el acceso a los jardines de infancia. También puede fomentarse el matrimonio con ayudas económicas o rebajando la edad mínima para casarse. Incluso puede limitarse la publicidad y la difusión de anticonceptivos.
Las políticas demográficas restrictivas se caracterizan lógicamente por todo lo contrario, procuran rebajar la fertilidad de la población favoreciendo el uso de los métodos de planificación familiar.
La intervención del Estado en cuestiones como la fecundidad no tiene, en principio, por qué rehusarse, siempre y cuando se trate de políticas que respeten la libertad individual y familiar. Los ciudadanos, hombres y mujeres mayores de edad, deben ser libres para contraer matrimonio, decidir responsablemente el número de hijos que desean tener y para utilizar, o no, aquellos métodos contraceptivos que, en conciencia, consideren oportunos.
El Estado debiera, por tanto, ser sensible a la libertad de su pueblo para proceder según la idiosincrasia y valores propios. De manera que, cualquier medida que pretenda imponerse por la fuerza en un ámbito tan íntimo y delicado como es el de la sexualidad y la fecundidad conyugal, queda automáticamente deslegitimada. No es ético obligar a los matrimonios, sean del país que sean, a tener más bebés de los deseados o a practicar el aborto o la esterilización en contra su voluntad. Lo adecuado será siempre informar correctamente de la situación demográfica real que vive el país y respetar, en cualquier caso, la decisión que los esposos tomen libremente acerca de su propia fecundidad.
Las medidas demográficas debieran evitar los enfrentamientos raciales, los enfoques sesgados así como las actitudes egoístas o insolidarias hacia el resto del planeta. En ocasiones se presenta el crecimiento de la población como si fuera la única amenaza contra el bienestar, olvidándose que existen otros peligros. ¿O es que acaso los elevados índices de consumo o el aumento de la contaminación ambiental no constituyen también serios riesgos?
Desde el punto de vista bíblico se puede decir que no existe ningún argumento teológico de peso en el que apoyar una determinada política demográfica. Tanto el incremento de la natalidad, como su posible reducción pueden encontrar sustento en la Palabra de Dios. Es verdad que en el primer libro de la Biblia, el Creador ordena al ser humano: “Fructificad y multiplicaos; llenad la tierra, y sojuzgadla, y señoread...” (Gn. 1:28) y que, desde luego, la primera parte del mandamiento se ha venido cumpliendo al pie de la letra. ¡Somos casi 7.000 millones! ¡Prácticamente hemos llenado la tierra! Aunque ciertamente unas regiones más que otras.
Sin embargo,
¿qué ha ocurrido con la segunda parte de este versículo? ¿Qué significan los términos “sojuzgar” y “señorear”? Se trata de “dominar” a la naturaleza. Ejercer dominio sobre ella. Pero dominar la creación implica que sepamos ejercer también un autocontrol efectivo sobre nosotros mismos. El ser humano forma parte del mundo creado y por tanto su naturaleza, su propia sexualidad, debe constituir el primer ejemplo de este autodominio que Dios desea para la humanidad.
El teólogo protestante André Dumas lo expresaba así: “Si el dominio de la naturaleza es la señal misma de la humanización, sería paradójico que le estuviera vedado al hombre el derecho bíblico a humanizar justamente su propia naturaleza” (Dumas,
Sexo y Biblia, EEE, 1973: 117).
Lo que desea el Creador es que el ser humano se responsabilice de todas sus acciones. Hasta el siglo XVII después de Cristo, como se señaló anteriormente, la naturaleza no necesitó que se tomaran medidas demográficas especiales porque ella misma regulaba la población, por medio de epidemias y enfermedades. No fue hasta que el hombre intervino directamente con su medicina que disminuyó la mortandad, aumentó la esperanza de vida y se produjo la explosión demográfica. ¿Cuál debe ser ahora la actitud responsable de dominio? ¿No será quizás procurar de nuevo el equilibrio perdido, mediante métodos que estén legitimados por la moral?
En determinados lugares del mundo, para recuperar este equilibrio demográfico quizás será necesario controlar la natalidad mediante el uso de medidas anticonceptivas, pero en otras regiones, sin embargo, es posible que tal equilibrio deba alcanzarse fomentando el número de nacimientos o de familias numerosas. Cada país debe conocer su propia situación y actuar responsablemente.
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