La gente viene a las consultas por asuntos tan alejados de la locura como, por ejemplo, morderse las uñas. Y viene siendo hora, entonces, de ampliar nuestras miras en este sentido, por lo que me planteo, a lo largo de varias semanas, hacer algunas consideraciones al respecto, por si ello pudiera servir para, al menos, aclarar conceptos.
Nada hay más lejos de la realidad, para empezar, que limitar el papel del psicólogo exclusivamente a los trastornos de salud mental y mucho menos a la locura, si es que queremos denominar así a esas problemáticas. El psicólogo es un estudioso del comportamiento humano, entendiendo este concepto desde el punto de vista más amplio posible. Desde la Psicología actual se considera a la persona de forma integral, indagando en cómo funciona, no sólo a nivel neurológico o cerebral, sino a otros varios niveles, como son la conducta visible, el pensamiento, las emociones, la repercusión que todo ello tiene sobre el organismo y su funcionamiento, o el aspecto más relacional de los individuos. En función de la escuela psicológica de que se trate, se da mayor énfasis a un aspecto o a otro, pero el comportamiento sigue siendo en todas ellas la cuestión fundamental de fondo.
Por otro lado, se tiende a confundir la labor del psicólogo con la de otros profesionales como, por ejemplo, el psiquiatra, que es principalmente un profesional de la medicina especializado en la salud mental. De ahí que sea el psiquiatra y nunca el psicólogo el que tiene la facultad de recetar medicamentos. Muchos psiquiatras ejercen su labor de ayuda, no sólo desde la prescripción de medicamentos cuando éstos son necesarios o recomendables, sino también desde la psicoterapia. Es quizá por este último punto, que es compartido por el psicólogo, que quizá se tiende a confundir a unos con otros.
Ahora bien, si en el mundo secular la función del psicólogo sigue siendo bastante desconocida (aunque afortunadamente cada vez menos, hemos de decir), dentro de las iglesias evangélicas no sólo es vista como una incógnita, sino que además ha sido y sigue siendo una figura que genera dudas y desconfianza en muchos debido a varias razones.
Añadido a todas las ya señaladas con anterioridad y que pertenecen al ámbito de lo estrictamente humano,
en el entorno eclesial se ha demonizado a veces la figura del psicólogo debido (y lo digo sin ningún miedo a equivocarme) principalmente por una gran dosis de ignorancia. Se nos han achacado todo tipo de papeles que no desempeñamos (algunos han creído que éramos poco menos que curanderos), pero principalmente se ha culpabilizado a quienes han querido solicitar ayuda profesional en este sentido tildándoles de estar “faltos de fe”, de no confiar suficientemente en el Señor y de delegar su búsqueda de sanidad en las fuentes equivocadas. Ante este panorama, evidentemente, han sido muchos los que se han replanteado seriamente la opción de pedir este tipo de ayuda y han preferido evitar cualquier tipo de crítica en este sentido. Otros han sido valientes y han seguido adelante con lo que consideraban que era una opción legítima y han solicitado atención psicológica.
Sí es cierto que
dentro de la Psicología como ciencia ha habido y hay muy diferentes escuelas y orientaciones. Algunas de ellas, ciertamente, están muy lejos de los principios cristianos que vemos en la Bíblia. Por poner sólo un ejemplo, las escuelas de corte humanista ponen su énfasis en la centralidad del hombre y en sus “infinitas” capacidades y potencialidades, algo que la Palabra plantea de forma completamente opuesta. Pero ni todos los psicólogos trabajamos bajo el enfoque humanista ni todo lo que plantea esta escuela (como tantas otras que han sido y siguen siendo tremendamente criticadas, como la psicodinámica, proviniente de los estudios de Freud, entre otros) es antibíblico.
Como en todo en la vida, se hace necesaria aquí una buena dosis de sabiduría y discernimiento para poder distinguir lo apropiado de lo inapropiado, lo precioso de lo vial, lo útil de lo contraproducente y lo bíblico de lo antibíblico. ¿O vamos a desechar, quizá, aportaciones tan útiles e innegables como la necesidad de escuchar profunda y activamente a otros para poder ayudarles? Esto, para sorpresa de muchos, proviene principalmente de la escuela humanista, de la misma forma que el concepto de mecanismo de defensa o el inconsciente provienen del psicoanálisis. Aquí, como en todo, hay parte aprovechable y otra que podemos no tener en cuenta, pero las generalizaciones simplistas, reconozcámoslo, han hecho y están haciendo mucho más daño que bien.
Convendrá, entonces, no ser superficiales a la hora de considerar estas cuestiones y ése es precisamente el objetivo de estas líneas que me he propuesto escribir: arrojar algo más de luz sobre un tema que no siempre ha sido bien entendido y que en muchos crea aún profunda desazón. A veces escuchamos “campanadas” a las que damos forma de verdad absoluta y, como en tantas otras esferas de la vida, tendemos a sentar cátedra, aún cuando no tengamos la autoridad ni el respaldo moral para hacerlo. Tenemos la tendencia a opinar sin hacer previo balance de coste y beneficios, de cuánto sabemos y cuánto creemos o intuimos sin una base sólida que los sustente. Opinar es gratis y sentenciar, a veces, también.
Seamos cautos, entonces, en este y en otros temas, sobre todo si, haciendo serio y honesto análisis de conciencia, nos toca reconocer que no hemos indagado lo suficiente en ello como para poder sentenciar.
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