Quieren, además, contarles cómo les ha ido y sobre lo que piensan hacer en los días que vienen. Hay alegría en sus rostros. Sus espíritus están prestos y sus cuerpos han resistido bastante bien las idas y venidas en automóvil, autobuses y avión. Piensan que las noticias que recibirán serán igualmente gratas, como las que ellos quieren compartir.
En no más de dos minutos de conversación, sin embargo, todo se viene al suelo.
«¡A Ivancito acaban de diagnosticarle cáncer linfático!» les dicen desde Costa Rica.
«¿Cáncer linfático?» ¡No puede ser!
Es la madre del niño la que les da la noticia. En seguida viene una larga explicación de los detalles, corroborados por su hermano y su cuñada, médicos pediatras que han estado junto a ella desde el primer momento.
Todo se interrumpe. Los viajes dentro del país se cancelan y se hacen los arreglos para regresar inmediatamente a Miami y de ahí, volar a Costa Rica.
Ivancito, un niño inquieto y vivaz de escasos ocho años, no entiende aquello de que él sea el actor principal de una actividad inusitada y carreras apresuradas entre su casa y el hospital. Pasarían algunas semanas para que captara a medias la conversación de una enfermera del Hospital Nacional de Niños con su madre. Cuando la enfermera se aleja, Iván confronta a su mamá con esta pregunta patética: «¿Así es que yo tengo cáncer, mami?»
Mientras la ciencia médica empieza a preocuparse por él y el personal del Hospital Nacional de Niños incorpora a un pacientito más de los muchos que ya viene atendiendo, víctimas del mismo mal, los abuelos echan mano al valioso recurso que su fe en Dios les ofrece. Escriben correos a sus amigos y hermanos, hablándoles del caso y pidiéndoles sus oraciones.
Todos responden, conmovidos, al punto que aún hoy día, cuando Iván ya tiene 14 años y se desarrolla fuerte y vigoroso siguen interesados en su estado de salud.
El peregrinar de este niño a lo largo de todo el año 2005 no fue nada de fácil. Angustiosas sesiones de quimioterapia seguidas por otras de radioterapia, continua extracción de sangre para innumerables análisis, peligroso descenso de las defensas lo que obliga a posponer procedimientos y un control estricto sobre su evolución por parte de médicos, enfermeras, psicólogos. Y sus padres. Y en medio de todo eso, sin dejar de asistir a clases y esforzándose el triple para cumplir con sus deberes escolares.
Las oraciones en su favor no cesan.
Al final, llega la victoria. El cáncer es derrotado. Una más de las tantas y admirables manifestaciones del poder de Dios a través del trabajo de médicos, doctoras, enfermeras, psicólogos, trabajadores sociales, sus padres, tíos, abuelos pero sobre todo, por las oraciones de quienes creen que Dios puede modificar los rumbos y alterar los diagnósticos; poner una mano oportuna en el momento y lugar exactos donde se necesita.
Iván Plaza Orellana es un testimonio viviente de lo que Dios puede hacer cuando un pueblo, Su pueblo, clama con fervor y fe.
4 de junio de 2010. Recibimos un correo breve aunque angustioso: «Les ruego sus oraciones por la salud de mi nieto, Diego, hijo de mi hija menor, Aracely. En este momento están haciéndole estudios en el Children Hospital de Washington, D.C. Hasta ahora el diagnóstico es que tiene una inflamación en el cerebro a causa de una condición viral. Les mantendré informados. Aradí Rivera.»
Los síntomas que alarman a sus padres y abuelos son, primero, dificultad para dar pasitos y luego la incapacidad de sus piernas para sostener su pequeño cuerpo.
Como en el caso de Iván, sin demora se echa a caminar el plan
concertado en favor de ese niño que en seis días más cumpliría su primer año de vida. En busca de un diagnóstico definitivo (se teme meningitis, distrofia e incluso tumores cancerosos) los exámenes siguen. Al mismo tiempo la angustia se prolonga y las oraciones no merman. Hasta que cuatro días después, llega el informe: el niño está fuera de peligro. Se le diagnostica finalmente una ataxia cerebelosa aguda que es un trastorno del sistema nervioso que altera la coordinación muscular y que es provocada por una infección viral. En la mayoría de los casos desaparece en cuestión de meses. El niño empieza sus sesiones de terapia el mismo día 8.
Ya está caminando de nuevo.
Una vez más, la oración intercesora demuestra su eficacia. Como en el hogar de Iván, la paz ha vuelto al de la familia Rivera. ¡Enhorabuena!
Transcribo de la Internet la siguiente historia que Graciela Lelli me hizo llegar, precisamente, el día 8:
Una pequeña niña va a su habitación, toma un frasco que mantiene guardado en el closet, le quita la tapa y esparce su contenido en el suelo. Con todo cuidado lo cuenta una, dos, tres veces. Quiere estar segura de cuánto dinero tiene en ese frasco. Luego regresa las monedas a su lugar, coloca la tapa de nuevo y sale sigilosamente por la puerta trasera de su casa llevando el frasco muy apegado a su cuerpecito. Camina seis cuadras hasta la farmacia, entra y espera a que el farmacéutico la atienda. Pero él está muy ocupado en ese momento. La niña trata de hacer notar su presencia haciendo ruido con sus zapatos en el piso. Nada. Se aclara la garganta lo más fuerte que puede. Nada. Finalmente saca del frasco una moneda de 25 centavos y con ella golpea sobre la superficie de cristal del mostrador. ¡Es suficiente! «¿Qué es lo que quieres?», le pregunta el farmacéutico un poco molesto, «¿no ves que estoy hablando con este señor? Él es mi hermano que ha venido de Chicago y a quien no había visto en años». «Es que yo también tengo un hermano y quiero hablarle de él. Por eso he venido» contesta la niña con una voz suave pero resuelta. Hace una pausa y prosigue:
«Mi hermano, señor, está muy enfermo. Y he venido a comprar un milagro para él». «¿Qué has dicho?» le pregunta el farmacéutico, sorprendido. «¿Un milagro has dicho? ¿Vienes a comprar un milagro?» «Es que algo muy malo le está creciendo en la cabeza a Andrés, que así se llama mi hermano. Mi papá dice que solo un milagro puede salvarlo, por eso quiero saber cuánto cuesta un milagro para comprarlo». «Aquí no vendemos milagros, chiquita. Lo siento. No puedo ayudarte». El farmacéutico ha suavizado la voz. «Señor», insiste la pequeña, «tengo dinero para pagarle. Si no es suficiente, conseguiré lo que falte. Solo dígame cuánto cuesta».
El hermano del farmacéutico, que ha seguido en silencio el diálogo interviene para preguntarle a la niña, «¿Qué clase de milagro necesita tu hermano?» «No sé, señor. Yo solo sé que está muy enfermo y mi papá dice que se necesita un milagro para que se sane. Mi mamá habló de una operación pero mi papá no puede pagarla, por eso quiero usar mi dinero para comprar ese milagro». «¿Cuánto tienes?» «Un dólar con once centavos, señor. Es todo el dinero que tengo, pero puedo conseguir más si es necesario». «Bueno, qué coincidencia» dice el hombre, sonriendo. «Un dólar y once centavos: el precio exacto de un milagro para tu hermanito. Yo veré cómo conseguimos ese milagro con este dinero». Toma las monedas en una mano y con la otra sostiene la manita enguantada de la niña mientras le dice: «Llévame a donde vives. Quiero ver a tu hermano y conocer a tus padres».
Aquel hombre era el Dr. Carlton Armstrong, un médico especializado en neurocirugía. Operó al niño gratuitamente consiguiendo además que la estada del niño en el hospital no tuviera ningún costo para la familia.
Los padres de la niña, que no habían conocido los detalles relacionados con su visita a la farmacia ni que había ofrecido todo lo que tenía se preguntaban cuánto pudo haber costado esa intervención quirúrgica. Al escucharlos, la niña sonrió. Ella sabía exactamente cuánto había costado ese milagro: un dólar con once centavos más una buena dosis de fe. En nuestras vidas nunca sabemos cuántos milagros vamos a necesitar.
Un milagro no es la suspensión de una ley natural sino la implementación de una ley superior. Y para que esto ocurra, bastan un dólar y once centavos complementados con una fe sencilla y mucha oración, como la que acompañó a Iván hace unos años y a Diego, hace unos días.
Los milagros siguen ocurriendo, aunque usted no lo crea.
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