Está claro que lo de las dificultades no es nuevo. Es bastante más viejo, incluso, que el propio refranero, y con más o menos acierto, mayor o menor sentido del humor, hacemos referencias constantes a ello con dosis diversas de sarcasmo e ironía, pero sigue siendo un tema que preocupa y desestabiliza a las personas, con niveles de incertidumbre difíciles a veces de soportar sin que les vaya la salud en ello. Está claro que los momentos de crisis implican ajustes, sin duda. Oficiales, algunos de ellos, como los que nos ocupan estos días, oficiosos la mayor parte de ellos, vividos desde la más absoluta intimidad y secreto del hogar. Pero yo quisiera hoy, sin dejar de lado el refranero, centrarme en los “carros y carretas” que algunos están teniendo que tragar como respuesta a una crisis que está obligando a más que recortes presupuestarios.
Ha aumentado sospechosamente en los últimos meses el número de pacientes que acude a las consultas debido a problemas en el trabajo. Y no porque falte, necesariamente, que también, sino con una característica común: siguen teniendo trabajo a costa de tener que aguantar lo inexplicable a cambio. Los carros y carretas que algunos aguantan en estos momentos son precisamente la exacerbación de algo que, por desgracia, siempre ha existido en los puestos de trabajo: envidias, competitividades absurdas, zancadillas e incluso enfrentamientos abiertos entre compañeros pero que, en estos momentos, una de dos: o están elevados a la enésima potencia por los niveles de crispación que se respiran en el ambiente, o se están percibiendo con mayor grado de angustia del que generaban antes. Yo, sinceramente, me inclino más bien por la segunda.
Sobre la capacidad de las personas para hacernos la vida imposible entre nosotros, parece que nadie alberga dudas. Pero hasta ahora teníamos muy claro que todos contábamos con un límite en nuestra paciencia y establecíamos los fronteras que dividían lo aceptable de lo intolerable. Pero los tiempos que corren han acentuado los posibles problemas que acarrea en ocasiones defender el propio derecho y hay cada vez más que, sinceramente, no se los pueden permitir. ¿Qué es lo que ha convertido la situación en diferente actualmente? Pues principalmente la necesidad que las personas tienen de conservar sus puestos de trabajo de cara a la situación incierta que nos toca vivir. Y en este propósito, que se ha establecido como primordial en nuestra agenda personal y familiar, pesa por encima de la propia dignidad a veces y los derechos más básicos el conservar, a como dé lugar, nuestro sustento económico.
Pero
este tipo de situaciones no se soportan sin coste. El desgaste emocional que implican, la acumulación de malestar, así como la sensación de indefensión a que dan lugar (esa idea de que “no hay nada que se pueda hacer al respecto”), conforman un cóctel peligroso que se manifiesta con diversas vestiduras. A veces toma forma de estado depresivo, otras de ataque de ansiedad cuando ya no se soporta más y, en la mayoría de casos, como mínimo, con una reticencia a ir al puesto de trabajo que puede manifestarse, incluso, con síntomas físicos. Si no, pensemos: ¿Cuántas bajas laborales hay, de hecho, que esconden este tipo de problemáticas? ¿Nos suena aquello de darse de baja “por depresión”? En este sentido, merece la pena recordar que existen formas de defender el propio derecho sin cuestionar o agredir el ajeno, de mantener al menos la opción a la réplica razonable y comedida sin que ello necesariamente signifique un enfrentamiento directo.
Los cristianos siempre hemos tenido que emplearnos a fondo en este sentido (no siempre con éxito, es verdad) porque ya estábamos bien avisados, por cierto, de que la oposición llegaría más pronto que tarde y habríamos de exponer la verdad con amor, haciendo defensa de nuestra fe y dando razón de lo que creemos. Cuando el apóstol Pedro insta a “estar preparados para presentar defensa con mansedumbre y reverencia ante todo el que demande razón de la esperanza que hay en nosotros”, se habla justamente de esto. Nos hemos acostumbrado, por el contrario, cristianos y no cristianos, a entrar en una dinámica en la que el objetivo es agradar a otros, ya sea por necesidad o por hábito, evitando la confrontación a toda costa. Y hemos de reconocer que no siempre dejamos de hacer defensa de las cuestiones importantes y necesarias por una crisis económica, sino que en muchos de nosotros esto puede constituir un
modus operandi que nos minimiza, nos quita dignidad y no fomenta el respecto, sino más bien el abuso de otros hacia nosotros. Nos da miedo lo que los demás piensan y también las consecuencias derivadas de nuestro ejercicio de autoafirmación.
Pero en el caso de la fe, además, tiene otras implicaciones: la no defensa de esa fe resta a Dios la gloria debida a Su nombre; que no sepamos manifestar con llenura de corazón y la boca bien llena la esperanza que nutre nuestras vidas, puede conseguir agradar a los hombres pero, sin duda, no agrada a Dios. Gran reto éste, sin duda, inserto de lleno, no en una crisis económica, sino en la propia crisis que el hombre atraviesa respecto a Dios mientras esté sujeto a este cuerpo mortal: establecer adecuadamente las prioridades y decidir a quién agradamos.
El apóstol Pablo retrata magistralmente la reflexión última que traslado al lector, pero también a mí misma:
Pues, ¿busco ahora el favor de los hombres, o el de Dios? ¿O trato de agradar a los hombres? Pues si todavía agradara a los hombres, no sería siervo de Cristo. (
Gal 1:10)
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