Nos hemos interesado por buscar algo sobre este temerario acróbata estadounidense precisamente por el gran salto que nosotros, aprendices de malabaristas, nos hemos atrevido a dar en la Asociación Latinoamericana de Escritores Cristianos, ALEC y de lo cual hemos estado informando por estos días.
Aunque no pareciera haber una relación entre él y nosotros, la buscaremos y si no la hallamos, la inventaremos.
La Internet tiene amplia información sobre Robert Craig Knievel, a quien alguien quiso imponerle el apodo de Evil (Malo) derivándolo él, finalmente, para que quedara como Evel. ¿De nosotros? Casi nada.
Knievel fue un tipo aguerrido y porfiado. Criado por sus abuelos, a los trece años se subió a su primera motocicleta de la que, metafóricamente, nunca más se bajó. Montado en ella hizo su vida, ganó su dinero, se tuteó con la muerte, se enamoró, se casó, alcanzó la fama y pasó a la historia. Yo no tuve moto aunque sí una bicicleta que no era solo mía sino de todos los hombres de la casa, cuatro en total, incluyendo a mi padre. De mis abuelos, no guardo recuerdos; de mis abuelas, algo. Siendo mis dos hermanos y yo unos niños, la mamá de mi mamá nos llevaba en el verano de paseo al campo donde vivía (¡qué lindos tiempos aquellos!); la mamá de mi papá de vez en cuando nos amasaba un pan especialmente para nosotros que cocía en un hornito portátil que instalaba en el centro del patio de su casa. Circular (el hornito) de no más de unos setenta centímetros de alto, cuatro patas, dos compartimientos, uno para el fuego y el otro para el pan. Allí esperábamos los tres mozalbetes hasta que la abuela determinaba que el pan estaba cocido, procedía a sacarlo, lo envolvía en un paño blanco inmaculado, esperaba que se enfriara un poco y mientras el aroma del pan recién horneado se nos filtraba por todos los poros, nos pasaba uno a cada uno, dándonos una de las felicidades más grandes que puede experimentar un niño. ¡Nunca más he vuelto a saborear un pan como aquéllos amasados por mi abuela!
Knievel era aguerrido y porfiado. Es fácil ser porfiado. Muchos lo son (lo somos) a veces para conseguir algo que vale la pena; otras, por joder (se pronuncia joder, con acento prosódico en la e, no yóder). Ser aguerrido ya no es tan fácil. Para lo primero, basta con alimentarnos de la bilis que nos produce la rabia, la envidia, los celos. Mientras más bilis tragamos, más porfiados nos ponemos. Para lo segundo, hay que tener los pantalones bien puestos. O, como nos decía un profesor cuando nos daba una que otra charla sobre esto: para ser aguerrido hay que tener los pantalones amarrados con rieles. O con alambres de púas.
Knievel buscaba el protagonismo, la fama, el aplauso del público, la notoriedad. Copio textualmente algo que he encontrado en la Internet y que me da cierta base para decir lo que digo. Y no es que lo estemos criticando. Con todo y todo, este Evel nos proyecta una imagen positiva. Porque buscar el protagonismo, la fama, el aplauso del público, la notoriedad y, añado, el dinero, es parte de la vida del ser humano. De acuerdo con los principios éticos imperantes en la sociedad, todos tenemos derecho a intentarlo. Nos gusta que nos aplaudan. (Precisamente, en la página de opinión del Nuevo Herald de hoy, martes 18 de mayo de 2010, encontramos una cita ad hoc atribuida a Orson Welles, que dice: «Lo peor es cuando has terminado un capítulo y la máquina de escribir no te aplaude». Tiene razón Orson Welles. Es horrible. Por eso yo, cuando termino un capítulo y la computadora se queda como si nada, lo que hago es pararme, irme frente al espejo, mirarme y decirme: «¡Qué grande sos, ché!»
Nos gusta que la gente hable bien de nosotros pero no sabemos cómo reaccionar cuando hablan mal. No soportamos los éxitos de los demás. Y como no los soportamos, los minimizamos, le buscamos la quinta pata al gato para reírnos de ellos (como se hace con Evo por lo de los pollos con hormonas femeninas; eso es lo único importante de Evo Morales; lo demás que ha hecho y que está haciendo no tiene valor; hay que agarrarlo para la chunga, para el pistoleteo, para la chacota; hay que bajarle el perfil; hay que hacerlo nada. Y después de reírnos de él, nos vamos al espejo, nos miramos y nos decimos: «¡Qué grande soy! ¡Le di en la madre a ese indio ignorante metido a opinólogo!» Y nos olvidamos que ese indio ignorante lleva el apellido Morales que no lo heredó ni de los escandinavos ni de los irlandeses sino de los españoles. Y también nos olvidamos que la mezcla de españo1 e indio sudamericano suele ser explosiva y que si no fuera por la bota con que los han tenido pisados todos estos años otro gallo cantaría en América Latina. (Es posible que alguno de mis lectores recuerde que hubo una época en que a Bolivia se le decía «el país de las 33⅓ rpm». A Evo han querido sacarlo por la fuerza como han hecho con tantos otros presidentes que han durado en el poder lo que una langosta en el pico de una garza pero hasta ahora, por lo menos, no lo han conseguido. El indio parece que se las trae ¿eh?).
Decía que no soportamos los éxitos de los demás porque los quisiéramos todos para nosotros. Envidiando lo que otros logran no valoramos los que nos da la vida. Y aunque sabemos cómo desactivar esos sentimientos que nos corroen el alma, no nos decidimos a echar mano del remedio prefiriendo vivir con esa enfermedad que nos roba parte del gozo de disfrutar de la compañía sana de nuestros amigos.
Pues, como decía, copio: «Mientras estaba en Las Vegas para ver pelear a Dick Tiger, Knievel se fijó en la fuente del Cesar’s Palace y decidió saltarla. Para conseguir que Jay Sarno, el gerente del casino lo recibiera para hablarle del asunto, creó una corporación simulada (
fictitious) a la que llamó
Evel Knievel Enterprises y encargó a tres abogados igualmente
fictitious para que llamaran por teléfono a Sarno. Él también lo llamó diciéndole que de la televisora ABC y de
Sports Illustrated estaban preguntando por el salto.
Cuando Sarno finalmente aceptó recibirlo supo que Evel pensaba brincar sobre la fuente el 31 de diciembre de 1967. Una vez que se llegó a un acuerdo, Knievel trató de conseguir que la ABC transmitiera su hazaña en vivo pero ésta no aceptó, aunque dijo que si él, Evel, hacía una filmación y el salto resultaba tan espectacular como aseguraba podrían considerar usarla más tarde. Con su propio dinero, Knievel contrató a John Derek, actor y director para que produjera un filme del salto. Para mantener bajos los costos, Derek usó a su entonces esposa, Linda Evans para que operara una de las cámaras. Fue Linda la que filmó el famoso “aterrizaje” de Knievel. La mañana del salto, Knievel pasó por el casino y apostó cien dólares que perdió; luego fue al bar donde se tomó de un envión un trago de
Wild Turkey y finalmente salió para reunirse con varios miembros del personal del casino entre los que había dos jovencitas del espectáculo muy ligeras de ropa. Después de hacer su habitual precalentamiento, echó a correr su motocicleta. Cuando alcanzó la rampa de despegue sintió que el vehículo perdía velocidad. La repentina baja de poder hizo que no alcanzara la rampa de seguridad que estaba sobre un furgón, que perdiera el control del manubrio y rodara por el pavimento dando un sinfín de volteretas. Como resultado, se rompió la pelvis y el fémur, se fracturó la cadera, la muñeca y ambos tobillos. La conmoción cerebral que sufrió lo mantuvo en coma por 29 días». Hasta ahí la nota. (La filmación se hizo y se puede ver en YouTube.)
Guardo en la retina el espectáculo imponente que ofrecía Evel Knievel cuando, volando en su motocicleta, parecía mantenerse suspendido en el aire, con un cielo perfectamente azul a modo de telón de fondo.
Por lo general en sus riesgosas rutinas, las salidas; es decir, el comienzo del salto, eran perfectas lo que parecía augurar que el resto de la aventura sería igualmente feliz. Verlo suspendido en el aire, erguido sobre su moto, con su casco reluciente y su traje blanco adornado con grandes estrellas con las que parecía querer imitar a la bandera de su país, los Estados Unidos, era un gran espectáculo. Todo el mundo aplaudía. En los rostros de los cientos y miles de espectadores había dibujada una sonrisa. En muchos casos, esa sonrisa se transformaba en gritos de júbilo cuando el acróbata aterrizaba arriba de su moto y el espectáculo cerraba como todo un éxito. Pero en no pocas ocasiones esa sonrisa se tornaba en una mueca de espanto cuando el héroe perdía el equilibrio y a una velocidad de más de doscientos kilómetros por hora rodaba por el suelo de donde había que recogerlo casi con una cuchara para llevarlo al hospital.
Leyendo un poco más sobre él, nos parece que Evel Knievel fue un tipo simpático que eligió voluntariamente vivir desafiando el peligro y que mucho de lo que buscó: fama, notoriedad, admiración, titulares en la prensa, filmes, dinero y todo lo que usted quiera agregarle, se lo mereció. Las recompensas que buscaba las obtuvo aquí en la tierra. Recibió en vida la retribución por su trabajo.
Nosotros en ALEC acabamos de dar un salto espectacular. Hemos firmado un acuerdo de cooperación con el Seminario Evangélico de Puerto Rico para trabajar juntos en la formación de escritores cristianos que al final de cada etapa consigan un grado académico.
Como siempre ocurre en estos casos, el salto inicial, tan bien logrado, ha provocado la alegría y los aplausos de muchos. Nosotros, conscientes sin embargo que si la largada es importante más lo es la llegada, nos mantenemos cautelosos y precavidos. Nos visualizamos en pleno vuelo; erguidos y confiados; y, como Evel Knievel, nos concentramos no en cómo fue el despegue, que en este caso fue perfecto; ni en las expresiones de admiración que causamos en quienes nos observan sino en cómo vamos volando rumbo a la meta. Ponemos toda nuestra atención en lo que nos falta por alcanzar; en cómo vamos a «aterrizar». Para un buen aterrizaje, es necesario mantener la calma, la cabeza fría, los ojos puestos en el autor y consumador de la fe (Hebreos 12.2) y en la meta. Seguir orando y que quienes lo hicieron antes del gran salto, continúen haciéndolo ahora con más pasión que nunca. De su apoyo emocional y espiritual dependerá que este gran salto se convierta en algo más que un instante de justificada emoción, se convierta en una pértiga que como la de Arquímedes («Dadme un punto de apoyo y moveré el mundo») nos permita transformar los esquemas literario-culturales-religiosos de nuestro mundo hispanoamericano. Hacia allá vuela nuestra moto y en ese punto está fija nuestra mirada.
Como Evel Knievel, somos ambiciosos; pero, a diferencia de él, no nos mueve ni la fama, ni el protagonismo, ni el aplauso del público, ni la notoriedad ni el dinero. Tampoco pretendemos obtener aquí algún tipo de retribución. Somos ambiciosos, sí, pero nuestra ambición va por otro lado. Nos apasiona la idea de terminar levantando para la iglesia la Escuela Cristiana Hispanoamericana de Escritores en la que no solo se prepararán autores al más alto nivel académico sino que de allí saldrán los docentes que darán sustento a la Escuela y que revolucionarán el mundo de las letras cristianas hispanas.
Como respuesta al suelto de prensa que difundimos hace unos días, hemos recibido algunas reacciones muy entusiastas. Las agradecemos pero lejos de ponernos a celebrar, nos hacen pensar en que ahora el reto es mucho mayor. Y que debemos mantenernos más cerca que nunca de quien es «el dueño de este negocio». Hasta ahora ha hecho cosas grandes y maravillosas.
Clama a mí y te responderé
Clama a mí y te enseñaré
Cosas grandes que no sabes
Dice nuestro Dios.
Pues, oremos sin dudar jamás
Y obtendremos bendición y paz
Ganaremos la victoria
¡Gloria a Él!
Y creemos que si nos ha permitido llegar hasta aquí, tiene cosas mayores que éstas. Tiene a los alumnos. Tiene a los profesores que enseñarán. Tiene los recursos. Tiene incluso el diseño de la ECHE. Y, sorpréndanse. Es probable que ya tenga el terreno donde se va a levantar el edificio que la cobijará.
Gocémonos, no en lo que pudiera ser el triunfo de una persona porque no hay tal persona. Sí, hay una Persona. En esta Persona gocémonos. Si Dios nos está llamando a ser participantes de esta nueva etapa, corresponderá a nosotros decir sí. O decir no. Si decimos sí, la bendición será nuestra. Si decimos no, la bendición se la llevará otro.
Soli Deo Gloria.
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