Se dice que los elefantes, como los cormoranes y quién sabe cuánta otra criatura de Dios, regresan a morir, desde donde se encuentren, al lugar en que nacieron. Los elefantes, según averiguó Westinghouse a petición mía, se echan resignados y displicentes y de ahí no se mueven hasta que desciende sobre ellos el frío manto del olvido. Los cormoranes, por su parte, permanecen de pie sobre una roca, mirando al horizonte sin pestañear. Sus alas quietas y su pensamiento perdido en las inmensidades sin límites que alguna vez dominaron pero que ahora son apenas un punto difuso en sus cerebros; sus ojos fijos mirando a la nada hasta que caen de costado para no volverse a levantar.
El hombre hace algo parecido, a lo menos en el mundo occidental, que es donde vivimos y desde donde escribimos. Cuando ya no sirve para nada, él solo, o a veces llevado por sus hijos, nietos o amigos, si es que aquellos no han vuelto a ocuparse de él, se arrima a un rincón cualquiera donde pasa sus últimos días, tratando de no molestar a nadie. («Cuando eras más joven. Te ceñías, e ibas donde querías; mas cuando ya seas viejo, extenderás tus manos, y te ceñirá otro, y te llevará a donde no quieras» Juan 21.18). Como una de las varias facultades que ya lo han abandonado casi por completo es la de oír, se mantiene al margen de las conversaciones asumiendo gradualmente una especie de transparencia que tiende a hacerlo invisible a los demás; o, por lo menos, a dar la impresión que no lo ven, ni lo sienten. Y cuando se le ocurre pedir que le repitan algo que no alcanzó a entender bien, le contestan a gritos, lo que termina de desalentarlo para que vuelva a preguntar la próxima vez.
Decía que se arrima a un rincón cualquiera. Bueno, en ciertos casos no a un rincón cualquiera, porque si tiene con qué, puede conseguirse un lindo bungalow o un acogedor departamento en una villa para retirados en el estado de la Florida donde el clima es ideal, donde el mar de aguas tibias juguetea con la arena de un blanco resplandeciente, donde la brisa mece las palmeras y donde hay de todo al alcance de la mano. Nunca he estado en una de ellas ni creo que será el lugar donde termine mis días, pero por lo que me han contado, son el lugar ideal para, como los elefantes o el cormorán, esperar el momento de la partida aunque no se haya nacido allí.
No sé si los elefantes o los cormoranes u otros de los animales que actúan igual han desarrollado algún sentimiento de solidaridad hacia quienes parten antes que ellos. Es posible. Pero quienes parece que no somos muy aventajados en esto somos los seres humanos.
En el sector de la ciudad donde vivo es corriente ver parvadas de patos de pocos días de nacidos atravesando la calle en fila india detrás de la mamá pata. Al encontrarnos con ellos, los automovilistas nos detenemos y los dejamos pasar. Aunque para un observador descuidado no se perciben manifestaciones especiales de solidaridad entre ellos, es evidente que sí la hay. Nunca dejan al más débil atrás y hasta parecen compartir la mucha o poca comida que encuentran en sus andanzas. Forman siempre un grupo compacto lo que pudiera significar aquello de «todos para uno y uno para todos». Sin embargo, lo que vimos un día que un conductor descuidado atropelló y mató a uno de estos patitos no deja de ser una poderosa lección objetiva. Cuando los vivos se dieron cuenta que uno de ellos ya no estaba, se modificó instantáneamente su comportamiento. Porque aquel montoncito de carne, huesos y plumas que yacía en medio de la calle ya no era su hermanito. El aliento de vida que une a los seres del reino animal ya no estaba; por lo tanto, había dejado de ser uno de ellos. Ahora había pasado a la categoría de comida y se apresuraron a alimentarse de él. Al verlos hacer eso, pensé: «Sin duda que a veces los animales son más humanos que los seres humanos. Porque nosotros, a diferencia de aquellos patitos, acostumbrarnos “comernos los unos a los otros” cuando aun estamos vivos. «Porque si os mordéis y os coméis unos a otros, mirad que también no os consumáis unos a otros» (Gálatas 5.15).
Hace unos cuantos días falleció un viejo amigo nuestro. ¿Su nombre? Juan Rasmussen. Para muchos que leen esta nota, el nombre Juan quizás los haga pensar en muchísimos prójimos que llevan este nombre. Juan, Jan, John, Johann, Iván. Y Rasmussen, a aquel famoso explorador danés de los siglos diecinueve-veinte que se destacó por llevar a cabo importantes expediciones al Ártico.
Nuestro Juan Rasmussen era un artista creativo y diseñador gráfico además de fotógrafo que, en la flor de la juventud decidió dedicar su talento al servicio del Señor, Se incorporó a la Misión Latinoamericana, sirviendo con su esposa Dorothy, que le sobrevive, en América Latina. Sus últimos años de servicio los dedicaron, ambos, a dirigir la revista
Latin America Evangelist y a manejar muchas de las cosas relacionadas con las comunicaciones de la Misión. Llegado el tiempo de su retiro, se fueron callados, tal como habían llegado y allí, en la
Good Samaritan Village de Kissimmee, Florida esperaron el toque de la trompeta que para Juan sonó, como digo, un día de estos.
Juan fue uno de los grandes y valientes soldados anónimos que entregó lo mejor de su vida a la tarea de extender el Reino de Dios. Como ocurre en forma natural, con el paso de los años su salud se fue desgastando y sus fuerzas disminuyendo. Al momento de partir de este mundo, el Juan Rasmussen físico ya era difícil identificarlo. Pero el Juan Rasmussen espiritual estaba ahí, intacto, como quien dice, listo para seguir en la lucha. «El espíritu a la verdad está presto aunque la carne…». En estas pocas líneas, rindo un sentido homenaje a mi amigo Juan, a quien hacía años que había dejado de ver pero a quien siempre consideré un amigo generoso en dar su amistad y silencioso aunque efectivo en la entrega de sus talentos a la causa de Cristo. Estoy seguro que un reconocimiento como el mío, y el de otros, nunca le hizo falta; sin embargo, su trabajo de excelencia y su constancia lo hacen digno de cualquier reconocimiento aquí abajo. Allá arriba, es otra cosa.
Hace un momento, llamé a mi amigo Tulio Suárez para decirle de mi intención de escribir algo sobre su trayectoria como creyente (nunca se apartó ni a derecha ni a izquierda), como esposo y padre de familia y como
research del afamado laboratorio Lilly, de Indianápolis, Indiana. Después de 44 años de trabajo ininterrumpido, de unos cuantos descubrimientos que hizo en el laboratorio, de procrear tres hijos, los que lo están llenando de nietos y de mantenerse fiel al Señor, entró en la etapa en que empieza a correr el peligro de buscar su rinconcito final y empezar a transparentarse. Su respuesta a mi proposición no me extrañó porque, además que coincide con el conocimiento que tengo de él, coincide además con mi propia actitud hacia la vida y hacia las pompas y el boato con que se nos quiere premiar aquí abajo.
Pompas y boatos que algunos buscan con tanta pasión como si de ello dependiera la auténtica felicidad. Me dijo: «Los aplausos y reconocimientos no me llaman la más mínima atención por lo que no los busco ni los deseo. Los que sí busco y anhelo son los aplausos con que me van a recibir los ángeles de Dios cuando llegue a Su presencia. Eso es lo importante. Lo de aquí abajo no es más que metal que resuena y címbalo que retiñe».
Así no más es. Dichoso el varón y la mujer que se dan cuenta a tiempo de ello. No es negocio cambiar oro por baratijas.
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