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Cuando los problemas crecen

Hace unos días, repasando algunas de las últimas noticias que este periódico presentaba, conocía, no sin cierto estupor, no sin cierta nostalgia, de la muerte del actor Andrew Koenig, sobre todo al descubrir que encarnaba al entrañable Boner, amigo inseparable del hijo mayor de los Seaver, Mike, en la famosa serie de los años 80 “Los problemas crecen”.
EL ESPEJO AUTOR Lidia Martín Torralba 26 DE MARZO DE 2010 23:00 h

La noticia no sólo era impactante por la juventud del actor (41 años), sino por las trágicas circunstancias en que se producía su desaparición y el fatal desenlace con el que terminaba. Andrew, ya en un estado depresivo desde hacía tiempo, había tomado la determinación de suicidarse y aparecía ahorcado en un árbol de un parque de Vancouver, Canadá. Todo ello a pesar de los repetidos llamamientos por parte de familiares y amigos para que reconsiderara la opción de su vuelta a casa. Pero nada de esto fue efectivo y, el actor, que ya venía dando muestras más que evidentes de que sus despedidas tenían un carácter definitivo y de que aquello era algo que trascendía una simple llamada de atención o un intento de suicidio, decidió acabar de una vez con su vida. Y es que, cuando los problemas crecen, para muchos parece no quedar más salida que la muerte misma.

Desde que somos niños crecemos y nos desarrollamos en una lucha constante por la supervivencia. De ahí que nos resulten tan impactantes estas cuestiones. Generamos y perfeccionamos mecanismos que nos permiten, desde la cuna, alejarnos de los extraños, sentir miedo ante determinados estímulos y evitar el dolor por encima de cualquier otra cosa. Nada parece más natural que querer seguir viviendo y ningún acto nos resulta más incomprensible que querer morir. De hecho, inquieta y, lo que es más, aterra pensar en lo que supondría una realidad en la que estos mecanismos en aras de la supervivencia dejaran de funcionar.

Remitámonos, por ejemplo, a una de las recientes y escalofriantes producciones del director Night Shyamalan, “El incidente”, donde debido a una revolución del mundo vegetal y a un extraño virus que se extiende de forma casi inexplicable, las personas pierden su instinto más básico de supervivencia para suicidarse una detrás de otra de manera irremediable. El simple visionado de la película deja en nosotros un amargo sabor, precisamente por lo que de antinatural tiene su temática, no por las cuestiones relacionadas con contagios y demás, que son más que habituales en el cine, sino justamente por lo atípico de ver a las personas abandonándose a la muerte y buscándola de manera voluntaria, sin resistencia alguna.

Qué duda cabe, algo sucede en algunos de nosotros cuando las circunstancias nos son lo suficientemente adversas. No en todos, por supuesto, pero en ciertos individuos la búsqueda de lo que consideran la felicidad y su propio bienestar, se convierte, paradójicamente, en un camino hacia la autodestrucción que acaba con su propia desaparición y con la muerte en vida de todos los que les rodean. Y es que nuestra mente no parece estar preparada para entender que alguien querido y apreciado quiera quitarse la vida, por muy duras y complicadas que sean sus circunstancias.

El aprecio por la vida ajena es en nosotros, por desgracia, un valor en ocasiones ausente o, al menos, no lo suficientemente presente. De forma práctica tendemos, una y otra vez, a anteponer nuestros propios intereses, nuestra integridad o nuestro bienestar al de los demás. Pero, ¿qué ocurre cuando lo que pierde valor es el sentido de la propia vida? ¿No va esto en contra de todos nuestros principios básicos de funcionamiento? El doctor Rojas Marcos citaba en su libro “Las semillas de la violencia” una frase de Schopenhauer sobre el suicidio que reflejaba (a mi entender, de manera magistral) la lógica terrible que se esconde detrás de ese impulso por arrancarse la vida: el suicidio, decía, tiene lugar “cuando los horrores de la vida son mayores que los horrores de la muerte”. Y esto es tremendo porque, probablemente, no hay nada que más atemorice al hombre que su propia muerte.

Si algo tenemos seguro a nuestra llegada a este mundo es que, en algún momento, habremos de abandonarlo. Y en nuestro tránsito terrenal intentamos manejar el asunto como mejor entendemos, incluso aunque sea obviándolo, ignorándolo, ridiculizándolo o cuestionándolo. Pero nada nos librará de tener que hacer frente a la realidad de la muerte en algún momento de nuestra vida, a veces en primera persona, otras como espectador.

Desear la muerte es algo que no resulta natural a la luz del hálito de vida inmortal que Dios ha puesto en nosotros. Genera en la gran mayoría de nosotros el rechazo y la incomprensión más absolutos, lejos de entender qué pasa por la mente de aquellos a quienes nada parece atarles a la vida. Quizá parte de nuestro error al intentar comprender qué mecanismos subyacen al suicidio consiste, precisamente, en considerarlo un mero impulso. Hoy sabemos que, en no pocas ocasiones, los verdaderos suicidas, los que consumarán el acto con consecuencias irreversibles, son aquellos que planifican premeditadamente cuándo y de qué manera ejecutarán su propia sentencia de muerte. Porque, si bien es cierto que ningún intento de suicidio o llamada de atención ha de tomarse a la ligera, aquellos que implican una premeditación han de tomarse en especial consideración. Éste fue el caso que nos ocupa y el de tantos otros que, como él, en días previos a su muerte dan pistas, más o menos sutiles, más o menos explícitas, acerca de lo que está por venir. Y la experiencia nos muestra que, en esos casos, si alguien quiere quitarse la vida, verdaderamente es muy difícil impedírselo.

La gran tragedia del suicidio es que es una solución definitiva ante un problema temporal. Las personas tenemos una tremenda capacidad para el cambio y la adaptación a él y somos capaces de aclimatarnos a las situaciones más insólitas y surrealistas. Sin embargo, el suicidio no da lugar a que este proceso pueda tener lugar y corta de raíz, no sólo el problema, sino también cualquier posibilidad de resolverlo. Esto contrasta, sin embargo, con la perspectiva cristiana, que cree en un Dios sobre toda circunstancia que trasciende cualquier contrariedad. Él proporciona alivio al cansado, sosiego a quien no tiene calma y lo más provocador de todo: soluciones definitivas para problemas definitivos, los que verdaderamente debieran preocuparnos, aquellos que van mucho más allá de lo que nuestras circunstancias terrenales nos hacen vivir y que tenemos, en tantas ocasiones, por resolver.

La muerte es, a la luz de la Palabra de Dios, un mal ineludible al que el hombre se enfrenta a raíz de su pecado. No entraba dentro de los deseos de Dios que el hombre muriera y, sin embargo, debido al curso de los acontecimientos y del rechazo frontal del hombre a llevar su vida según los parámetros establecidos por su Creador, se establece que “la paga del pecado es muerte” (Romanos 6:23) y que todos, sin excepción, somos culpables, por lo que habremos de enfrentarnos a la realidad de una doble muerte: la que tiene que ver con el cuerpo, ineludible desde el mismo momento en que nacemos y la que trasciende nuestra carne, la que tiene que ver con el alma, con la esencia misma del hombre tal y como Dios lo creó en el principio y que, sin embargo, ha decidido vivir al margen de Quien le dio la vida.

¿No es ésta, en el fondo, una forma también de suicidio? ¿No renunciamos de manera consciente y voluntaria a la Vida en mayúsculas cuando rechazamos la posibilidad que Dios nos da de vivir de una forma completa, abundante? Al considerar estos temas desde la perspectiva eterna nos encontramos a un mundo que va abocado a la muerte tal y como se nos presenta en las Escrituras, es decir, aquella que no sólo mata el cuerpo, sino que tiene consecuencias de separación eterna respecto a Dios, lo que la Biblia llama el infierno, un lugar de oscuridad y tormento eternos, apartados de la presencia de Dios. Si calculamos los niveles de sufrimiento de nuestro mundo, aún cuando Dios tiene a bien seguir presente en él, ¿podemos imaginar siquiera lo que puede suponer Su completo abandono?

Casi nadie en nuestro mundo occidental quiere saber hoy de Dios (aún cuando sea Él y sólo Él quien tendrá la última palabra respecto a nuestro destino eterno). Han decidido que no quieren que Dios esté presente en su existencia y viven, simplemente, como si Dios fuera la invención de unos pocos neuróticos. Como consecuencia, y de manera muy similar a lo que nos mostraba la película de Night Shyamalan, las personas parecen haber perdido ese elemento de supervivencia que debiera anclarnos al único salvavidas eficaz que Dios nos ofrece como solución para nuestro problema: Jesucristo y su obra salvadora en la cruz. No hay en nosotros de manera natural un apego a la vida eterna con la que fuimos imbuidos en el momento de nuestra creación. Sólo hay un desesperado intento por asirnos a una vida que, en definitiva, es limitada y que abarca sólo unos pocos años, olvidando que Dios “puso eternidad en el corazón de ellos”. (Eclesiastés 3:11)

La tragedia de Andrew Koenig es, sin duda, la nuestra si no hemos confiado en Jesucristo como respuesta a nuestro problema de separación con Dios. La diferencia está en suicidarse considerando únicamente los pocos años que nos atan a este mundo o valorarlo respecto a nuestro destino eterno. Hemos decidido vivir al margen de Él y esto, queramos o no, trae consecuencias ineludibles.

Cuando los problemas crecen, merece la pena buscar soluciones que den respuesta, no sólo a una parte del problema, la del aquí y el ahora, sino a la esencia misma de nuestra situación con Dios, en quien está la vida misma. Sólo Jesús dice: Yo soy el camino, y la verdad, y la vida: nadie viene al Padre, sino por mí. (Juan 14:6)
 

 


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