No contento con esto, añadió que “Bélgica ni siquiera es un país” e intentó hacer mella en su oponente cuestionando su identidad y sus orígenes y sentenciando que en Europa “no le conocía nadie”.
Ahora bien, si sorprendente fue la retahíla de insultos del británico, más impacto supuso aún para la cámara contemplar la templanza del agraviado que, aunque con un rostro visiblemente contrariado por el enfado, supo limitar la manifestación de su ira simplemente “agitando la cabeza o mirando entristecido”, tal y como lo expresa el diario El Mundo en su versión digital. Van Rompuy decidió que “no iba a responder a una descortesía” y se limitó a dar contestación a las cuestiones económicas que se le plantearon.
Muchos le han criticado que no contestara más contundentemente a los improperios del británico. Sin duda, cualquiera de nosotros hubiéramos estado tentados de mostrar de forma evidente nuestro enfado y, a ser posible, en nuestro sentido particular de la justicia, hubiéramos querido, al menos, darle un poco de su propia medicina. Pero Rompuy, al que se conoce por ser un hombre templado y, es más, muy cercano al mundo de la espiritualidad, decide tomar un camino diferente, en cierto sentido, contracorriente. Decide no proporcionar más carnaza a quien le agrede y, con su actitud correcta y comedida pone en evidencia el comportamiento desproporcionado que quien no busca más que dañar y, además, en esa desmesura, lo hace en público, una de las formas de agresión más frontales que existen. “El sentido del humor ayuda mucho”- dice Rompuy, refiriéndose a situaciones como éstas. “Ayuda a relativizar los problemas”. De haber respondido enfrentándose, no sólo estaría ante un enemigo de carne y hueso, sino ante el enemigo que supone la propia ira no controlada.
¡Qué difícil nos resulta poner freno a nuestras emociones, especialmente cuando nos sentimos ofendidos o se comete una injusticia sobre nuestra persona! El caso de Rompuy no es el caso de un súper hombre al que no le afectan las afrentas. De hecho, su rostro durante la sesión en la que fue agredido mostraba claros signos de enfado ante la situación. Sin embargo, la clave estaba, no tanto en no sentir emociones negativas, que son lógicas y naturales por otra parte, sino en saber controlarlas y éste es justamente su mérito en esta ocasión. Y es que, aunque nos recordamos a menudo que la ofensa es una opción, no somos muchos los que poseemos ese “talento natural” para controlarnos en momentos de presión y agresión. De hecho, algunos estamos más que convencidos de que el famoso autocontrol del que tanto hablamos los profesionales no es una facultad que venga “de serie” en el ser humano, sino que se aprende y forma parte de un esfuerzo permanente que las personas hemos de hacer, no tanto en nuestras propias fuerzas únicamente, sino con ayuda de otros. Así, en muchas ocasiones, se convierte más en un esfuerzo de equipo que en una virtud individual.
En ese intento por controlarnos ante una situación que tiene suficiente potencial para desbordarnos, hemos de hacer un esfuerzo por someter nuestro pensamiento, que nos anima a atacar; también nuestra emoción, que nos dice que hemos de hacer algo para reducir el malestar, y nuestros pies, que se mueven prestos a devolver el golpe… Pero además hemos de aferrarnos con frecuencia a aquellos que tenemos más cerca para poder asirnos de quien, en ese momento, no está movido tanto por emociones como por el sentido común porque la afrenta no va directamente dirigida a él. ¡Qué bueno es tener cerca a alguien que en momentos de ira nos llama a la calma y nos aporta el bálsamo que nuestra mente necesita para no entrar a la provocación! Pero aquí encontramos a veces otra dificultad, porque no es infrecuente, por desgracia, que quien está cerca de nosotros nos anime a “entrar al trapo”, en vez de pacificar la situación.
Esto nos lleva inevitablemente, al menos, a dos consideraciones. La primera sobre qué tipo de persona somos nosotros respecto a nuestra capacidad de autocontrol ¿Es en nosotros una cualidad natural o más bien nuestro impulso nos mueve al enfrentamiento y necesitamos ayuda de otros para controlarnos?
La segunda nos lleva a valorar si nuestro entorno favorece el autocontrol o más bien lo entorpece, lo obstaculiza.
Al responder estas dos simples pero importantes preguntas, descubrimos pistas que nos pueden ayudar en momentos de dificultad y nos hacemos conscientes de si, por una parte, tenemos recursos personales en los que podamos apoyarnos para afrontar situaciones complicadas en que hemos de controlarnos o si, por el contrario, nuestros recursos en primera persona son escasos y habremos de apoyarnos claramente en lo que los demás alrededor nuestro podrán aportarnos. Si, por otra parte, quienes nos rodean no contribuyen al autocontrol, habremos de tenerlo en cuenta para no empeorar una situación de conflicto ya de por sí complicada y poner nuestras miras en aquellos que sí pueden ser una ayuda en esos momentos. Pero ¡qué difícil es, en cualquier caso, que nuestros recursos, propios o de prestado, resulten suficientes ante la agresión!
Confucio dijo en cierta ocasión que “quien domina su cólera, domina a su peor enemigo”. Y ésta es, sin duda, una gran verdad, pero también una asignatura pendiente para el ser humano, emocional, impulsivo y dominado por reacciones viscerales aún cuando su racionalidad pueda decirle en ciertos momentos que, verdaderamente, determinadas decisiones le traerán nefastas consecuencias. ¿Podemos imaginarnos lo que hubiera sido la sesión en la Cámara Europea si Rompuy hubiera seguido el juego de agresiones de Farage? Desde las palabras de Confucio se llamaba, sin duda, a ese hoy denominado autocontrol, que no es más que la capacidad de pararse y pensar, de decidir inteligentemente antes de actuar, lejos de ser movidos exclusivamente por las emociones.
Jesús, sin embargo, fue mucho más allá en sus planteamientos respecto a este tema. En un análisis superficial pudiera parecer que su postura y la de otros como Confucio son similares o, incluso, prácticamente idénticas. Sin embargo, Él hizo algo más que llamar al autocontrol. Él
abordó este asunto llamándonos a ser, no sólo mansos, sino pacificadores y, lo que es más complicado, animándonos a bendecir a aquellos que nos maldicen y a orar por los que nos ultrajan. Evidentemente, este es un punto al que Rompuy, por sus propias fuerzas, no podrá llegar, ya que hace falta algo más que talento natural para dar ese paso cualitativo de poner la otra mejilla.
¿No es éste, quizá, uno de los mensajes más provocadores y, a la vez, más desafiantes de los planteados por Jesús a lo largo de sus años de ministerio? Ante este reto, sólo nos queda considerar una realidad: la de que no podemos solos.
El reto del autocontrol tal y como lo plantea Jesús no puede resolverse desde las fuerzas del hombre. Él nos llama a ser controlados por el Espíritu, porque sólo los recursos que Él aporta en la vida del creyente permiten que nuestra naturaleza, impulsiva y emocional, pueda ser controlada hasta el punto de llegar a bendecir a los que nos maldicen. Esto aporta al creyente una nueva dimensión respecto al dominio propio del que la Biblia nos habla, dejando claro que no es un mérito atribuible a nosotros mismos y nuestras capacidades, sino a Aquel que abrió camino al respecto en un acto como ningún otro de humildad y dominio propio, tal como Isaías relata en su
capítulo 53.
“Angustiado él, y afligido, no abrió su boca: como cordero fue llevado al matadero; y como oveja delante de sus trasquiladores, enmudeció, y no abrió su boca.”
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