Hay una higuera que da unos frutos tremendamente dulces y un limonero un poco más allá. El aire huele a tierra fresca y a fruta dorándose al sol, a este sol que no es sol, y que ilumina tan bien. Tú siempre me esperas al amparo de la higuera, y allí me encamino siempre, con los pies descalzos, porque éste es un lugar santo, sintiendo la hierba y la tierra entre los dedos de mis pies.
Ya sé que vengo de nuevo con el corazón exprimido. No me encuentro tan mal como otras veces, estoy lo suficientemente bien como para hacer el viaje que me trae hasta aquí. Pero la recompensa siempre es increíble, y todo el esfuerzo vale la pena. Tú lo sabes, y me recibes dándome uno de esos abrazos tan tuyos. Siempre conoces todos los detalles de los motivos de mi insomnio, hasta los más insignificantes, pero nunca los das por hecho. Prefieres que yo te los cuente. Así me desahogo, dices, y así me sentiré mejor.
Ojalá, te digo, pudieras intervenir para deshacerme de alguno de estos desvelos. Ojalá, me dices tú, aprenda de una vez que no necesito que ocurra nada extraordinario para sentirme mejor. Tienes razón: tan sólo con estar contigo me siento mejor. Más aún que mejor, me siento en casa. Pero ojalá, te digo, insisto, esta sensación perdurara, o, ojalá, no me tuviera que marchar después y regresar al otro lado del mundo, donde no estás tú dándome abrazos que me hacen sentir bien. No seas tonta, me dices, que siempre voy a darte un abrazo si lo necesitas. Yo no lo pongo en duda, te digo, jamás. Sólo que a veces se me olvida.
A veces, como hoy, sencillamente te quedas a mi lado, y miramos el huerto en silencio. Los melones aún son pequeños y amarillos, están agarrados a la mata como en un cordón umbilical. Vamos a pasear un poco, y yo no digo nada, sólo te sigo. Andamos entre las tomateras, coges un par de tomates maduros y me ofreces uno. Saben a gloria. Tú esperas mi silencio, mientras yo me reordeno por dentro. No sé por dónde empezar a contarte todos los miedos que tengo. No sé cuál es el primero de todos, porque unos llevan a otros como en una madeja enmarañada, que en algún momento fue una línea recta, hasta que todo se perdió en el caos sin principio ni fin. Lo que está claro, te digo al fin, es que tengo miedo. Subsisto, sin embargo, por tu gracia, pero tengo miedo. No me cuadran las cosas. Ya no puedo hacer mucho más que esperar, pero la espera me da miedo. ¿Y si nunca se soluciona? ¿Y si va a más?
Hemos dado la vuelta a los tomates. Las acelgas no me emocionan (mejor con un poco de mantequilla y pimienta, asientes). Extraña mezcla, pero las probaré. Me das unas cuantas y
llevo mi ramo de acelgas como un ramo de flores asido del regazo. Son preciosas, verdes y frescas. Volvemos a nuestro banco bajo la higuera. Me preguntas si me siento mejor, y yo digo que siempre me siento bien en este aroma de higos y tomates, que aquí me siento en casa. Que tú eres mi casa. Que ojalá no tuviera que marcharme, que desearía poder regresar, terminar el largo e indeciso viaje. Pero insistes, está bien así como está. Sólo necesito quedarme un poco más en el huerto contigo. Respirar este aire e inundarme de esta luz perfecta, y abrazar a mis acelgas. Me dejas que me apoye en tu hombro, y descanso un rato, que se me hace eterno, porque aquí el tiempo no sigue los mismos relojes.
Lo sé, me dices, todo es incertidumbre. La profesión, el dinero, la familia. Ojalá pudiera decirte cuándo va a solucionarse cada pequeño detallito, pero no lo necesitas saber. No necesitas saber qué va a ir bien para entender que yo lo voy a hacer funcionar. Siempre te sorprendo, me dices. La angustia es inevitable, forma parte del juego. Pero no dejes que te coma, mantenla a raya, yo cuido de ti, dices. Sí, siempre me sorprendes, es cierto.
Me explicas todas las veces que tantos otros han ido a ese huerto a pasar un rato a solas contigo, gente que lo estaba pasando realmente mal. A quienes la vida también estaba pendiendo de un hilo, mucho más fino y frágil que el mío. Ya sabes que la desgracia de los demás no sirve de consuelo, pero sí la alegría ajena. Incluso en el peor de los casos, lo más que perdieron fue la vida, pero no perdieron el camino a casa. Sabes que el que las cosas vayan a llegar a ese extremo de dificultad no es el mejor consuelo para los malos momentos, pero me aseguras que incluso si allí llegaran, tampoco sería tan terrible. Lo peor que puede pasar es que me obliguen a volver allí, a mi casa, sentada junto a ti en el huerto, a disfrutar de un tiempo que sigue la trayectoria de otros relojes diferentes. Es cierto, te digo sonriendo, no es un buen consuelo… yo quiero que me asegures que todo va a ir bien. Pero tú insistes que ese es todo el bien que cabe esperar.
No me resuelves nada antes de irme, sigo en la incertidumbre, pero mientras me despido con mi ramo de acelgas en la mano, y me vuelvo a calzar porque dejo atrás el lugar santo, y abandono el huerto para volver en otro rato de angustia, en otra charla, en otro paseo, en otra necesidad de asilo, me dejas en el regazo unos cuantos tomates que has traído de la mata, por si acaso, para que me haga una ensalada esta noche y así, sin pretenderlo, me acuerde ti y de mi casa, a donde siempre espero volver, a donde siempre vuelvo, irremediablemente.
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