Pero como en todas las familias, como en todas las Nochebuenas, siempre alguien saca un tema incómodo, alguien dice lo que no debe, alguien mete la pata. Siempre está la parte buena, cuando nos reunimos y nos recordamos todo lo que nos queremos, y las partes malas, cuando cada uno cae en la cuenta dentro de sí de que, a pesar de que los amas, cada día que pasa se vuelven más extraños a ti.
Así pues, personalmente, la parte buena de todo lo recorrido hasta aquí es que me siento como Jacob Steinberg, un joven perdido y con muy buenas intenciones que recién llegado a Odessa, la capital rusa de las letras hebreas en el siglo XIX, se encontró con un consagrado y reconocido Bialik, autor, traductor, erudito, que al poco de conocerle y sin apenas acreditación, le animó a empezar a publicar sus poemas. Así, y casi por casualidad, Steinberg se convirtió en uno de los poetas y ensayistas más significativos de aquella primera etapa de construcción y consolidación de la nueva lengua hebrea. Sin duda, al final se pudo comprobar que Bialik hizo una buena apuesta allá donde otros no habrían dado nada por aquel joven. Yo, como Steinberg, también sin más acreditación que mi osadía, me sentí animada a escribir por un equipo consolidado. El que mi trabajo se llegue alguna vez a medir con la presencia y acreditación que logró Steinberg antes de morir, se decidirá dentro de mucho tiempo, y espero no estar presente entonces. Pero al menos me alegro de poder decir que he tenido detrás a un Bialik particular respaldando mis pasos.
La parte mala, la de cuando la suegra o el abuelo hacen el comentario desafortunado en Nochebuena, es que a pesar de la tremenda oportunidad y de poder escribir en un medio como este, no soy más que Steinberg, un viejo poeta al que, en realidad, no conoce nadie más que los suyos.
Y que conste que es una autocrítica que pretende ser constructiva. Escribiendo en un medio cuyos participantes toman como directriz hablar con soltura
desde su fe (y no
de su fe exclusivamente), más aún tenemos que estar bien atentos a no cometer errores garrafales, a no criticar sin construir algo mientras. Y sobre todo, atentos a no creernos en ningún momento que somos infalibles, sino el ser los primeros en pedir perdón cuando hacemos algo mal. No hace mucho cometí uno de esos errores (no aquí, pero conectado con estos artículos) amparada por la luz protectora de Bialik, pero entonces Bialik dejó de iluminarme.
La parte buena es que me he encontrado, de repente, con una legión de lectores silenciosos a los dos lados del Atlántico. Y me sorprende por tratarse de mí, pero no por tratarse de este medio tan digno. La parte mala es que yo me seguía creyendo que podía comportarme como una niña mimada sin medida y decir lo que me pareciese faltando a los principios básicos de una buena crítica literaria y que nadie se enteraría de mi error y no tendría que pensar en ninguna clase de arrepentimiento porque, al fin y al cabo, un error sin descubrir puede no pasar por un error.
Y sin embargo, ahí estaba la luz de Bialik: no importa a quién haya ofendido, dónde y cómo. Como no somos infalibles, como no somos perfectos y como nuestro modo de vida debe ser algo más cercano al ideal que Jesús tuvo una vez, debemos ser los primeros en retractarnos y en pedir perdón cuando nos equivocamos. Esto lo usarán en nuestra contra nuestros detractores, cuando consideren que hemos fallado y nos exijan ese arrepentimiento, pero la clave no está en el perdón, sino en la ofensa. No es que por ser cristianos debamos ser los primeros en retractarnos de todo cuanto digamos en cuanto surjan disputas (lo que no debe ser de ninguna manera, porque no tenemos por qué contentar a todos y también tenemos un criterio y una voz con derecho a ser expresada), sino que debemos ser los primeros en disculparnos cuando cometamos un error.
En mi error, me vi de repente siendo uno de esos sujetos que tanto odio, snobs y altivos, creídos y supuestamente sofisticados por encima del mundo y de las modas. Y esos sujetos sin moral, que en una situación así se plantean el perdón como un fallo de carácter, como una muestra de debilidad o de falta de criterio de los demás, hubieran dicho que las críticas hay que digerirlas y hubieran seguido adelante. Mi papel de crítico snob duró poco porque yo soy mucho más
de andar por casa y solamente me subo a semejantes altares sin permiso cuando me vuelvo imbécil, y me sacan de ahí a empujones en cuanto se me pasa el efecto. Y así fue. Pero mientras tanto, sembré una ofensa sin sentido, sin razón y sin justificación.
Y a pesar de mi error, me alegro de haber pedido perdón y de que aceptaran mis disculpas. Espero que en algún momento semejante metedura de pata deje de pesarme en la conciencia, pero me temo que se quedará ahí para siempre para recordarme hasta dónde alcanzan mis niveles de estupidez, como cuando se queda la mancha en la pared de nuestra casa de hasta dónde llegó la inundación.
En todo el camino recorrido hasta aquí, y en la pequeña parte en la que yo he acompañado, hemos tenido defensores y detractores, todos dentro de una línea lógica y sana de libertad periodística. Este periódico se caracteriza por querer dar voz a la pluralidad por encima, muchas veces, de la línea de pensamiento de sus directores. Y eso acarrea problemas en un mundo evangélico demasiado acomodado a la conformidad (de eso ya habló Pedro Tarquis con mucho acierto en el pasado congreso de la ADECE). Los demás, los que nos sumamos al carro entonces y ahora, tenemos que estar a la altura.
Como Steinberg, no es lo mismo ser conocidos que ser reconocidos. Y cuando ambas cuestiones coinciden, las raras veces que coinciden, es mejor andarse con pies de plomo y ser responsables. Y aún así, no podremos evitar cometer errores, y los cometeremos. Eso nos pondrá en el aprieto de dudar si nos merecemos estar aquí o si, como me pasó a mí, nos hemos subido como tontos al altar equivocado. Pero lo que marcará la diferencia entonces será la rapidez con la que seamos capaces de rechazar nuestro reconocimiento y nuestro buen nombre y admitir nuestra derrota, con humildad, delante de todos. Tal vez no sea una práctica muy periodística, pero al menos será una práctica muy humana.
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