Parece ser que la idea de estudiar inglés se le convirtió en necesidad imperiosa volando desde Miami a Barcelona, haciendo escala para abaratar el viaje. Cuando por los altavoces del avión escuchó:
Güelcom tu Elana, y de toda la explicación posterior no identificó ni una sola palabra, pensó:
Creo que me equivocado de vuelo, pues yo iba a Atlanta. Y después:
Creo que no sé tanto inglés como creía, pues no he entendido nada de nada.
Parece ser que la cosa se complicó aún más cuando anularon su enlace y daban toda la información por los altavoces del aeropuerto en inglés, por supuesto. En un primer momento pensó que quizá se hallaba en un lugar donde se hablaba esa lengua con un acento muy particular y, claro, como ella había estudiado con acento de la BBC, esa era la razón por la que encontraba dificultades de comprensión. Pero cuando comenzó a preguntar en su
perfecto inglés al resto de los pasajeros y constató que nadie la comprendía, y ella seguía sin entender apenas una palabra, dedujo, acertadamente creo yo, que debía revisar sus conocimientos de inglés y ponerlos un poco al día.
Al llegar el otoño, hizo valer sus títulos de veinticinco años atrás y se matriculó directamente en el tercer curso de un total de cinco, en la Escuela Oficial de Idiomas. Me comenta estos días que mientras sus compañeros de clase aprenden, ella
se pelea, pero no sólo con el idioma, sino también con su cabeza, que anda localizando los archivos donde se supone deberían estar almacenados sus conocimientos; con sus neuronas, que no hacen las conexiones con la suficiente rapidez como para aprender al ritmo de los demás; con su boca, que se niega a reproducir los sonidos que, a primer golpe de oído, no parecen tan impracticables como de hecho le resultan. En fin, que después de tanto tiempo, sus nociones han resultado ser tan básicas y estar tan oxidadas, que está segura de que va a repetir el curso… y eso si tiene la fortuna de que no la expulsen por torpe.
¿Por qué os cuento todo esto? Porque al terminar la conversación con mi amiga y pensar un poco sobre lo que me había contado, me vino a la mente lo que les pasa a algunos creyentes: se convierten al Señor, hacen un primer discipulado estudiando las doctrinas básicas de la fe, asisten –quizá- mientras son jóvenes a algún estudio bíblico… y creen que eso ya les va a bastar para toda una vida. Y no me mires así, que seguro que más de uno y de dos sabe de lo que estoy hablando. ¿Cómo, si no, se explica que la concurrencia en las reuniones de estudio bíblico sea tan escasa? ¿Cómo es posible que, en algunos lugares, se hayan suspendido esos cultos?
El ritmo de vida que llevamos, tan modernos nosotros, tan sofisticados quizá, tan de
nuestro tiempo, nos impide conocer más a nuestro Señor a través del estudio profundo de su Palabra. Eso es lo que decimos. ¡Pero hombre! Que suena mucho a excusa…
Cuando se trabajaba de sol a sol, cuando los desplazamientos a pie eran el modo habitual de viajar incluso para largas distancias, cuando estaba en juego la propia vida por reunirse con los hermanos con el fin de aprender juntos de las Escrituras, muchos de los creyentes ponían en primer lugar lo mismo que María, allí en Betania, y buscaban primeramente el reino de Dios y su justicia, creyendo verdaderamente que su Señor añadiría lo demás.
Ya, ya sé, pues otras veces me lo han dicho: este planteamiento no puede hacerse hoy en día. Lo que no sé es por qué. ¿Porque somos más guapos que los que nos precedieron? ¿Porque somos más listos? En todo caso, porque somos más
comodones, e indiferentes. Y más soberbios y más necios. ¿Alguien, en serio, puede creer que a Dios puede
acabárselo? ¿que ya se lo sabe todo y ya ha llegado a comprender al Infinito? ¿De verdad? ¡Madre mía!
Las iglesias, evidentemente, deben buscar la manera de facilitar el estudio para todos, pero cada creyente, lo tenga más o menos complicado o sencillo, debe
procurar con diligencia entender y conocer a su Señor.
Cuando nos falta conocimiento de Dios –cosa que es gravísima delante de Él, y si no, leed a los profetas-, acaba colándose todo: desde la carnalidad hasta la idolatría, pasando por la herejía y llegando a creer las calumnias sobre nuestro Señor que, como no sabemos si son ciertas o no por no poder refutarlas en nuestro corazón ni en nuestra mente con apenas ningún argumento, podemos acabar dándolas por ciertas… y van minando nuestra fe.
No estoy diciendo que las personas que no asisten al estudio bíblico eclesial, a la escuela dominical, no lean la Biblia en su casa -¡ya sería el colmo!-, pero evidentemente
se pierden el regalo que Cristo ha hecho a su iglesia en forma de maestros que tienen la inteligencia, la formación y los recursos, y dedican el tiempo necesario para hacer el trabajo de investigación y profundización por nosotros y nos ponen delante, mucho más claramente, el sentido de las palabras del Libro Santo.
Curiosamente, algunas de estas personas que no asisten jamás, que no les hemos visto en décadas en los estudios bíblicos, son las que se permiten pontificar sobre cualquier cuestión que afecta a la marcha de la congregación, poniendo, muchas veces, palos a las ruedas. Y tú, que les ves, que les oyes, te preguntas:
¿esto lo dicen por revelación específica instantánea? En fin.
Lo cierto es que cuando uno se acerca al Señor y estudia su Palabra, ésta produce amor reverente al Señor; y humildad de corazón; y amor al prójimo, tanto como para hablarle del Salvador, para servirle en lo que haga falta, para cubrir sus defectos y soportarle si es necesario; y produce gozo, y generosidad, y pasión…
¿Cuándo dejaste los estudios? ¡Retómalos, por Dios!
(Uso la expresión ´por Dios´ no como coletilla, sino completamente consciente de que aquí es perfectamente adecuado utilizarla)
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