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Un arrebatamiento privado

¿Andarán dos juntos si no estuvieren de acuerdo? Aunque el contexto inmediato de la pregunta registrada en Amós (3:3) dice relación con el tipo de entendimiento que debía existir entre Dios y su pueblo, Israel, ha sido aplicada por nosotros a diversos contextos para enfatizar esa condición imprescindible en las relaciones humanas.
EL ESCRIBIDOR AUTOR Eugenio Orellana 12 DE DICIEMBRE DE 2009 23:00 h

Entendemos, en el espíritu de las Escrituras, que si bien Dios nos manda a amar a todo el mundo, incluyendo a nuestros enemigos, no hay mandamiento que nos obligue a andar junto a aquella persona con la cual no logramos ponernos de acuerdo. “Amad a todos” podría ser una paráfrasis del mandamiento divino, “pero disfrutad del derecho de escoger a tus compañeros del camino”.

Hace unos días fuimos sorprendidos por la noticia de la partida inesperada a la presencia del Señor de Catharine Ruth Feser, la esposa de nuestro amigo y hermano René Padilla. Su deceso se produjo en Buenos Aires donde residían y cuando ambos hacían preparativos para celebrar sus Bodas de Oro en 2011. René se encontraba en cumplimiento de su trabajo en Costa Rica. Doble dolor. Tanto para él como para nosotros, sus amigos, hermanos y colegas en el servicio cristiano.

René y este escribidor, además de un pequeño grupo de amigos que mantenemos alguna relación de amistad, pertenecemos a esta generación cuyos matrimonios alcanzan ya o superan los 50 años; y que, además, vemos cómo se acerca aceleradamente el fin de la carrera. Esta circunstancia nos va condicionando para que, con mayor frecuencia, pensemos y digamos, como el apóstol Pablo: “El tiempo de mi partida está cercano”. Sin duda que la mayoría de nosotros podremos suscribir el resto de la declaración del apóstol: “He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe”. Pablo fue aun un poco más allá al asegurar que le estaba reservada la corona de justicia “la cual me dará el Señor, juez justo, en aquel día; y no solo a mí, sino a todos los que aman su venida” (2 Timoteo 4:8).

(No resisto la tentación de divagar un poco sobre eso de “juez justo”. En el contexto de la idea central de este versículo, la justicia de Dios sospecho que se habrá de proyectar sobre las características de cada corredor y aplicarse, al momento de conceder la corona de justicia, con un criterio que nosotros no podemos captar con nuestro pensar carnalizado y, por lo tanto, imperfecto. Recibirán, entonces, la corona de justicia aquellos que corrieron la distancia sin ningún error; pero también la recibirán aquellos que cayeron, se levantaron, volvieron a caer, se levantaron de nuevo y que, quizás arrastrándose, llegaron a la meta. La expresión “juez justo” no está ahí por casualidad, sin duda.)

Hemos sido plantados por Dios en esta tierra y las raíces se han enterrado profundas en ella hasta el punto que llegamos a sentirnos tan cómodos que no quisiéramos salir de aquí; sin embargo, hemos venido descubriendo que esta declaración del apóstol se hace más y más “nuestra” a medida que nos acercamos a la meta. Esto quizás no lo entiendan por ahora los más jóvenes; pero no importa, a su tiempo también lo entenderán.

Don Valentín Henriquez, en el cuento El rito de Don Valentín, refiriéndose a la muerte por homicidio cometido por los militares chilenos del médico Hernán Henriquez dice cada vez que va a visitar el lugar donde cayó su hijo: “Tengo mi propio holocausto”. En esta experiencia por la que está pasando, René podría decir también: “Tengo mi propio arrebatamiento”. Porque, de alguna manera, eso fue lo que le ocurrió. El Señor vino cuando menos se lo esperaba y se llevó con él a Caty.

(No es fácil encontrarse de pronto solo, porque la esposa y compañera de mil batallas ha sido arrebatada intempestivamente mientras nosotros o ellas, si es que los que parten somos los esposos nos quedamos “aquí abajo” un tiempo más tratando de ver cómo nos las arreglamos sin nuestro(a) compañero(a) idóneo(a).

René cuenta en las palabras que pronunció en el culto en memoria de su esposa cómo la conoció. Y dice: “Éramos compañeros de estudios en la Facultad de Posgrado de Wheaton College. Éramos buenos amigos; sin embargo, [en su intimidad, esa buena amistad había venido adquiriendo otra dimensión] ante la inminencia de su partida a comenzar su tarea pastoral como obrera de InterVarsity Christian Fellowship (se acercaba el fin del año lectivo 1957-1958) decidí delante de Dios proponerle matrimonio a condición de que si aceptaba mi propuesta no sólo se casaría conmigo sino también con América Latina”. ¡Opa! Condiciones ¿eh? ¡Y qué condiciones!

Caty, que no sabía nada de América Latina, le dijo que no podía aceptar la propuesta. René relata lo que ocurrió luego: “Le prometí esperar el tiempo que fuera necesario… [y] tuve que esperar por dos años para recibir su asentimiento a mi propuesta… y cuando después de esa larga espera me dio el sí, lo recibí como un hermoso e inmerecido don de Dios”.

Siempre he creído que la bendición de Dios sobre un joven y una joven que deciden caminar juntos el resto de sus vidas se hace evidente con el correr de los años. Esto lo digo y reitero en mi artículo Cuando el que muere es el amor (Protestante Digital, 22 de junio de 2008). La frase: “Lo que Dios ha unido no lo separe el hombre” con todo lo significativa que de hecho es, no es garantía de una unión hecha por Dios. La garantía la da la prolongación de esa unión. Y lo fructífero de ella. Podrá la pareja transitar por caminos más o menos duros o más o menos escabrosos pero cuando la unión ha sido sellada por Dios, no habrá circunstancia que la haga fracasar. René lo certifica cuando dice: “Caty fue la compañera ideal que Dios, en su gracia, me concedió. Al perderla tan repentinamente, solo me queda confiar que el mismo autor de la vida que me la dio ahora me la quita”.

“Ahora me la quita”. Hay dolor en las palabras de René. Y lo entendemos. Aunque al recibir la noticia su pensamiento voló a la experiencia de Job, diciendo, como aquel patriarca: “El Señor ha dado, el Señor ha quitado. ¡Bendito sea el nombre del Señor!” la perspectiva angustiante de saber que a su regreso a casa ya no lo estaría esperando ella sino un cofre fúnebre dentro del cual estaría el cuerpo de su esposa pero no su ser espiritual es algo que no se puede disimular ni superar así no más. “Esto no significa, de ningún modo”, dice René, “que yo entienda por qué la promoción de Caty a mejor vida tenía que suceder justamente ahora… Anteayer por la noche hablamos y me dijo que se sentía bien; a pesar de todo, ayer falleció de un paro cardiorrespiratorio”.

En su alocución, René hace referencia a algunas de las virtudes de su esposa. Y a algunos defectos. El cónyuge, en este caso el esposo, es quien mejor conoce a la mujer con la que ha convivido por tantos años. Virtudes. Defectos. Y, muchas veces, solo él tiene palabras de reconocimiento hacia esas virtudes y comprensión por sus defectos.

Mi esposa, con quien cumpliremos el próximo 18 de enero 52 años de casados, fue profesora en dos colegios en Costa Rica. Dejó de enseñar hace quince años. Fue ella promotora, motu proprio, de estudios bíblicos en nuestra casa al que asistía un grupo de unos veinte o más alumnos cada semana (algo inédito en la historia de aquel Colegio y que, hasta donde sabemos, nunca más volvió a darse) y excursiones didácticas a diversas regiones del país (igualmente una iniciativa original suya). Cuando hoy día ella camina por las calles de San José, entra a un banco o a una oficina estatal, no falta quien le grite: “¡Ey, doña Cire! ¡Profe!” y corra a abrazarla.

Las buenas obras que hicieron, con ellas siguen, no te quepa duda, mi querido René.
“Cuando a Jesús se le preguntó cuál es el mandamiento más importante de la ley, él dijo: Ama al Señor tu Dios con todo tu corazón, con todo tu ser y con toda tu mente y ama a tu prójimo como a ti mismo. Para mí, el legado de Caty está en estrecha relación con ese doble mandamiento: ella nos mostró con su estilo de vida lo que significa amar a Dios de todo corazón y amar al prójimo como a uno mismo”, afirma René en otra parte de su mensaje de despedida a su esposa. Y agrega:

“Los que conocieron bien a Caty saben que… mucho de lo que hacía, inspirada por su amor a Dios tenía que ver con eso de amar al prójimo como a uno mismo. ¡Qué manera de darse a sí misma, generosamente! Quienes estamos comprometidos con Jesucristo sabemos que eso es lo que da sentido a la vida. En un momento dado, Jesucristo dijo que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda solo, pero que si cae en tierra da mucho fruto. A mí se me ocurre que en la medida en que aprendemos que la vida no es para tratar de explotarla en beneficio propio; en la medida en que sabemos lo que significa poner la vida a disposición de Dios y del prójimo, en esa medida disfrutamos de la vida plenamente y encontramos su sentido. [Caty] no hablaba mucho del amor: lo practicaba. Lo practicaba especialmente con gente en situaciones vulnerables”.

No sé por qué, pero cuando reproduzco estos pensamientos de René respecto de su esposa, pienso en nuestras propias compañeras. ¡Qué parecido encuentro entre una y otras!
 

 


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