Quien fuera dominico inicia comentándole a su interlocutor que como sacerdote “había seguido la religión tal como Roma la enseña; de manera que todavía hace tres años era cura de Azcapotzalco [entonces en las cercanías de la ciudad de México, y hoy integrante de la misma], combatía al protestantismo con todas mis fuerzas, y aún hice que algunos protestantes se reconciliaran con la Iglesia Romana. Creía entonces que profesaba la verdadera religión”.
Hacemos un paréntesis para comentar lo señalado por Aguas, que logró regresar al seno del catolicismo romano a ciertos protestantes que habitaban en la jurisdicción de su parroquia. Eso tuvo lugar en 1868, cuando la presencia de los misioneros protestantes en el país era de carácter personal y espontáneo. Es decir, entonces todavía no predominaban los misioneros respaldados por denominaciones, planes y recursos bien estructurados. Acaso esos protestantes, algunos reconvertidos al catolicismo pero no todos, que menciona Manuel Aguas fuesen el fruto de la presencia discreta y el testimonio de creyentes evangélicos extranjeros y nacionales que a partir de la Independencia, en 1821, fueron consolidando en el país pequeños grupos de cristianos que ya
no eran católico romanos.
En su epístola Aguas evoca que el arranque de su peregrinaje hacia la fe evangélica inicia cuando llegaron a sus manos “algunos trataditos de aquellos a quienes combatía; trataditos que por razón de mi oficio tuve que leer”. La lectura del material tiene resultados que Manuel Aguas consigna en los siguientes términos: “Por ellos [los trataditos] comprendí, a mi pesar, que aunque había hecho una carrera literaria en lo eclesiástico hasta concluirla, aunque había sido catedrático de Filosofía y Teología, y aunque creía conocer la religión, principalmente en lo relativo al protestantismo: no sabía yo todo lo que verdaderamente se alegaba en aquel campo cristiano que, adhiriéndose de buena fe a las Sagrada Escritura, hace que revivan los primitivos discípulos de Jesús, campo respetable y aun superior en número al romanismo. Porque como Roma prohíbe con excomunión mayor leer los libros de los protestantes, yo sólo había consultado autores romanistas que las más de la veces todo lo pintan al revés”.
Ante él, lo dice en su escrito, se presentaban tres opciones: 1) La religión de Dios; 2) La religión del sacerdote; y 3) La religión del hombre. La primera, caracteriza Aguas, es la religión de la Biblia a la que él ha decidido seguir. La segunda es la que encabeza un mero hombre que se dice infalible [el Papa]. La tercera, en la que confían los racionalistas, tiene en el centro la infalibilidad de la razón natural.
Antes que enseñarle a escuchar la Palabra de Dios, arguye Manuel Aguas, en la Iglesia católica le habían instruido a “creer en la palabra del hombre”, al transmitirle lo que decían grandes pensadores eclesiásticos sobre uno y otro tema. Él hizo a un lado esa tradición para ir directamente a las enseñanzas de la Biblia: “Hoy soy feliz; sigo a Jesús, oyendo todos los días su dulce y apacible voz en el libro Santo, que nos ha dejado para que, sin temor de caer en el error, lo leamos todos sus hijos. Leedlo vos también con frecuencia; obedeced el precepto del Señor que nos dice: ´Escudriñad las Escrituras, porque ellas son las que dan testimonio de mí´. No hagáis caso de la palabra del hombre, sino atended solo la palabra de nuestro Dios. Si así lo hiciereis, encontraréis la verdad y seréis dichosos”.
Vale la pena detenernos en mencionar que la versión de la Biblia citada por Manuel Aguas en su extensa carta es la de Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera. James Thomson, colportor enviado a México en 1827 por la Sociedad Bíblica Británica y Extranjera, difunde la Biblia traducida por el sacerdote católico Felipe Scio de San Miguel, aunque sin libros deuterocanónicos, llamados por algunos apócrifos. Es en 1858 cuando la Sociedad reemplaza la versión de Scio con la publicación del Nuevo Testamento traducido por los protestantes españoles del siglo XVI Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera, y en 1861 imprime para su distribución toda la Biblia de esos mismos traductores.
A la posición de la Iglesia católica en el sentido de que los feligreses deben ser guiados doctrinalmente en su, por otra parte poco probable, lectura de la Biblia, Manuel Aguas aboga por un acceso amplio a las Escrituras por parte de todos: “Es verdad que Roma nos dice que hay peligro en leer la Biblia sin notas; no lo creáis, no existe tal peligro, mil veces no. No puede ser que el Dios de bondad y de amor nos dejara un libro peligroso, donde en lugar de la vida encontraremos el veneno de la muerte. A nuestro divino Jesús nunca se le podrá considerar como un envenenador, cuando es nuestro Salvador, nuestro Vivificador, nuestro bien”.
En un interesante ejercicio de diferenciación de lo que es la Biblia, Manuel Aguas reconoce que hay porciones “semejantes a altas montañas a donde sólo podrán llegar personas de cierta fuerza intelectual”. También advierte que “hay pasajes de tan dificultosa inteligencia, que se parecen a aquellas elevadísimas serranías a donde ninguno de los mortales, ni aún de los demás esclarecidos y animosos han podido encumbrarse”.
Pero, en general, las Escrituras son diáfanas y para comprenderlas es innecesario, rebate Aguas, todo el aparato que las recarga de notas doctrinales aprobadas por las autoridades: “Nos alega Roma que la Biblia es oscura y difícil de entenderse. Esta dificultad está contestada en muchas ocasiones. Se podría decir, entre otras cosas, que todas las verdades necesarias para nuestra Salvación se encuentran en ella, en un estilo tan claro, tan sencillo, tan natural, tan encantador, que estos lugares se parecen a aquellos campos amenos y floridos, que siendo planos y sin tropiezos, aún los más débiles pueden transitarlos con toda facilidad y sin temor de caer”.
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