Las principales objeciones planteadas a la inseminación artificial con semen de donante anónimo
apuntan hacia las posibles consecuencias psicológicas para los afectados, así como a la eventual agresión moral que pudiera suponer para la relación conyugal.
En este sentido,
se ha hablado de complejo de inferioridad en el varón estéril que contempla su deficiencia como falta de virilidad; aparición de problemas en la relación paterno-filial como consecuencia de que la presencia del hijo pueda suponer para el padre el recuerdo permanente de su infecundidad; repercusiones de todo esto en la vida de la pareja; alteraciones posesivas en la relación madre-hijo al pretender ésta que el hijo sea para ella misma, ya que es biológicamente suyo, y no de los dos cónyuges.
También se ha señalado que supone la introducción de una tercera persona, que siempre será un elemento extraño y distorsionante, en la vida íntima y privada del matrimonio. Incluso se ha sugerido que al eliminar a un miembro de la pareja y sustituirlo por un donante anónimo se está rompiendo esa comunión profunda y exclusiva a la que ambos se habían comprometido y que, por tanto, habría que hablar de la violación de un compromiso estable y de una nueva forma de adulterio.
Si bien es cierto que las objeciones de tipo psicológico pueden darse en determinados casos, ello no implica que siempre y en todas las ocasiones tengan que producirse. ¿No es posible que algún matrimonio, consciente de tales peligros, asuma a pesar de ello la responsabilidad de criar y educar a su hijo concebido mediante IAD? ¿No puede el amor conyugal superar la barrera de los gametos? ¿Tienen siempre los espermatozoides ajenos que destruir el amor de la pareja? ¿Acaso no puede un marido ser lo suficiente maduro como para aceptar la propia limitación y hacer más feliz a su esposa y, a la vez, su propio matrimonio? ¿Debería llamarse a esto engaño o adulterio? De la misma manera en que se quiere y se cuida a un hijo adoptado sin que, de hecho, sea hijo biológico ¿no se trataría de la misma forma a un bebé que, cuanto menos, es hijo genético de la propia esposa? ¿Habría que tener celos de ello? Si un matrimonio asume tal responsabilidad ¿quién puede o debe moralmente impedírselo?
Desde la visión católica, en la que sexualidad y procreación se conciben siempre como algo inseparable que pertenece al orden natural, es lógico que se rechace la IAD. Pero en la perspectiva evangélica el criterio para esta valoración no es tanto la fidelidad a una pretendida ley natural, que como se vio era un tanto problemática, sino al bien global de todas las personas implicadas. ¿Qué es lo mejor para aquel matrimonio que desea tener hijos y no puede? ¿Qué es más adecuado para la futura criatura? ¿Nacer en un hogar, en el que se la espera de antemano con cariño, o no nacer jamás? ¿Vivir o no vivir?
Se ha hablado también acerca de la ansiedad y el deseo de conocer al padre biológico, al anónimo donante de semen, que pueden experimentar algunos hijos obtenidos mediante las técnicas de la IAD. Se trata, en efecto, de una posibilidad real pero no es menos cierto que la educación recibida en el hogar es, en tales casos, fundamental. Lo verdaderamente importante para cualquier niño es el amor que recibe. Los genes pueden aportarle color al pelo, a los ojos o a la piel; son capaces de determinar la altura, la salud y determinadas aptitudes del ser humano, pero no ofrecen amor, amistad, experiencia de la vida, educación ni metas. Todo esto lo proporciona el entorno en que se vive, el cariño de los padres, familiares y amigos. Si se educa a estas criaturas, nacidas por IAD, en este ambiente y se les inculca que su identidad como personas estaba en Dios mucho antes que en el semen de un hombre, es difícil que lleguen a obsesionarse por su origen genético. Y si lo hacen, tendrán recursos para superarlo de forma satisfactoria.
A veces, detrás del rechazo a la IAD existe un deseo casi fanático de tener hijos genéticamente propios. Como si la herencia genética fuese la única forma de herencia que mereciera tal nombre o los genes determinaran por completo la identidad de las personas. Es creer que a través de la progenie de la "propia sangre" pudiera alcanzarse una cierta forma de inmortalidad.
No obstante, lo cierto es que desde el punto de vista de una jerarquía de valores, la inseminación con semen de donante no es un método moralmente incorrecto. No lesiona ningún derecho humano. Ni el derecho a la vida, ni a la libertad de aquellos que deciden tener el hijo mediante tal procedimiento. Su objetivo es producir vida y salud. Por tanto, en nuestra opinión, m s importante que el origen genético de un espermatozoide es el amor entre dos personas que, como escribiera el apóstol Pablo,
"todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta" (
1 Co. 13:7).
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