Según las creencias más extendidas, incluso en algunos círculos eclesiásticos protestantes, difícilmente podría asociarse la figura de Calvino a América Latina, debido, quizá, a que se le relaciona más con el surgimiento de Estados Unidos como un país eminentemente protestante, a pesar de los filtros eclesiásticos con que su tradición llegó al continente americano. Para algunos, el hecho de que el reformador, como francés que fue, perteneciera a la cultura europea latina, debería acercar su talante o énfasis religioso e ideológico a la mentalidad dominante en el subcontinente. Acaso la fuerza de la propaganda anti-protestante sigue impactando a las conciencias para impedir que las afinidades con Calvino influyan más de lo que ha sucedido hasta ahora. Por ello es posible hablar de la ambigüedad de esta relación cultural, debido a la fuerte filiación anglosajona de muchas comunidades evangélicas, calvinistas o no, y al mismo tiempo de la posibilidad de reclamar un “rostro latinoamericano” del calvinismo, como lo ha hecho el teólogo puertorriqueño Rubén Rosario Rodríguez.(1) Aquí se subraya la importancia de advertir las formas, a veces simultáneas, en que ha estado presente el legado o las derivaciones del reformador. Podría hablarse de tres modelos básicos que se revisarán en orden: colonialista, eclesiástica e ideológico-política.
En primer lugar, la tradición reformada llegó gracias al ímpetu misionero del propio Calvino, quien envió una expedición a las costas del actual territorio de Brasil (isla Serigipe). Algunos hugonotes franceses, con dos pastores enviados por Calvino y la Compañía de Pastores de Ginebra, celebraron la Eucaristía en marzo de 1557, pues se agregaron al grupo dirigido por el vice-almirante
Nicolas Durand de Villegaignon, quien había llegado 2 años antes. Como recuerda Jean-Pierre Bastian, dicha expedición obedeció a un doble propósito, religioso y político, especialmente porque Francia quería hacerse presente en el Nuevo Mundo: “El Fuerte Coligny debía convertirse en una pequeña Ginebra, donde los cultos reformados podrían celebrarse con toda libertad”.(2) El experimento misionero terminó en 1560, gracias a la intervención del gobernador portugués. Más tarde, en 1630, los holandeses se adueñaron de Recife y permanecieron en Pernambuco durante 24 años, estableciendo una organización religiosa en la que trabajaron 50 pastores. No obstante, el comportamiento comercial de esa colonia no fue distinto al portugués, aunque el estilo evangelizador otorgó más privilegio a la conversión de los individuos, y estableció una ética basada en la dignidad del trabajo. Así resume L. Schalkwijk esa experiencia: “Durante el periodo holandés, la situación político-religiosa favoreció la formación de una teocracia cristiana reformada, la cual permitió un alto grado de libertad religiosa, de culto y de conciencia; después de la expulsión de los holandeses”.(3)
A esa primera forma de ingreso del calvinismo, en el marco del equilibrio de fuerzas colonizadoras europeas, le siguió la organización de iglesias reformadas o presbiterianas como resultado del trabajo misionero anglosajón, estadunidense o escocés, durante el siglo XIX. De este modo, Brasil (1855, 1859) y Colombia (1856) fueron los primeros países en recibir misioneros enviados por las iglesias o agencias. El esquema de penetración misionera, ligado de manera directamente proporcional a la fuerza de los liberalismos autóctonos, se repitió en varios países de la región, a tal grado que, en Guatemala, por mencionar un ejemplo paradigmático, el presidente liberal Justo Rufino Barrios (1835-1855) invitó directamente a los misioneros presbiterianos en 1883. En México, el triunfo del liberalismo abrió también la puerta a las misiones protestantes, cuyos frutos, las nuevas iglesias locales, produjeron militantes que después participarían en las luchas revolucionarias de principios del siglo XX. Como explica Bastian: “La adopción de tales prácticas religiosas coincidía con su liberalismo radical y consolidaba su autonomía simbólica frente al catolicismo a la vez que reforzaba las redes liberales radicales regionales frente al Estado liberal conservador aliado con la Iglesia católica. Protestantismo y reivindicaciones de autonomía local y sub-regional coincidían en un tiempo de modernización autoritaria y de presión fiscal acentuada por el Estado centralizador
porfirista”.(4) Podría decirse que este fue el rostro más “eclesiástico” del calvinismo latinoamericano en germen, aunque con fuertes elementos políticos. Un fenómeno colateral lo constituyó la presencia, bastante marginal en algunos casos, de comunidades de inmigrantes (iglesias de “trasplante”) que mantenían su fe y cultura como una forma de preservación de la identidad, por lo que sus impulsos proselitistas eran muy limitados, como en Sudamérica, aun cuando su influencia podía apreciarse en otros espacios sociales.
La tercera manifestación de la presencia calvinista, y quizá la más visible, sucedió a través de la imposición de transformaciones sociopolíticas derivadas de la imitación del tipo de gobierno estadunidense, basado en el concepto reformado del pacto. Esta imitación, que se manifiesta en el uso del mismo nombre oficial para las nuevas repúblicas, como en los casos mexicano y venezolano, surgió de la constatación de la supuesta superioridad de la democracia de talante reformado como forma de gobierno, sólo que la aplicación de sus valores a la realidad de los países latinoamericanos implicó una fuerte lucha contra los representantes del antiguo régimen basado en los privilegios estamentales heredados de la conciencia católica de Cristiandad, es decir, del predominio de una visión piramidal de la sociedad. El ex presidente colombiano Alfonso López Michelsen (1913-2007) causó enorme revuelo a mediados del siglo pasado al abordar “la estirpe calvinista” de las todavía débiles democracias latinoamericanas, un tema que se ha trabajado abundantemente en los estudios políticos de lengua inglesa. Sus críticos más feroces fueron algunos politólogos católicos que se resistían a entender los firmes vínculos entre calvinismo, modernidad y democracia.
El historiador hispano-mexicano Juan A. Ortega y Medina (1913-1992), por su parte, concluyó que en las raíces teológicas del “destino manifiesto” se encuentra uno de los impulsos del colonialismo estadunidense. Su estudio fue algo así como una nueva “visión de los vencidos”, pues México es el país que más ha padecido la vecindad con la otrora “potencia calvinista”, de modo que ser protestante en ese país resulta, por lo menos, una flagrante contradicción cultural. Asimismo, Ortega y Medina comparó minuciosamente la evangelización católica en la Nueva España con la puritana en Estados Unidos. Suya es una observación en la que contrasta las mentalidades católica y protestante en general: “El católico posee la libertad trascendental, pero es esclavo del mundo. […] Hay pues, un desequilibrio entre el ideal a que se aspira y las exigencias que la realidad impone. El calvinista, por contra, es esclavo de la trascendentalidad, pero vive en el mundo: y gracias a su vivir intramundano y activo puede manumitirse del yugo predestinatorio. [...] De parecida manera bien pudiera el protestantismo haber hecho del hombre un siervo de la allendidad, pero un amo y señor de la aquendidad”.(5) Hay que destacar la profundidad con que asoció las transformaciones profundas de la doctrina de la predestinación en la conciencia de los creyentes y su impacto sociopolítico.
En el medio protestante latinoamericano ha habido varios intentos por analizar la presencia de Calvino y su tradición en América Latina. Richard Shaull, Antônio Gouvêa Mendonça y Eduardo Galasso Faria en Brasil, Salatiel Palomino y José Luis Velazco en México, y el citado R. Rosario-Rodríguez desde la hispanidad estadunidense. Todos coinciden en que es posible, a contracorriente de una visión dominada por estereotipos, asumir la fe reformada y vivirla con una pasión contestataria en la situación latinoamericana. Finalmente, bien podrían establecerse los alcances de la huella calvinista en la obra de varios intelectuales latinoamericanos marcados por esa tradición, como Moisés Sáenz, Erasmo Braga, Orlando Fals Borda y Rubem Alves, entre otros.
1) R. Rosario Rodríguez, “Calvino o el calvinismo: reclamando la tradición reformada para América Latina”, en Apuntes. Reflexiones teológicas desde el margen hispano, AETH, invierno de 2004.
2) J.-P. Bastian, Protestantismos y modernidad latinoamericana. México, FCE, 1994, p. 22. Cf. Eduardo Galassso Faria, “A primera Igreja Reformada no Brasil e seus mártires”, en el cuaderno especial de O Estandarte, Iglesia Presbiteriana Independiente de Brasil, año 117, núm. 2, feb. de 2009, pp. 6-7, 10-11; y F.J. de Souza Viração, “Os enviados de Calvino: Um projeto colonial francês e protestante para o Brasil”, en www.cerescaico.ufrn.br/mneme/anais/st_trab_pdf/pdf_st3/francisca_viracao_st3.pdf.
3) Cit. por J.-P. Bastian, op. cit., p. 28.
4) J.-P. Bastian, “En diálogo con la obra de Lalive d´Epinay. Búsquedas de una sociología histórica del cambio religiosos en América Latina”, en Cultura y Religión, Chile, vol. 2, núm. 2, octubre de 2008, pp. 8-9, http://dialnet.unirioja.es.
5) J.A. Ortega y Medina, Reforma y modernidad. México, Instituto de Investigaciones Históricas, 1999, p. 160.
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