Como cuando actuó en Madrid con motivo de la actividad cultural conocida como La Noche Blanca en el 2008, en una visita breve a una ciudad que le recibió igual que a cualquier músico folk exótico que realiza un trabajo fuera de lo común. Es decir, con la sorpresa del descubrimiento inesperado; tras la sorpresa vino la desazón, porque rápidamente aquel músico ya estaba en otra ciudad con sus canciones de sombra, con su flamenco de huesos rotos, con la voz puesta en los sueños robados a los niños.
Ocurrió esta semana en Barcelona. Acompañando (en gira y en estudio) a Yann Tiersen, conocido compositor de la banda sonora de la película
Amèlie, película que ha marcado a toda una juventud, y a su autor, de por vida; por mucho mérito que tenga su carrera fuera de este trabajo. El caso es que la presencia de Matt Elliott le da al evento un peso muy diferente, pues lejos de la energía y la vitalidad que suele derrochar el músico galo, este cantautor de quien hoy rescatamos su disco más acústico y casero, es más bien melancólico.
Se dice que su folk supone una propuesta radical, tremendista; que si uno no está preparado, puede llegar a ser muy deprimente; que su sonido se recrudece con cada entrega de su acercamiento a lo que podemos llamar música de cámara para el siglo XXI.
En todo ello
hay algo de cierto; Elliott no hace más que cumplir con un oficio casi desaparecido actualmente en la cultura, pero cada día más necesario: el trovador. No el de la imagen de Edad Media que a todos nos acude a la cabeza cuando oímos esta palabra, sino un cantautor que ya no es juglar, pero vive a pie de calle, ha perdido la lengua occitana y a la vez sigue empleando el argot que conoce bien, siente la necesidad completa de abrir su corazón y añadir a los amores perdidos temas sociales y espirituales. El trovador hoy (no me refiero al de las plazas medievales que actúa como
souvenir) canta sobre un Edén perdido, sobre la necesidad de parar en el ajetreo cotidiano (pues es en lo cotidiano donde veranea la muerte), y tiene un poso de tragedia importante.
Elliott podría hablar del tiempo, de lo imprescindible que es “vivir de la vida” (muy distinto a ´vivir la vida´), de desengaños amorosos junto al mar, superables con una nueva relación esporádica. El ambiente ´indie´ donde el inglés es más conocido habla constantemente de todo esto. Sin embargo, él elige en discos como ´Failing Songs´ (failing = defectuoso) aludir a la esclavitud del hombre, tratar asuntos como el miedo a la muerte, de la falta de comunicación, de la “animalización” del ser humano, de las aspiraciones personales transformadas en montoncitos de arena (oir ´The Failing Song´).
Es realmente conmovedor escuchar cómo “el futuro que teníamos es ahora nuestro pasado”, o “nuestro peso se mide en petróleo”… y ciertamente triste. Pero es el mundo donde vivimos, y nunca sobrará una voz que muestre la realidad tal cual es, ya tenga una inclinación hacia el optimismo o hacia el pesimismo, parta de la crítica o la aceptación. Porque lo cierto es que estas canciones nos presentan como imagen caída de Dios, semejanza defectuosa, degradada con respecto a aquella original del Génesis. La humanidad, según los títulos de los tres últimos discos del compositor, bebe (´Drinking Songs´), fracasa (´Failing Songs´), y aúlla (´Howling Songs´). La tragedia está muy presente, dedicándose canciones al espectro de María Callas, al submarino Kursk (ese sarcófago azul que mantuvo en vilo al mundo y nos ahogó en lágrimas), o las cuatro etapas psicológicas del duelo, conocidas como “modelo de Kübler-Ross”.
En el discurso de Elliott falta una solución, una luz al final del túnel, un toque de gracia, pues en nuestra condición de criaturas caídas, ante determinados momentos, sabemos tomar las vestiduras de nuevo hombre, y actuar pensando en los demás. Esta ausencia es lo que otorga a su sonido esa densidad característica, ese desasosiego. A menudo, el músico es excesivamente duro consigo mismo y con sus errores. Él achaca su pesimismo a la iglesia ortodoxa rusa, que visitaba de niño con su madre y su abuela, de procedencia estonia. Vuelve a esa cultura de Europa del Este para dar profundidad a sus composiciones.
Hay, de todas formas, una continua búsqueda en su arte, tanto en la parte musical como en las letras. En ´Failing Songs´, por ejemplo, hay mucha guitarra española, acidez tártara, y aires húngaros. Lo que concuerda con su vida itinerante, y centrada en Europa. El principio de búsqueda constante le sigue desde sus inicios: nacido en Bristol, cuna de la música trip-hop que explotaron bandas como Portishead o Massive Attack, participó en la banda de culto Amp, y grabó sus primeros discos electrónicos con el sobrenombre de The Third Eye Foundation.
Cuando menos lo esperábamos, lanzó en 2003 ´The Mess We Made´, primero con su nombre propio. A partir de ahí, ha experimentado en cada uno de sus discos de folk hasta límites desconocidos, trabajando con virtuosos de diversos instrumentos (en su último trabajo contó con la colaboración de la violinista Patricia Argüelles), y grabando casi todo en su propia casa. Matt Elliott reconoce tras esta última incursión conocida al terreno de las canciones caídas: “opto por cierta aceptación de las cosas que no puedes tener ni evitar” (El País, 7 de febrero de 2009). La aceptación indica un cambio, y requiere grandes dosis de valentía, aunque en principio pueda parecer lo contrario. Aceptar que no somos tan independientes ni tan autosuficientes espiritualmente hablando, es un paso amplísimo y necesario.
Si en el genio de Matt Elliott se ha producido esa fisura; si el trovador sigue afinando su guitarra castigada para encontrar un sonido bueno; si en medio de la desolación las aguas ya no son tan turbias; entonces no puede quedar ya ser humano abandonado y perdido, o ´desamparado´ (título de una de estas canciones “fracasadas”). Siempre y cuando haya ese deseo de salvación.
Autor: Daniel Jándula
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