Su respuesta a los argumentos a favor de la existencia de Dios es tan parca que los clásicos racionalistas le tirarían de las orejas.
Las cinco pruebas de Tomás de Aquino las despacha con una facilidad pasmosa, empaqueta los tres primeros argumentos para apuntar que simplemente utilizan el sofisma de la regresión infinita. El argumento cosmológico ni siquiera lo considera como tal y el argumento teleológico (o del diseño) es mencionado como único digno de considerar ¡porque al mismísimo Darwin de joven había impresionado!
Mejor suerte corre
el argumento ontológico de Anselmo de Canterbury al reconocer que es difícil rebatirlo (quizás por haber perturbado a la abstraída pero concentrada mente de Russell). Así lo intenta utilizar en asuntos tan trascendentales como demostrar que los cerdos vuelan. Incluso llega a traducirlo a lenguaje de patio de colegio en un estilo mucho menos ortodoxo que el que aplicaran Hume y Kant. La conclusión es que si los argumentos
a priori son escurridizos es conveniente caricaturizarlos.
Otro argumento, uno difícil de catalogar como tal, es el que demanda una explicación acerca de la admiración que nos despierta la belleza o el arte. Es evidente que muchas cosas que consideramos no ordinarias están desvinculadas de la existencia de Dios, pero ¿por qué le resulta a Dawkins tan insidioso? Si nos atrae lo extraordinario, en alguna faceta del arte o del conocimiento ¿por qué no debería atraernos el Arte (por ejemplo, expresado en la naturaleza) o el Conocimiento (por ejemplo, expresado en las matemáticas) del Ser Supremo?
Pero
un argumento insufrible para Dawkins es el de la “experiencia personal” (que debiera experimentar todo creyente) declarando que a él nunca le sucedería por estar “
mínimamente familiarizado con el cerebro y su poderoso funcionamiento” (1). Le parece que sólo mentes poco científicas pueden ser trastornadas (transformadas, en lenguaje bíblico) por alguien que ni siquiera existe. Que si esas experiencias no fueran tan comunes, serían tratadas como psicóticas. Su alusión es sarcástica, pero ¿no está implícitamente reconociendo que no todas las personas que creen en Dios son enfermas mentales?
Y por fin llega a los argumentos que ofrecen las Escrituras, por los cuales denota mayor aversión si cabe, aunque no tanto como ignorancia. Y lo demuestra declarando, por ejemplo, que “
la evidencia histórica de que Jesús reclamara cualquier tipo de estatus divino es mínima” (2). Es así como rechaza los Evangelios por estar escritos años después de la muerte de Jesús y por considerar a los evangelistas imparciales. Así olvida que los evangelios se enmarcan en un contexto histórico que se ha determinado veraz, y que el mensaje divino que comunican brota directamente de los eventos prodigiosos atribuidos al poder de Jesucristo en una época repleta de adversarios, muchos de los cuáles eran también testigos que podían apelar a esos hechos.
Pese a ello, debe dar alguna veracidad al texto bíblico, pues menciona como Jesús suscitó una división entre la multitud por causa de El cuando discutían si el Cristo podía venir de Galilea o había de venir de Belén (
Jn 7:41-43) ¡Si en ello Dawkins ve una incongruencia debería al menos declarar la honestidad de los evangelios que confiesan explícitamente tales trifulcas! Quizás animado por ello, pretende coger al toro por los cuernos, intimidándole con exégesis bíblica, aunque, pese a ser un zoólogo afamado, no estaría de más que le dijeran: “
Manolete, si no sabes torear, ¿para qué te metes?”
Así despierta alguna de las trasnochadas incongruencias que contrastan Mateo y Lucas en el nacimiento de Jesús, al declarar Lucas que José y María estaban en Nazaret y antes del alumbramiento se desplazaron a Belén mientras que “
Mateo sitúa todo el tiempo a María y a José en Belén” (3) cuando el texto no menciona nada del lugar anterior y lo único que dice es
“Después de nacer Jesús en Belén de Judea…” (
Mt 2:1a)
Y no hace falta que Dawkins diseccione demasiado las genealogías presentadas por Mateo y Lucas, para verificar que son completamente diferentes y concluir su fugaz peritaje sin resistirse a comentar jocosamente que, después de todo, la descendencia de José carece de importancia (supongo que debe ser atribuible a su agilidad mental la que debe impedirle buscar alguna otra explicación, como el registro de dos linajes diferentes: legal y carnal ó paterno y materno).
O que señale el anacronismo de Lucas en situar el censo durante el nacimiento de Jesús más de una década antes de que ocurriera otro censo registrado (nuevamente sin indagar que pudieron haber dos censos inquiriendo en los títulos romanos de Cirenio).
Hasta aquí son todas las incongruencias bíblicas que logra enunciar, aunque, por supuesto, declara que existen muchas más, suficientes para revelar como incluso un profesor bíblico y ¡norteamericano! otrora fundamentalista sea hoy un escéptico.
Es entonces cuando dirige su mirada hacia los evangelios apócrifos, mucho más vulnerables en los detalles a la parodia, en la cual parece disfrutar. Y sin remordimientos por haberse salido del tema declara que la no inclusión de éstos en el canon fue meramente arbitraria. En su descargo solo puede aducirse tanto desconocimiento: “
Nadie sabe quiénes fueron los cuatro evangelistas, pero casi con seguridad que ninguno de ellos conoció a Jesús personalmente” (4).
No sé si considera apócrifos a los científicos religiosos, pero éste es otro argumento que menciona que se aduce. Declara, sin cargo de conciencia, que los científicos hasta el S.XIX eran religiosos en su mayoría por la presión social (¿los está llamando deshonestos?). Y sospecha, que a partir del S.XX, los que lo son, lo son en el sentido einsteiniano. Admite, que todavía existen algunos “especimenes” genuinos, y dice tal palabra como si aún tuvieran que evolucionar…
Así que después de jugar, irónicamente, con la apuesta de Pascal o con aplicaciones del teorema de Bayes un tanto frívolas (para qué negarlo) expone las razones positivas para creer en la no existencia de Dios. Y ése es el mensaje central del predicador.
Para verlo, continuaremos en el siguiente artículo: Dawkins: El mensaje del predicador (III)
1) Richard Dawkins, “El Espejismo de Dios”, Espasa op. cit., p.103
2) Idem, p.104.
3) Idem, p.105.
4) Idem, p.108.
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