Uno atraviesa un portón situado en la base de un hotel, y encuentra algunos edificios bajos de tejado triangular, como el que se asocia a las casas perdidas en la niebla y el día eterno de los países nórdicos. En un lado de las montañas que hacen de muro, se agrupan rocas de distinto tamaño y consistencia, y da la impresión de que esa acumulación se desmoronará de un momento a otro, o se incorporará de sus cimientos un gigante viscoso como el espacio-tiempo, lo que hará que sintamos el impulso de pellizcarnos, si es que la belleza terrible del Aconcagua, o las quietas vistas de la cordillera, con sus montones de huellas dactilares e imperfecciones extraordinarias no lo habían conseguido ya.
En el hotel hay dos mapas. Uno mediano de América, y otro de Mendoza, enorme. Me quedo un buen rato contemplándolos, como hago en todos los lugares donde me he hospedado que tienen mapas a la vista.
Miro los nombres, las asperezas, las texturas del terreno y, si el mapa es bueno, como el de Mendoza, puedo imaginar los olores de la zona.
Mendoza desprende un olor dulzón, como el del membrillo. Y en determinados lugares se percibe la seca cerrazón del petróleo, tapando el olfato que descubre demasiado tarde los matices de los viñedos, la tierra mojada de los perales, o la untuosidad del almíbar en el que se sumergen las guindas. Olisqueo el mapa, hasta que alguien repara en mi costumbre y disimuladamente me encierro en la habitación, esperando no haber sido demasiado maleducado ni haber hecho el ridículo.
Una vez en la habitación, me siento en el borde de la cama, que es única en ese momento. Y pienso en que he viajado como un vagabundo, errante de una frontera a otra, sin ser tal vagabundo. En el silencio sordo del huésped, pienso que si me he detenido en tantos detalles, esto se debe a la falta de detalles de mi búsqueda, a la ausencia de plazos y esperas.
No hay más desencuentros, y aquél Nedham que me propuse conocer, es una anécdota más de las registradas aquí. El nuevo destino, el Pozo Azul, probablemente será también anécdota, pues es el mismo viaje lo que encontraré. El sólo hecho de continuar, con las dudas y las experiencias empaquetadas en la mochila, que ya casi nunca deshago completamente, más que para las mudas y para rellenar unas cuantas páginas con mi letra, tan diferente a la de los primeros pasos en Irlanda…
Este viaje ha salido así, pero yo no lo he elegido así. Sólo obedezco a la certeza de que en algún instante hallaré el motivo de mis pasos, sólo comprensibles, sólo aprehensibles en el acto de mirar hacia atrás y revisar lo andado. Pertenezco a esa especie que se equivoca aun cuando lo pueda tener todo perfectamente planeado y trazado. A veces es bueno rechazar tal conducta; me refiero a la de poner límites, la de aspirar al control total de las circunstancias.
Sigue persistente el olor a gasolina, ahora más claro, mezclado con el viento del nordeste.
Me asomo por la ventana, y veo a lo lejos un hombre con un artilugio que recorre y examina el suelo como un perro amaestrado. Entonces me acuerdo de una tarde en que nuestro padre, poco antes de desaparecer, antes incluso de saber nada de su enfermedad, nos llevó a una playa prácticamente vacía, junto a una fábrica, o una refinería, que expulsaba columnas de humo como carbón. Y yo corría por una arena que parecía virgen, pues acababa de ser limpiada. A lo lejos, un hombre paseaba con un detector de metales. Me detuve en cierto momento, y al girarme vi las pisadas irregulares por toda la arena oscura, y me di cuenta de que podía recordar, a través de esas mismas pisadas, los detalles del paisaje en los que me había fijado. También, gracias a la profundidad de algunas, supe que la imagen del hombre buscando tesoros imposibles me había impresionado más que las nubes negras procedentes de la fábrica.
Es curioso cómo funciona la memoria, cómo se rellenan con los recuerdos aquellos huecos vacíos en el impacto de lo observado, para que todo encaje en nuestro interior de la mejor manera posible, para que sepamos distinguir la realidad del sueño, o para que nos confundamos y comprendamos lo vulnerables que podemos llegar a ser, hasta qué punto necesitamos dejar que la sensibilidad no se adormezca con insustanciales pretensiones y pretextos de grandeza. ¿Por qué me da ahora por pensar en todo esto? Casi siempre en la habitación, cuando nadie puede escucharme, me asaltan estas convicciones. Les doy unas cuantas vueltas, y después salgo un rato a despejarlas, a detenerme por un tiempo en lo cotidiano de los demás, en los detalles invisibles, en esos fragmentos de suelo que son aquí y ahora, y que no encontraré del mismo modo, ni de la misma forma y consistencia en ninguna otra parte del mundo; en la luz, en cómo cae la tarde, los rayos de sol oblicuos que cambian la apariencia de las cosas cada día, en su nacimiento y en su muerte; en el sabor de una fruta o un dulce, también único, pasajero igualmente, desvanecido en mi estómago.
Finalmente, me digo que estoy espeso, que me repito, que mis pensamientos tardarán en esclarecerse, como si estuviesen viviendo en un puñado de sal.
El hombre con el detector de metales se aproxima a unas ruinas junto a un tocón. Otro recuerdo, más reciente, entra en la habitación y me exige un poco de acción.
Puente del Inca
16 de enero
Del mismo modo que ocurre con las pisadas que
recordé ayer, no puede apreciarse del todo la proporción y belleza del puente hasta que no se ha cruzado. Uno ve el efecto del viento en su base, la piedra enorme redondeada junto al río que parece haberse descubierto al extraerse la materia, parda en su mayor parte, enmohecida en las cercanías a la construcción cosida a la roca, y se percata de lo difícil que hubiera resultado imaginarlo así previamente. Me separo de los grupos de turistas y me aseguro todo lo posible de no llamar la atención. Desciendo por una escalinata, y me sitúo en una esquina donde quedo a salvo de miradas indiscretas, en un punto ciego donde cae sombra, y hay algunos ladrillos sueltos cubiertos de telaraña. Aparto los ladrillos y escondo una bolsa de dinero, como hice en Oaxaca, con la misma necesidad de reparación que entonces. Me queda algo menos de la mitad del maletín con el que comencé el viaje. Al salir a la claridad, creo ver a alguien asomado por una de las ventanas de la construcción. No estoy seguro de que me haya visto esconder el dinero, así que actúo como un turista inglés despistado. La verdad es que no he dejado de serlo todo este tiempo.
Me sacudo el polvo de las manos y de los pies. El resto del día lo pasaré recabando información sobre ese Pozo Azul que tengo que encontrar en la Patagonia, ese lugar que nunca se sabe si es inventado o no, hasta que se llega a él como visitante o personaje. Demasiada imaginación.
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