Leyendo estos trabajos
da la impresión de que el funcionamiento de la evolución esté ya perfectamente claro y no existan discrepancias en el seno de la comunidad científica acerca de esta teoría propuesta hace 150 años por el famoso naturalista inglés. Incluso parece como si los divulgadores y los propios científicos se hubieran puesto de acuerdo para cerrar filas en defensa del sacrosanto evolucionismo naturalista y contrarrestar esos peligrosos aires heréticos de quienes discrepan como los del nuevo Diseño inteligente, confundido erróneamente con el creacionismo más puro y duro de mediados del siglo pasado.
El miedo a que ciertas observaciones científicas pongan en entredicho el paradigma evolutivo dominante, así como la concepción naturalista y materialista del universo que impera hoy en Europa, hace que se descalifique sistemáticamente a los científicos adversarios y se cierren los ojos a la realidad de sus hallazgos o sugerencias.
Ante semejante actitud nos parece oportuno plantear las siguientes cuestiones al respecto: ¿es capaz hoy el darwinismo de explicar satisfactoriamente los nuevos datos aportados por la paleontología, la bioquímica, la genética y la microbiología modernas? ¿Acaso la investigación en las ciencias biológicas no ha puesto de manifiesto toda una serie de anomalías importantes para la teoría darwinista? ¿Puede dicha teoría convivir con estas irregularidades o, por el contrario, se verá forzada a ser sustituida por una nueva cosmovisión?
Darwin se inspiró en las ideas de Malthus y Spencer, así como en la teoría económica liberal, para ver en la naturaleza una lucha permanente de todos contra todos por la propia supervivencia. Según su opinión, esta competencia general por los recursos del ambiente físico sería el verdadero motor que originaría gradualmente las especies. Los más aptos frente a las condiciones del medio dejarían más descendientes, mientras que los perdedores se extinguirían. Posteriormente sus seguidores,
los neodarwinistas, hicieron hincapié en dos aspectos de esta teoría. Primero, en que las mutaciones se producirían siempre de manera gradual y no a saltos bruscos. Y en segundo lugar, que todo este proceso ocurriría por azar. No habría ningún principio que causara las mutaciones ni dirigiera dicha transformación.
El primer problema serio para la teoría de Darwin lo plantea el registro fósil, ya que éste no revela en modo alguno ese gradualismo que requiere la teoría.
Y en la actualidad, después de ciento cincuenta años de desenterrar fósiles, mucho menos que en los días del padre de la evolución. Hoy se conocen más de 250.000 especies fósiles, pero su estudio no refleja las formas de transición que deberían haber existido según el gradualismo darwinista. Por el contrario, lo que evidencian millones de organismos petrificados son largos periodos durante los cuales las especies permanecen inmutables (periodos de estasis), seguidos por grandes extinciones en masa y el surgimiento brusco de nuevas especies perfectamente formadas en los estratos rocosos superiores. No se dan las hipotéticas transiciones graduales entre grupos diferentes.
Al constatar dicha realidad,
Gould y Eldredge, propusieron su modelo del “equilibrio puntuado” para adaptar el darwinismo a los problemas del registro fósil. Según ellos, las especies podrían sufrir “cambios episódicos momentáneos” pero a un ritmo “suave y gradual”. En vez de una línea recta progresivamente ascendente, la evolución tendría que parecerse más bien a un trazo quebrado como el de una escalera. Alguien compararía después este nuevo proceso transformista con la vida de un soldado: largos períodos de aburrimiento separados por breves instantes de terror. Pues bien, aunque todo esto pueda sonar a querer “nadar y guardar la ropa”, lo cierto es que el evolucionismo asume hoy que los cambios en los organismos pueden deberse unas veces al gradualismo de Darwin y otras, las más, al equilibrio puntuado de Gould y Eldredge. La realidad es que los insignificantes ejemplos fósiles que aporta la paleontología son del todo insuficientes para fundamentar sobre ellos una teoría con tantas pretensiones como el darwinismo. Y lo mismo ocurre con los hipotéticos saltos del equilibrio puntuado. No hay forma de comprobar cómo se originaron esas milagrosas mutaciones. Hoy por hoy, nadie sabe a ciencia cierta qué es lo que mueve realmente la evolución.
No obstante, a pesar de no saberse, se afirma categóricamente que la evolución es un hecho y no sólo una teoría. Si existen lagunas, la ciencia ya se encargará de irlas llenando poco a poco. Incluso en ocasiones se confunde hecho con teoría. Ahora bien, el darwinismo es una teoría que pretende explicar la evolución de las especies pero que, como decimos, está siendo cuestionada desde diferentes ángulos.
Otras teorías que procuran lo mismo, además de la ya mencionada del equilibrio puntuado, son la “neutralista” de Motoo Kimura, que le resta importancia a la selección natural de Darwin al decir que la mayoría de los genes mutantes son selectivamente neutros, es decir, no tienen ni más ni menos ventajas evolutivas que los genes a los que sustituyen; la “endosimbiosis” de Lynn Margulis, que sostiene que la evolución se produciría por transferencia de información entre bacterias primitivas y los núcleos de células superiores; o la “integración de virus en genomas” de Máximo Sandín. Este último, que es español y profesor en la Universidad Autónoma de Madrid, rechaza también el mecanismo fundamental de la evolución darwinista (mutaciones y selección natural) para afirmar que la transformación de las especies se debería a la introducción de virus en genomas ya existentes (M. Sandín, Pensando la evolución, pensando la vida, Ed. Crimentales, Murcia, 2006). Por otro lado, existe también una seria objeción contra los planteamientos tradicionales del evolucionismo representada mediante el concepto de “complejidad irreducible” del norteamericano Michael J. Behe (La caja negra de Darwin, Ed. Andrés Bello, Barcelona, 1999).
Se necesitaría bastante más espacio del que disponemos en este artículo para analizar cada una de tales perspectivas científicas. Sin embargo, podemos afirmar que cualquier teoría, como tal, puede ser puesta en duda cuando numerosos hechos la contradicen. Por tanto, la teoría de la evolución no es un hecho sino una interpretación de los hechos. No debe confundirse ni identificarse la teoría de Darwin con el hecho de la evolución.
¿Cuáles son los hechos verdaderos o en qué sentido podría la evolución considerarse como un hecho? Esta pregunta la contestaremos el domingo próximo, en la segunda y última parte de esta miniserie sobre “La crisis del darwinismo”.
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