Me contaba cuando la visité en su casa de Pembroke Pine, que en cierta ocasión en que estaban en el aeropuerto, mientras una multitud iba y venía, la mayoría presa del típico síndrome del viajero presuroso, los niños no despegaban los ojos del libro que cada uno leía. Y cuando tuvo que dirigirse al mostrador de la línea aérea para cumplir con las formalidades de rigor, la acompañaron sus nietos que mientras iban a su lado, nunca dejaron de leer. ¡Inaudito! Y pese a que creemos que en los Estados Unidos se ha desarrollado lo que podríamos llamar la cultura del leer, la gente que los veía no salía de su asombro. Hay, sin embargo, un detalle que no se puede pasar por alto. Factor determinante para que los niños desarrollen este hábito es su madre (y mejor, sus padres) quien se preocupa para que siempre haya un libro apropiado al alcance de sus pequeños.
No me lo dijo, pero supongo que, a la misma vez, la televisión en aquella casa estará también bajo estricto control. Y a propósito de televisión, cuando la visité este lunes 28 de septiembre, no vi a ningún
idiot box que se me cruzara en mi camino. Obviamente, no me dediqué a inspeccionar la residencia, pero en los ambientes donde estuve no vi nada. Sin duda que deben tener uno o varios aparatos, pero también sospecho que su uso debe estar bastante restringido por la prioridad que otras aficiones debe haber en la familia. Como leer libros, por ejemplo.
En nuestras casas de Latinoamérica, quizás por ser aun la primera generación, hemos dado un sitial destacado al cajón idiota (o de los idiotas, como usted quiera). Es infalible: el lugar de preferencia en la sala lo ocupa el televisor. Visitando no hace mucho nuestro país, nos encontramos con una familia que, casi como un rito, cuando se levantan por la mañana, encienden el televisor. Y así permanece durante todo el día, proyectando imágenes y pasando comerciales a todo lo largo y ancho de sus posibilidades. Lo apagan por las noches, cuando el último de la casa se va a dormir. Claro, no quiero decir que estén todo el día con los ojos pegados al cajón, pero sí quiero decir que tener el dichoso aparato encendido parecía un complemento indispensable para que la vida en esa casa discurriera en forma normal.
Es un hecho comprobado que a más televisión, menos libros. Y menos diálogo. Y menos creatividad. Y menos cultura.
Cuando mis dos hermanos y yo tendríamos unos 3, 5 y 7 años, no había, obviamente, televisión. Al sur de Chile llegó cuando en casa ya había comenzado a aparecer la descendencia. Cuando tendríamos, digo, unos 3, 5 y 7 años descubrimos una enciclopedia impresionante que tenía nuestro padre. Además de mirar las fotos, nos dedicamos a arrancarle las páginas solo por el gusto de hacerlo. (Un día de estos, orando en la iglesia por las familias, alguien pidió a Dios que «tranquilizara» a uno de nuestros niños porque algunos ven en él a un diablillo vestido con pantalones cortos. Ese chiquito que aún no cumple los tres años, no es ni mejor ni peor que cualquiera de los adultos que nos escandalizamos por las travesuras que hace. En mis tiempos de adolescente allá en la lejana ciudad que me vio crecer, teníamos a un amigo mayor que nosotros que ya se había casado y procreado un hijo. El famoso Felipe. Felipe a veces hacía cada barbaridad que su padre reaccionaba diciendo: «Yo creo que este hijo mío es el anticristo». Pues, mis hermanos y yo no solo disfrutábamos mirando las ilustraciones de aquellos valiosos volúmenes sino que les arrancábamos las páginas porque nos daba la gana. Hojeando esa enciclopedia me encontré con el Peñón de Gibraltar y nació en mí el deseo de conocerlo personalmente. Este anhelo se cumplió 64 años después. Y aunque no tuvimos tiempo para descender del ferry y caminar por sus callejuelas o intentar ascender por sus laderas (algún día espero hacerlo), pude ver mi sueño de niño hecho realidad llenando mis ojos con ese imponente bloque rocoso que parece un vigía perenne del Estrecho hacia el cual dirige su mirada.
Cuando tendría unos 12 años, la clase de jóvenes tuvo la ocurrencia de nombrarme bibliotecario. La iglesia tenía una pequeña biblioteca y se requería de alguien que hiciera circular los libros que la componían. Y se les ocurrió que yo era la persona apropiada. Casi sin darme cuenta de lo que hacía, acepté. Mi sentido común me dijo que tenía que hacer algunas cosas con el cargo. Primero, informarme de los libros que allí había; luego, clasificarlos; luego, implementar un sistema que me permitiera prestarlos y luego recuperarlos; y finalmente, empezar a leerlos. Porque si quería que otros los leyeran, yo tenía que dar el ejemplo. Aquel fue mi primer contacto serio con los libros. Ya no era un niño que gustaba arrancarles las hojas sino un adolescente que aprendió a dejarse llevar a otros mundos por historias y relatos fascinantes. Leyendo libros como «En sus pasos o ¿qué haría Jesús?» aprendí a ver un poco más al fondo de lo aparente en la vida y en la fe cristiana. Los libros me cautivaron.
Cuando a Doña Cire y a mí Dios nos dio nuestro primer hijo, Pablo Andrés, le compré una colección de pequeños volúmenes publicada por Editorial Losada. Eran unos cien ejemplares. Hasta una foto le tomé al niño que aun no había alcanzado la edad para empezar a ir a la escuela, foto que sigue viva en algún álbum de la familia. Él simula estar concentrado en la lectura mientras permanece sentado en el medio de aquella impresionante cantidad de libros. Lamentablemente el incendio que destruyó nuestra casa en 1964 convirtió en ceniza la colección y todos los libros de mi incipiente biblioteca.
He contado en otro artículo cómo la vida sembró en mí una semilla que no ha dejado de florecer a través del tiempo: el amor por la música clásica. Varios factores incidieron en esto: un cuarteto de cuerdas que teníamos en la iglesia y que todos los domingos interpretaba alguna obra de los grandes maestros mientras se recogía la ofrenda; la decisión de las autoridades de la ciudad de llevar a todos los alumnos a cuanta orquesta, solista, coro, compañía de teatro visitara nuestra ciudad. El Teatro Concepción, tipo Scala de Milán o como el Municipal de Santiago o el Nacional de Costa Rica, se llenaba de miles de muchachos que aprendimos a guardar silencio cuando la obra estaba desarrollándose. No sé en cuantos de mis condiscípulos la música clásica y otras expresiones del arte dejaron huella como la dejaron en mí. Un día de estos, nos dimos cuenta que Andrés, mi nieto de 5 años pareciera tener una inclinación especial hacia este tipo de música. Le gusta escucharla y cuando se da el caso, la pide. El abuelo, por supuesto, se apresura a complacerlo.
Todo lo anterior se dice como confirmación de que mientras más joven es la persona, mayores posibilidades hay de que desarrolle una afición por algo.
Volviendo a la lectura, es verdad que nuestra gente no lee. Digo, nuestra gente cristiana. He citado en artículos anteriores lo que ha sido tradición entre las editoriales cristianas: no publicar novelas porque la gente no las lee. ¿Habrá habido cambios en esta tendencia? Creemos que sí no obstante que Aradí Rivera, sin querer, me dejaba caer un balde de agua fría que me heló de la cabeza a los pies. Me dijo que los libros que menos vende su negocio (mercadocristiano.com) son libros de ficción, específicamente, novelas. No obstante, va a poner los nuestros en su catálogo. ¡Enhorabuena!
¿Qué hacer? ¿Qué deberíamos hacer nosotros en ALEC? Sabemos lo que tenemos que hacer y estamos yendo hacia allá. Por ahora solo mencionaremos dos cosas: Una, que la literatura de ficción que se está produciendo hoy día es inmensamente superior en calidad que la que surgía diez o más años atrás. Lo que pasa es que el lector no se ha dado cuenta de ello y sigue creyendo que la novela cristiana es una literatura sosa y fofa. Y no es así. Las novelas de hoy tienen presencia, tienen personalidad, tratan temas cautivantes y se escriben en un estilo atractivo. Nuestra tarea es desvelar esta verdad a los ojos de los lectores. Y eso es lo que estamos haciendo.
Lo otro es fomentar en nuestras iglesias la creación de bibliotecas dirigidas a todo público aunque con preferencia a nuestros niños y a nuestros adolescentes. Ellos son nuestra meta sin descuidar a los mayores. En la Cumbre de ALEC dedicaremos un tiempo a analizar el tema: Cómo establecer y desarrollar bibliotecas para niños y jóvenes en nuestras iglesias.
La empresa no es fácil. Tenemos dos alternativas. Abandonar o seguir. Hemos optado por seguir. Ya hemos aprendido a ver la mano de Dios en lo que hacemos. Esa mano no se retirará en esta otra escaramuza que es vital para el futuro de nuestros pueblos cristianos y de nuestras naciones iberoamericanas.
«No nos cansemos, pues, de hacer lo que tenemos que hacer; porque a su tiempo segaremos, si no hemos desmayado; así que, aprovechando cada oportunidad que tengamos, incentivemos el amor por la lectura, mayormente entre los de la familia de la fe» (paráfrasis del autor de
Gálatas 6.9-10).
P.S. Mientras trabajaba hoy en este artículo, he recibido un correo breve pero que llenó mi espíritu de alegría. Febe Jordà (
La llave), Barcelona, España, escogida por Dios de entre los miembros de ALEC para ser una escritora permanente anuncia la presentación de su nueva novela
Los papeles del abuelo, acto que tendrá lugar el viernes 16 de octubre, a las 20 horas, en Agricultura 272, interior. La novela ha sido publicada por Ediciones Noufront, de nuestro querido amigo y hermano Juan Triviño. ¡Estas cosas son las que nos dicen que no estamos solos! Que la Mano Divina se mantiene apoyándonos. ¡Felicitaciones, Febe! ¡Gracias, Noufront! Oraremos porque el libro se venda «como pan caliente» para que esas puertas sigan abiertas, participando así del milagro que está empezando a producirse y del cual la literatura cristiana de ficción es la principal protagonista.
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